La imagen del abuelo estrafalario, tal vez, desconcierta hoy en día o llama a la parodia o la indulgencia. O también, en sentido opuesto, al reconocimiento del mito con toda su grandilocuencia ideológica y sentimental. Figura ideal del ridículo o figura de un imaginario pop de ricos minerales para las «actuales posproducciones del arte actual», lo que sea que eso signifique en términos mentales o fácticos. Con ese guiño de apropiación y de glosa humorística, Luis Felipe Fabre tituló Divino tesoro (2008) a una muestra de poesía joven de México; al final del prólogo de dicho volumen, el compilador anota una frase que puede acreditar una vía de la suerte presente —el prestigio de lo retro y de lo naïf—del legado de Rubén Darío: «Parafraseando a José Emilio Pacheco podría decirse que los modernos de hoy serán los cursis de mañana». Evidentemente, ese filón de la obra del nicaragüense hizo agua rápidamente en la historia de la poesía y se tornó anacrónico, por un lado, pero, desde la orilla actual, resulta muy atractivo al momento de su reactivación bajo otras coordenadas y códigos: poner la cola del diablo al Papa o pintar bigotes a la Mona Lisa.
La relectura de las novelas de caballería, por parte de Cervantes, y de las novelas de folletín, a cargo de Flaubert, son lecciones canónicas que colocan la vara, además de muy alta, con sensores contra fraudes e imposturas, en el arte y el artificio de desimantar el norte de la brújula, y otras maniobras más, de una tradición literaria empatada, ineludiblemente, con la trama de una educación sentimental. La acción de Marcel Duchamp de pintar bigotes a la Mona Lisa, bien calculada en sus efectos, aunque fuera sobre una reproducción de la pieza de Leonardo da Vinci, no concedió un visado permanente a los artistas posteriores al francés —aunque Luis Camnitzer «rizó» el bigote duchampniano— para intervenir con esa fórmula el pasado del arte, es decir, el uso indiscriminado del «atentado», la broma más convencional de Dadá hacia el canon. Aunque la paradoja de tal rebelión artística —cordero investido bajo la piel del león—, encontró un blindaje contra la apropiación y la crítica cuando, el 23 de agosto de 1993, en el Carré des Artes de Nîmes, Pierre Pinoncelli «reactivó» La Fuente, de Duchamp, el famoso urinario, regresándolo a su uso corriente: un recipiente para el desahogo de la vejiga. Por esa orinada estelar, Pinoncelli fue condenado a un mes de prisión; además, por esa afrenta de espíritu gemelo al de la ejecutada por el artista galo contra la copia de la pieza renacentista, enfrentó cargos graves y tuvo que pagar, al Centro Georges Pompidou y a la compañía de seguros Axa, la nada conceptual cantidad de noventa millones de liras.
¿Y qué tiene que ver todo esto con el autor de Cantos de vida y esperanza? El personaje de bombín de copa alta y bastón con mango de plata, el insigne dipsómano de ajenjo y whisky con soda, el tertuliano de salones con mobiliario de la Belle Époque y alfombras orientales, ya fuera en París o en Madrid, el journaliste de cepa y de largo y sutil aliento para relatar paisajes y asuntos de allende el mar, pero sobre todo, el poeta, best of the best de la lengua castellana, una vez que Gustavo Adolfo Bécquer dejó el trono vacante en 1870, reviste mil atractivos superficiales para ponerlo otra vez en circulación. Por algo dice Octavio Paz: «Cierto, Prosas profanas a veces recuerda una tienda de anticuario repleta de objetos art nouveau, con todos sus esplendores y rarezas de dudoso gusto (y que empiezan a gustarnos tanto)». Habría que especificar que la superficialidad de Darío no siempre refiere una intemperie vana o cosmética; en todo caso, superficial, sí, pero en el linaje de Mozart: epidermis interconectada con zonas vastas y profundas de la condición humana. Cómo no recordar, con lo anotado por Paz, y con la anterior especificación, el evocador poema «Tesoros», de Eliseo Diego, el cual, desde una lectura pueril y pragmática, no es otra cosa que el inventario de una tienda de antigüedades: «Un laúd, un bastón / unas monedas…».
