Gabriela, el escribiente y yo / Carola Aikin

Da miedo la ciudad vacía de gente. Da miedo el caos de objetos esparcidos. La Gran Avenida es un cementerio de autos, carteras, motos tiradas, bolsos, documentos, maletines, autobuses, llaves, ¡tantas, tantas llaves! En el aire rosa ululan los edificios: se estiran, se contonean como gigantes vertiginosos. Nadie. No ha quedado nadie salvo la mujer parada en la acera, el vestido algo desordenado. De sus manos cuelgan las bolsas de la compra, sus ojos recorren despacio el techo de la ciudad, se pierden en el cielo, en las formaciones rosáceas que parecen irse disolviendo unas en otras. Abajo, los edificios ya no bailan sobre sus goznes. Es plena hora punta en la Gran Avenida. Hora punta para el silencio, para lo incomprensible. Las pertenencias de los desaparecidos yacen agolpadas en las escaleras del metro de donde la mujer acababa de salir hoy lunes, día de mercado. No sólo se han desvanecido las personas, sino también los árboles, los gorriones, las palomas. La mujer está muy pálida. Parece una estatua con escote floreado en uve. A sus pies, entre el revuelto de periódicos y revistas, hay un montón de zapatos. Tras ella, junto a la boca de metro, el quiosco donde ha buscado refugio hace apenas minutos, o apenas horas o días o siglos. En algún pedazo de tiempo ella salía, luego intentó parapetarse en ese pequeño kiosco mientras estallaba el ruido, todo el ruido, y los remolinos de eco chocaban entre sí y contra todos y le levantaban las faldas y liberaban su cabello del moño tirante, lo sacudían en el aire colapsado de gritos y sombreros. Quizá fue por puro instinto que la mujer chilló a la vez que aullaban las ondas sonoras, con ojos prietos, hasta que todo paró. Una mujer fuerte y hermosa y compacta. Una mujer que se agacha, rompiendo la extraña quietud que emana de la súbita inmovilidad de la materia.         Lentamente, deposita sus bolsas. Toma, uno a uno, los zapatos que se apilan sobre la acera. Con qué delicadeza los examina, los sitúa en abanico a su alrededor. Todos zapatos impares y absurdos.
    Al fondo de la Gran Avenida brilla hoy la puerta de la ciudad, con su vencedor en lo alto, erguido e indómito sobre un caballo de piedra. Más allá, envueltos por la bruma, se extienden los suburbios, las grúas, las grúas que ya no chirriarán, la autopista fantasmagórica, silente, que acorrala a las montañas. Ya no coge el horizonte en el horizonte. Pareciera que el cielo se hubiese achicado unas cuantas tallas y se desprendiese por los bordes. Un cielo de papel.
    Esto no es forma, le oigo decir a la mujer. No es forma ni hay derecho. Ha reacomodado las sagradas bolsas junto al semáforo. Se está quitando la rebeca, la dobla, la pone encima de las compras, se ordena el pelo, se alisa la ropa. Comienza a organizar la calle. Maletines aquí, paraguas allá. No piensa. No debe pensar. Carteras todas juntas, después incluso podrán clasificarse por nombres.    Complementos. Papeles. Joyas, anillos, pulseras, pero ¿y los relojes? ¿Es que nadie llevaba relojes? No debe pensar. No piensa. Es bonito el escote floreado en uve, los pechos asomados y blancos y el correr de las manos tras el sudor. El vestido se adhiere a su cuerpo, lo redondea, aprieta su cintura. ¿Y las llaves? ¡Tantas llaves! La mujer respira hondo, toma el aire enrarecido, luminoso, violáceo. Respira fuerte. Murmura. Es una de esas mujeres que hablan mientras trabajan, que están acostumbradas a dialogar con los pasillos interminables, sucios, sucios de sueños, de deseos ahogados en cubos de agua con lejía. Ella sabe de los espacios que ocupan otros. Sabe dejarlos como si no hubiesen pasado por allí, como si no hubiesen dormido o comido o trabajado allí. Conoce bien las limpiaduras, los rastros, los secretos que nadie se molesta en esconder, ¿a quién le importa lo que piense una fregona? La mujer ríe, se tapa la cara con las manos. Tiembla. Llora ante la avenida regada de coches, abrigos, casas de mil plantas, carteles publicitarios, corbatas, medias, blusas. ¿Es que han marchado desnudos?
