Sin intencionalidad artística o cosa parecida, en algún momento de mi infancia campesina reuní —tarde de ocio abúlico— una centena de boñigas de vaca. Tan parecidas en sus trazos generales como diferentes en la confección de sus pliegues y ondulaciones. El ejercicio orgánico de los cuatro estómagos rumiantes, el rumen, el retículo, el omaso y el abomaso, daría lugar a esta producción en serie horneada por el sol de un verano lujurioso. Sobre un conjunto de lajas pétreas coloqué los excrementos vacunos a modo de una escritura primitiva, inventada in situ y sin resguardo de sus claves.
Podría decir, faltando a la verdad y al olvido, que en el ordenamiento de esas cien piezas de estiércol en forma de hogaza de pan, escribí una maldición capaz de invocar al rayo o al mismísimo Belcebú, o bien una declaración de amor al hada que rondaba los manantiales sulfurosos de El Amarillo, ranchería vecina de mi pueblo. Escribí algo, eso es cierto, que la lluvia y el viento, antes de borrar del todo, reescribieron una y otra vez y cuyo contenido —no digamos mensaje, ¡por amor a los semidioses!— permanece inalterable en una mente viajera de la mezcalina o en unos nervios de gigantes de humo.
*
Curiosamente, en marzo de 2014, visité el Museo de Arte Moderno de Nueva Delhi y me topé con una pieza de Subodh Gupta (1964) hecha con boñiga de vaca, utilizada igual que en México como combustible para los hornos de las ladrilleras. Como muchos clichés del arte conceptual, las obras del artista indio repiten el mismo elemento, trastos de aluminio o pirámides de excremento —lo mismo da para la poética del amontonamiento—, ejercitando la consabida fórmula de la acumulación del objeto y sus infinitas simbologías en una suma aleatoria, o con un patrón arquitectónico, a los que se añaden referentes filosóficos y sociopolíticos con una intencionalidad legitimadora.
Para un pensador como Gilles Deleuze, tan citado en la teoría del arte conceptual, la repetición va en sentido contrario de lo que despliegan el grado y la diferencia. No es que cancele o repruebe la «estética del montón», con resultados meritorios en Vik Muniz o en Abraham Cruz-Villegas, incluso en el mismo Gupta. La impresión de sofoco, vastedad y caos se ha convertido, en poco tiempo, en efecto y gesto. Acumular huesos, chanclas de hule, picos de tucán, mortajas, anteojos y telescopios, zíperes, escafandras, manzanas rojas y manzanas verdes, deberá remontar su previsible grandilocuencia, gestual y efectista. La lluvia o el viento, los basureros de las grandes urbes y las tiendas de antigüedades, lo sé de cierto, no siempre están de vena para «perturbar al Universo».
*
Aunque sea harina de otro costal, la grulla moribunda del poema de Javier Peñaloza (1981) acierta deleuzianamente con el descrédito de la repetición:
Yo sé que está muy cansada,
como están cansadas las cosas que se repiten,
la canción monótona de los grillos,
lo que está detrás de la ventana
o el peso constante de la culpa.
(Las cursivas fatigadas son de mi autoría).
*
Leo Retratos: de Cézanne a Picasso, del célebre dealer Ambroise Vollard. El placer visual y el placer monetario. Con todas sus paradojas, las conexiones entre arte y comercio son inevitables, incluso, para las expresiones denominadas «arte efímero» o «performático». Todos esos asedios plásticos o escénicos sucumben a la posesión, al negocio redondo de comprar barato y vender caro, al glamour y el prestigio social, sea en China como en Paraguay.
Personalmente me conmueve el inicio comercial de Vollard. La sonoridad del apellido remite al verbo volar, pero también a la acción de robar. Corre el año de 1887 y, recién desembarcado de la isla Reunión, lo encontramos frente al aparador de una galería observando un cuadro de un desconocido Cézanne; ahí, seducidos por las manzanas y los montes ocres del pintor, con sus escasos recursos de estudiante llegado a París de una isla francesa en el océano Índico, tuvo la genial revelación: «Qué oficio tan agradable el de comerciar con cuadros. ¡Pasarse la vida entera entre semejantes maravillas!».
Los pintores pintan, los vendedores venden y los coleccionistas coleccionan. ¿Desde siempre? Sí, con algunas variantes, por lo menos desde los griegos a nuestros días; en las cuevas de Altamira y anexas, sólo existían los primeros, pintores que pintaban con el dedo índice, sabiendo que su actividad era expresión mágica y tribal. Durante el Renacimiento, la mayoría de los artistas fueron empleados de hombres poderosos; tal vez el primer empresario de la historia del arte tuvo en Rubens al gran visionario de patentar una firma y un estilo.
Varios de los artistas que descubrió Ambroise Vollard—sí, como un continente o una mina— lo retrataron a manera de tributo por sus buenos oficios; Renoir lo pintó con traje de torero, Picasso al estilo cubista, Bonnard con su gato, Denis en un homenaje a Cézanne… Sin embargo, él no era coleccionista, por lo que, llegado el momento del postor con la cifra más alta, el retrato abandonaría el muro o la bodega de la Galería Vollard. ¿Finalmente no hacen lo mismo un carnicero o un vendedor de frutas?