¿Cuándo fue la primera vez que reparé en el mural que luce la bóveda del Teatro Degollado, joya arquitectónica y escenario mayor de Guadalajara? Podría anotar finales de 1986, tal vez una noche de otoño, probablemente un viernes 13 de luna llena y embrujada. Un conocido me ofreció un boleto de cortesía para ingresar a la sala y ver danzar, desde un asiento de luneta preferente, a Pilar Rioja, ese fuego votivo que trazaba enigmas en un bosque de espejos y que hizo decir al poeta Luis Rius que «Podría bailar en un tablado de agua sin que su pie la turbase, / sin que lastimara el agua. No en el aire, que al fin, es humano el ángel que baila. No, en el aire no podría. Pero sí en el agua». Entonces contaba con veinte años, nunca había entrado a un teatro ni mucho menos visto a una bailarina aparecer y desaparecer bajo la luz de su propio fulgor. Al concluir la gala de flamenco, por acto de imitación, me levanté y aplaudí como un poseído mientras volaban claveles blancos y rojos al proscenio. Todas las luces se encendieron y pude admirar la arquitectura interna del espacio escénico, los palcos de cinco niveles con sus columnas de bordes dorados, el arco de la boca de escena con sus casetones cubiertos de motivos mitológicos, el águila republicana de madera de sauco en el vértice del arco, el telón púrpura abriendo y cerrando para que la diva saliera a recibir carretadas de aplausos…
Mientras las ovaciones continuaban, repentinamente algo llamó mi atención en las alturas de aquel palacio neoclásico, con atisbos de art nouveau y eclecticismo norteamericano: el cielo del coliseo lucía una pintura de innumerables personajes de épocas remotas, grupos de hombres y mujeres en pleno coloquio bajo nubes de un atardecer seráfico. ¿Qué representaba ese mural en muchos sentidos enigmático y espectacular? ¿Quién lo había pintado y cuándo se realizó? Mi curiosidad de esa noche iniciática tuvo que aguardar varios años para despejar tales incógnitas. Realmente no sé bien en qué momento até cabos para relacionar esa obra pictórica con el canto iv del Infierno de la Commedia de Dante Alighieri. Más o menos por esa misma época había comprado mi primer ejemplar del poema en la versión del poeta español Ángel Crespo; se trataba de una edición popular en dos tomos de color tinto en cartoné que la editorial Origen puso a circular por todo México. Muy probablemente, en mi primera incursión dantesca, no fui más allá de los cantos infernales, y merodeé algunas terrazas del Purgatorio con otros pocos avistamientos a los planetas del Paraíso. No estaba mal para una avanzada hacia la cúspide de una montaña —o de un abismo de una profundidad incalculable— donde el oxígeno escasea y el instinto de sobrevivencia reclama sensatez.
En algún momento de los noventa regresé al clásico italiano, con otras lecturas y nuevos cómplices. Había tomado algunos cursos en el Instituto Cultural Dante Alighieri de la Ciudad de México y, siguiendo el consejo de Osip Mandelstam, me propuse leer la Commedia Çcomo quien cruza velozmente todo el ancho de un río atestado de barcas que se mueven en todos los sentidosÈ. Bastante temerario, por no hablar de la candidez de mi propósito. Aunque no tengo registrada la fuente de la revelación, por esas fechas en un viaje rápido —me había mudado a la capital del país en 1989— retorné una mañana al Teatro Degollado para ver, exclusivamente, la obra que Jacobo Gálvez y Gerardo Suárez comenzaron a pintar en 1865, justo en el sexto centenario del nacimiento de Dante Alighieri (1265-1321). ¿Mera casualidad histórica? Aquella mañana unos pocos turistas recorrían la sala y se tomaban fotos en los palcos y en el proscenio. Yo, por mi parte, me colocaba en el centro del foro y comenzaba mi reconocimiento del Limbo que el poeta imaginó para su divino poema. En el centro de la pintura, una araña o plafonnier monumental de vidrio esmerilado, como si fuera el Sol mismo o la luz de la potestad primera, iluminaba la escena de nubes áureas, de seres flotando en el éter y de personajes en conversación o en soliloquios. Pronto reconocí a los protagonistas del poema en la parte inferior del mural, justo arriba de la entrada al foro. Como recién llegados al teatro y al círculo primero del Infierno, Dante y Virgilio, curiosamente los dos vestidos de blanco, son recibidos por la compaña de cuatro de los más grandes poetas de la antigüedad: Homero, Horacio, Ovidio y Lucano. Entonces, tras pasar revista a cada una de las figuras, si se me permite un exceso literario, asumí un reencuentro futuro para abordar el tema con mejores armas y argumentos; afuera se escuchaba, amenazante y diluvial, una tormenta eléctrica que apremiaba el fin de mi paseo y de mis ensoñaciones. Lo intuía, estaba en la atmósfera propiciatoria porque: «Por el fragor de un trueno mi sueño / fue interrumpido y me vi recobrado / como aquel que despiertan bruscamente» (Inf., iv, 1-3).