    ¿Es que esperan que ella se ocupe de todo hasta que les dé la gana de volver? Da miedo. Da miedo la ciudad vacía. Hay hasta carritos de bebé con sonajeros, chupetes. Todos idos. Igual que en esas fotos antiguas donde nadie existe ya. Tanta gente. ¿Por qué?, se pregunta, ¿y por qué no yo? Y las azoteas de los edificios, imponentes como monolitos, incrustan sus antenas en el cielo. No imaginó que se podía llegar a esto en una mañana de lunes, en el atasco permanente de vehículos y cuerpos, en la lucha por llegar cada quien a su destino. La Gran Avenida, hoy.
    La mujer se ha echado en la acera. Parece una diosa dormida al final de una batalla, los cabellos sueltos y castaños, la nuca destapada. Cómo deseo acostarme a su lado, comprobar que aún le late el corazón. Olerla. Decir su nombre: Gabriela, Gabriela. Le explicaré que nada importa, que fue el ruido harto de tanto ruido lo que estalló. No se podía seguir así. No se podía, susurro en su oído. Ella grita, me aparta con rabia. ¿Quién es usted? Sus lágrimas caen sobre mi camisa arremangada, mojan mis muñecas. Sólo quedamos nosotros, le digo. ¿Cómo «nosotros»? ¿Quién se cree que es usted y cómo sabe mi nombre? Reprimo la risa muy a duras penas. Quiero acariciarle la mano, tranquilizarla, pero Gabriela se ha levantado furibunda a recoger sus cosas. Mire, no estoy dispuesta a aguantar prepotentes, dice, los ojos duros, irónicos. Y menos ahora.
    Se marcha cargada con sus bolsas, la rebeca puesta de cualquier manera sobre los hombros. Avanza con seguridad, pisoteando todo lo que encuentra a su paso.
    No podrá ir muy lejos, me digo, y deleito mis ojos con el contoneo de sus nalgas fuertes, musculosas. Toda una inspiración. Ha colocado las bolsas del mercado sobre su cabeza, como hacen los indígenas cuando tienen por delante un trayecto largo y cansino: un brazo en la cadera, el otro sosteniendo el equipaje. Gabriela camina por la avenida, una figura esbelta, pequeña, tan pequeña. Se dirige a las montañas con paso firme. Ni una sola vez se ha vuelto a mirarme. No le intereso. No le intereso yo.
    He comenzado a sentirme débil. Estoy cansado, de pronto muy cansado. En el pequeño cerco que Gabriela ordenó me siento en otro país, un país seguro con fronteras delimitadas a base de montones de periódicos, de prendas y zapatos. Me rodea sin embargo un continente salvaje, inexplorado, y tengo miedo. Pienso con rabia en Gabriela: yo había cambiado el mundo para tenerla conmigo. Yo he descrito a Gabriela. Yo la he convocado: le hice salir del metro para que todo estallara. Odio las multitudes, me hacen sentir solo. Y ahora estoy terriblemente solo en este pandemónium creado por mi propia desesperación. Gabriela me ha abandonado en el fin del mundo. Pienso que quizá me apresuré en revelarle su nombre. Sí, eso es. Debí haber sido más cauto, haberme disfrazado de personaje que sufre el mismo estentóreo destino. El afán por sobrevivir juntos me habría llevado a su lecho, sólo que no me pude aguantar. Mi Gabriela.
    Inesperadamente se ha puesto a llover. El cielo descarga unas aguas azuladas que tintinean como campanillas de iglesia antes de tocar el suelo. El aire transporta olores metálicos. Pareciera que la ciudad estuviese encerrada en un gran vaso de vidrio, las campanas se escuchan cada vez más alto. He tenido que refugiarme en un soportal. Dudo de todo. ¿Dónde estará Gabriela con sus bolsas en la cabeza? Decido buscarla y salgo y corro. Todo se ha salido de mi control. Estoy perdido, perdido. La humedad empaña mis ojos. Avanzo a golpe de fuerza bruta, con una especie de instinto animal. No noto mi cuerpo. Sólo oigo entrar y salir el aire y el sonido metálico de esas diabólicas campanas. No importa qué le diga a Gabriela cuando la encuentre, necesito refugiarme en su calor.