Los poetas nicaragüenses tuvieron que vacunarse, apenas nacidos a las letras, contra la musa de Rubén Darío. De Salomón de la Selva a Joaquín Pasos, de José Coronel Urtecho a Pablo Antonio Cuadra, de Carlos Martínez Rivas a Ernesto Cardenal, resultó imperioso un antídoto contra el inveterado galicismo de su célebre compatriota, y otro más para desafinar el clave bien temperado de la lengua de castellana una vez que el poeta, «con sus manos de Marqués», tocó inéditas e impensables melodías en el teclado de marfil pulsado, en otras épocas, por el Arcipreste de Hita y Luis de Góngora. El feliz remedio lo encontraron, los citados vates centroamericanos, en las antípodas de los hallazgos darianos: la poesía norteamericana de Ezra Pound, T. S. Eliot, William Carlos Williams y compañía. Aunque, si se lee con cuidado, ese tipo de poesía conversacional, de temas simultáneos, de libérrima pauta, a ratos prosaico y baladí, y en otros momentos serio y burlón alternadamente, contaminado, además, por ruidos y asuntos de la calle —rasgos notables de la lírica norteamericana de la década de los veinte—, es localizable también en el poema de versátil dicción, todo gracia y espontaneidad, titulado «Epístola. A la señora de Leopoldo Lugones», el cual discurre en uno de sus pasajes con este acento: «es preciso que el médico que eso recete, dé / también libro de cheques para el Crédit Lyonnais / y envíe un automóvil devorador del viento / en el cual se pasee mi egregio aburrimiento / harto de profilaxis, de ciencia y de verdad».
En reflexiones de 1917, Antonio Machado escribe: «Por aquellos años (1899-1902), Rubén Darío, combatido hasta el escarnio por la crítica al uso, era el ídolo de una selecta minoría. Yo también admiraba al autor de Prosas profanas, el maestro incomparable de la forma y de la sensación, que más tarde nos reveló la hondura de su alma en Cantos de vida y esperanza. Pero yo aprendí —y reparad en que no me jacto de éxitos, sino de propósitos— a seguir camino bien distinto». La revolución llevada al interior de la lengua por la obra de Darío, especialmente en su prosodia y sintaxis, no repercutió a modo de una hegemonía y de un dictum insalvables. A los poetas con mayor talento —Machado y Juan Ramón Jiménez en España, Enrique González Martínez y Ramón López Velarde en México, Leopoldo Lugones en Argentina y, en la siguiente generación, Gabriela Mistral y Pablo Neruda en Chile, José María Eguren y César Vallejo en Perú—, las puertas y ventanas que abrió el nicaragüense para que respirara su personalísima aventura lírica sirvieron también, con adecuaciones y añadidos para cada una de sus propuestas. Incluso, en algunos casos, la obra del autor de Campos de Castilla fue de gran utilidad y de impulso ético para que el vate modernista cumpliera la experiencia
—exenta de resplandores y de glamour— de «conversar con el hombre que siempre va conmigo». De tal proceso machadiano, lección del discípulo al maestro, surgieron los tres conmovedores «Nocturnos» y el multicitado poema «Lo fatal», piezas de total vigencia en cualquier época, más allá de pruritos estéticos o corrientes y modas poéticas.
Muerto un 6 de febrero de 1916, la centuria que separa al presente del último suspiro de Rubén Darío invita a una lectura a la cual, todavía, se regatea su condición de clásica. Luis Cernuda abominó de él declarando «que Darío se ha convertido para mí en negación de cuanto he llegado a admirar», además de subrayar que «su influencia en España está liquidada hace muchos años». García Lorca y Neruda lo veneraron. Lezama Lima lo ocultó, cuanto pudo, de su árbol genealógico. Para Paz fue una reacción de vitalidad y punto de origen —excéntrico por su cosmopolitismo e hispanoamericano por su conciencia de la Historia— para la lírica de este lado del Atlántico. Gonzalo Rojas sólo le dijo «concuérdeme / con otra cítara altísima de certeza / cuya hipotenusa sea Dios». Enrique Lihn abolló el casco del esquife de Darío, en Varadero, Cuba, durante los festejos del centenario de su natalicio; allí sentenció, con versicular antipoesía, después de un largo ayuno de Havana Club —los diez minutos más angustiosos de su vida—, que nadie se llame a engaño dado que el nicaragüense «fue un poeta de segundo orden». Ahora sólo resta esperar las nuevas intervenciones a cargo de los novísimos. Ya Alejandra Pizarnik —una de las capitanas de la nueva ola— hizo un movimiento sobre el memorable poema «Sonatina» y dio respuesta a la interrogante rubeniana «¿qué tendrá la princesa?», desvelando el misterio modernista tras propinar sendas patadas en el culo al bufón y al hada madrina. Sólo entonces, pudo decir la inspirada argentina, todo aplomo surreal y compasión existencialista: «Ella está triste porque no está».