    Llego por fin hasta ella. No puedo dar crédito. Se me ha abalanzado cual pantera y me araña el pecho y grita: ¡Hay alguien más!     ¡Otro hombre!, y no sólo sabe que me llamo Gabriela, también dice que usted se llama Sebastián. ¿Será posible? Increpa con furia.     ¡Somos tres! Y sí, somos tres. Y él, el otro está aquí, como siempre, conmigo. Está con nosotros, en la lluvia, en el sonido de las campanas, en el repiquetear de las letras. Él entra y sale de este escenario techado en vidrio. Y así debí decirle a Gabriela. Pero de nuevo miento y con un hilo de voz le pregunto ¿Sabe usted adónde fue? Ella se echa a llorar en mis brazos. Ahora, por el momento, es mía y no de él. Él no la creó.
    Estoy tranquilo. Hace días que Gabriela y yo estamos juntos. Ella parece haber desistido de su idea de irse a las montañas. No quedan plantas ni animales, le he dicho repetidamente. Ella pregunta por el resto del mundo, pero no sé nada, está muy lejos, demasiado. El problema es la comida, la falta de electricidad, la escasez de agua. Tenemos el tiempo contado. Gabriela ha organizado una buena despensa, yo encontré la mejor suite de la ciudad para los dos. Ella me hace muchas preguntas, parece aceptar el desastre con buen ánimo. A veces baila, le encanta bailar. Es bailarina, dice, era bailarina, mejor dicho. Esto me violenta un poco, sobre todo porque vaya a enterarse de que la tomé por fregona. Pero la tengo conmigo. A menudo me repito: Gabriela está conmigo. Sólo que no siempre. A veces caen grandes aguaceros y ella me pide que la deje tranquila un rato. Entonces salgo a mojarme y a correr y a sacar afuera la desesperación que me causa ese sonido de campanas. Cuando vuelvo está acostada y desnuda y sudorosa.     No oculta su relación con él.
    Sebastián, me dice en un susurro, Sebastián, ¿por qué no intentas escribir de nuevo? Creo que si lo hicieras podríamos salir de aquí, tener una vida normal.
    Me echo junto a Gabriela, le hago cerrar los ojos, intento borrar las caricias, los rastros que él deja en su vientre. «La noche era una hembra de tobillos rosados», escribo sobre su piel. No, quejiquea ella, no vuelvas con eso, venga y dale con lo mismo. Me levanto afligido de su cama. Me asomo a mirar con impotencia la destartalada ciudad. Luego, sin poder retener la ira tomo a Gabriela por los cabellos, le exijo que me diga cómo se llama su amante. Pero no lo sabe porque él no tiene nombre. Es un narrador sin nombre, un escribiente. Sólo espero no hacer con Gabriela lo mismo que hace él. Y me avergüenzo.
    Hoy, siempre hoy, hemos descubierto en la segunda planta de unos grandes almacenes un ordenador que funciona con baterías.     Gabriela me ha ido dictando el nuevo orden de la ciudad y yo he escrito con suma obediencia cada una de sus palabras. Me preocupa bastante la credibilidad del texto. También quizá la estructura, algo desenfrenada, no acabe de soportar el problema del tiempo. Pero para Gabriela nada de eso importa. Ella asegura que las necesidades básicas están cubiertas. Después de hacer el amor se ha quedado dormida. Qué plácida se la ve. Ha pedido un gran teatro, una maravillosa orquesta, una villa con jardines, fuentes, pavos reales. Y todo, todo exquisitamente ordenado. La lista es inmensa. He optado por las comas. Sólo al final hay un punto y antes del punto su nombre y el mío. Él no nos ha dejado ninguna otra opción. Ahora empieza el verdadero duelo entre nosotros. No paro de repetirme que, suceda lo que suceda, lo que importa es que hoy Gabriela está conmigo y no con él.

 

 

Comparte este texto: