Poesía peruana del Bicentenario [Primera de dos partes]

Roberto Valdivia

(Lima, 1995). Su más reciente publicación es el libro de poemas Sadako Sasaki (Hijos de la Lluvia, 2021).

Brasil

Una de las frases más repetidas durante el último lustro (y que he escuchado en bares como de la letra de críticos con cierta representatividad) es esa extraña comparación futbolística entre la poesía peruana y el jogo bonito brasileño: «En poesía, Perú es una potencia como Brasil, con copas en su vitrina y una tradición lamentablemente dormida en la actualidad»; «La poesía peruana del Bicentenario no llega como debería»

Estos «diagnósticos» del estado de la poesía peruana (y su nostálgica superioridad frente a otras poéticas, digamos la chilena) se convirtieron en los últimos años, más allá de una comparación caprichosa, en una innecesaria discusión: el supuesto declive de «nuestra» tradición frente a la poesía del resto de Hispanoamérica.

El caso es que muchas páginas, polémicas y discusiones se centraron en una épica de la añoranza. Los nuevos poetas fueron medidos con la vara no sólo del mismo volumen de logros de sus antecesores, sino de hacer exactamente las mismas cosas. Si este grupo de poetas es tan bueno, ¿por qué la prensa no se ocupa de ellos como lo hicieron con los de Hora Zero? Si estos poetas son tan interesantes, ¿por qué sus recitales tienen sólo quince personas? Sin querer, lo que estos críticos han evidenciado es que en sus estándares se aplica una lógica neoliberal: el autor con mayor llegada es el más productivo, el autor con más premios es el más monetariamente valioso, y debe ser el mejor autor también. Obviando olímpicamente que las generaciones de poetas que llegaron a ser figuras reconocidas públicamente existieron durante una época de mecanismos sociales y políticos para que los letrados se posicionaran, los mismos que han venido siendo desmantelados progresivamente, en las instituciones y los medios, desde el autogolpe del 5 de abril de 1992. Obviando también la desconexión (no actual, sino ya de varias décadas) entre los premios de poesía locales y las escrituras más interesantes e innovadoras que han aparecido.

Y, si somos exactos, es probable que en la actualidad un poeta de Instagram tenga más lectores que en su momento Jorge Pimentel o Antonio Cisneros. Esto no significa que el volumen de seguidores lo haga un mejor autor. Ni siquiera que tenga un peso político similar. Sé que todas estas afirmaciones, a una persona más o menos sensata, le deben parecer obvias e innecesarias: increíblemente no lo son en una escena (en una multiplicidad de escenas, en realidad) en que se ha comentado tanto sobre el declive. No creo que la poesía peruana (léase este término des- de ahora como «esa tradición que empieza luego de la independencia, pasa por González Prada, se asienta con Vallejo y amigos y llega hasta la actualidad como un continuum de diálogos e influencias») tenga un problema de nivel. Uno sería muy mezquino con el arte si simplemente lo convertimos en una carrerilla de logros (en algún momento también he incurrido en ese error): tenemos para eso los deportes. Si la historia de la poesía peruana me parece fascinante es por la forma en que estéticamente se ha hecho presente en medio de las transformaciones políticas que han sucedido en este país. Cómo desde su marginalidad ha constituido movimientos culturales alternativos que en varias ocasiones han significado laboratorios de pensamiento para nuestra idea de nación.

Por eso quiero dejar el orgullo futbolístico de lado, si somos grandes o pequeños en comparación de… no creo que importe. Nunca ha importado. Vallejo u Oquendo de Amat no escribieron sus libros para «ganarle a alguien». De eso podemos estar seguros.

Lima, centro de opresión: conservadurismo limeño

Muchas veces, cuando se realizan recuentos de poesía peruana, se acaba en este derrotero: una selección de nuevos poetas limeños ocupa todo el rótulo de «nueva poesía peruana».

Algo que me ha llamado la atención ahora que revisaba mentalmente los últimos años es la carga de conservadurismo poético que se encuentra, más que en la poesía peruana, específicamente en el circuito de la poesía limeña.

Por lo general, cuando converso con mis amigos no puedo dejar de comentarles lo forzada que siento

que es la relación con la escritura que mantienen la mayoría de los poetas nacidos luego del Fujimorato. A pesar de que nuestras manipulación y producción de textos hayan cambiado enormemente con el uso de herramientas tecnológicas derivadas de internet (y nuestra escritura y producción desde esas máquinas), la mayoría de talleres importantes obvian estas particularidades de escritura al momento de pensar en creación literaria. Pero el conservadurismo del que hablo no es una negación de internet solamente, sino una suerte de «heideggerismo» resucitado en el siglo xxi: una noción de que la poesía es una forma de trascender y recuperar la humanidad perdida del hombre frente a la técnica. Ese idealismo cuasi hippista de pensar en la naturaleza como ideal y despotricar de la modernidad por ser un alejamiento del hombre de su esencia. Como esa vieja idea cristiana: que, mientras más nos alejamos de la llegada de Jesucristo, más llenos de pecado y decadencia estamos.

Este naturalismo se da la mano con un sector de la izquierda «anticapitalista» peruana. Durante la década pasada se han discutido en el extranjero las posiciones anticapitalistas como síntomas de un fuera de lugar de la izquierda: la mayoría de veces, ese anticapitalismo equivale a una antitecnología, que a la vez refuerza dos cosas: no poder elaborar una propuesta alterna al capitalismo, como asumir que las tecnologías actuales (como internet o la programación informática) son en esencia capitalistas. Factores que llevan a una idealización de las condiciones de vida preindustriales. Así como a calificar todos los logros tecnológicos como consecuencias naturales del capitalismo (a pesar de que la mayoría de avances científicos en la actualidad suceden a pesar del capitalismo).

Menciono esta actitud de un considerable sector de lectores y autores limeños porque me parece que estos últimos diez años han hecho evidente que ésta es una visión compartida por comunidades enteras, que a la llegada de la virtualidad se manifiestan en las redes sociales (y comparten rasgos con, por ejemplo, el movimiento #revolucionhamParte, del muy cuestionado Antonio García Villarán). Asimismo, los centros de este pensamiento se han apoderado de lugares que históricamente en nuestra propia tradición poética eran progresistas: el centro cultural «no oficial» que significó el Jirón Quilca durante los años ochenta y la Facultad de Letras de la Universidad de San Marcos son los que más me llaman la atención.

Quiero hacer hincapié en que estas comunidades no desean un regreso a la poesía de los años setenta o sesenta, ellos van atrás, antes de la revolución Eliot-Pound (ni Hinostroza o Cisneros se salvan): es un deseo por revivir formas hispánicas y temáticas exclusivamente naturalistas, construir la poesía como un oasis artificial donde los movimientos históricos no han sucedido y la poesía es como una cápsula atemporal donde se desdo- blan los «bellos deseos» y las «bellas virtudes». Para los más radicales de estas comunidades, la acción política es denigrante (llaman al nihilismo autocomplaciente). Por lo general suelen estar llenas de pequeños fantoches que fungen como antiguas figuras masculinas, las que dirigen las pullas que mueven a estos grupos.

No creo que este fenómeno se pueda aplicar a la totalidad de autores que, digamos, aún transitan Quilca o la Facultad de Letras de San Marcos, ni tampoco que este tipo de movimientos no existan también en provincias (donde el conservadurismo se ampara en excusas localistas). Pero hay ciertos rasgos que a mi parecer hacen pre- dominante a este fenómeno como algo capitalino: así como tenemos en nuestras preferencias políticas a fascistas expresos como Rafael López Aliaga, no es de sorprender que estas «afinidades» se reflejen en otros lugares. Este fascismo siempre viene acompañado por una impronta de frustración: un salvemos a la poesía, a pesar de que inclusive los propios defensores de este pseudonaturalismo asuman que es «insalvable».

Conservadurismo institucional

Estas visiones de la poesía como una cápsula atemporal encuentran un respaldo parcial e indirecto desde la oficialidad, en forma de algunos de los premios y concursos de poesía más relevantes. El caso del Premio Copé de Poesía (reseñado ampliamente en el texto de Mateo Díaz Choza «La paradoja del Copé»), donde los trabajos premiados corresponden a tres ramas temáticas según el autor mencionado (1: diálogo con la tradición clásica y occidental; 2: poesía como una crítica de la Historia, 3: la familia). Es notoria la preferencia, durante la última década del Premio Copé, por poemarios fuera del modelo occidental hegemónico del «escritor profesional» (o, como lo llamaría también Mateo Díaz Choza, el poeta académico). Algo que ha expulsado de sus premiados a autores ampliamente leídos y discutidos la última década, como Willy Gómez Migliaro y Victoria Guerrero, entre otros. A esta versión paralela de la actualidad de la poesía peruana se le puede sumar la reciente resurrección del premio Poeta Joven del Perú. En ambos casos se puede reconocer una repetición de jurados en varias de sus ediciones (Marco Martos es el más notorio). Ninguna persona con intenciones de ganar alguno de estos premios pasará de largo estos términos, lo cual produce que a premios como el Copé se envíen poemarios «medidos» para ganar. Un ejemplo de ese tipo podría ser Cristian Briceño, quien en 2013 obtuvo el Copé de Plata con La comedia inmóvil, un poemario insufrible, lleno de artilugios formalistas, un libro muy distinto a sus poemarios «en serio» (las dos ediciones del ampliamente comentado La trama invisible).

Uno de los problemas que surgen de esta desconexión es que los premios de poesía se vuelven oportunidades perdidas. Los lectores encuentran en los poemarios galardonados proyectos que no les interesan. El Copé, con un prestigio en declive, pero aún con los reflectores que lo hacen fungir como el principal premio de poesía en este país, casi nunca «enfoca» sobre propuestas que resuenen en los diálogos, discusiones y polémicas de los lectores locales, al punto de convertirse en un comodín: la oportunidad de algunos cuantos que, abandonando sus ambiciones estéticas (al menos momentáneamente), puedan conseguir unos cuantos miles de soles. Una excepción a esta regla puede ser el Premio Watanabe de Poesía en la mayoría de sus ediciones.

No creo, tampoco, que el conservadurismo limeño sea un símil exacto (en propuestas, visiones, y fanta- sías) del conservadurismo oficial. Los premiados por lo general no incentivan un interés unánime ni en el sector más conservador de Lima. Lo que sí tienen en común ambos es ser síntomas que apuntan a lo mismo: el Perú se encuentra intrincado en definiciones demasiado compactas sobre lo que es la poesía. Desde sus comunidades, pero con un refuerzo importante desde los premios literarios y desde lo que la (casi inexistente, valga decirlo) oficialidad considera «poético».

En resumidas cuentas, el conservadurismo limeño toma a la poesía como una cápsula atemporal para salvarnos del pecado de la modernidad, mientras que el conservadurismo institucional nos presenta una visión demasiado estrecha sobre lo que es la poesía peruana, o en todo caso lo que es la poesía peruana que «merece» ser valorada.

Pero el desfase también se encuentra en pensar cómo consumimos y distribuimos poesía. Un caso que me llamó la atención fue el de algunos de los incentivos estatales a la cultura luego de la covid-19. Varios de los requisitos para optar por uno de estos incentivos era que las editoriales, librerías o proyectos que se presentaran tuviesen forma organizativa de empresa (con ruc privado, empleados, etcétera). Ignorando que, en el medio poé- tico, varios proyectos editoriales importantes suceden desde la intermitencia, la autonomía total, o de iniciativas de una sola persona, sin que esto los haga menos importantes que proyectos que se constituyen como empresas. Pienso en las editoriales Personaje Secundario, Pallar Negro o Pbc Editores (estos dos últimos proyectos de Jorge A. Castillo), la web Transtierros, dirigida por Maurizio Medo, o la muy querida Librería Inestable, en Lima (entre tantos otros proyectos que ahora dejo de lado por una cuestión de memoria y espacio). Muy difícilmente alguien podría negar que estas propuestas al menos localmente han contribuido a la difusión de la lectura de poesía. Del mismo modo que tampoco podríamos negar que varias publicaciones importantes de la poesía peruana se han dado en algunos casos desde la virtualidad, a través de Pdf o conjuntos de publicaciones digitales, que para instancias como el Premio Nacional de Poesía Peruana no son elegibles.

#RenovacióndelBicentenario

Contrario a lo que se esperaba (por lo general mirando las posibilidades de los medios digitales), el Bicentenario del Perú encuentra a su poesía en un estado de conservadurismo y fragmentación importante. No existe hegemónicamente un cuestionamiento a la forma de escribir, producir y leer poesía, salvo en microgrupos, o específicamente en algunos, muy pocos, autores en actividad. A pesar de que nuestra forma de escribir y leer haya cambiado, parecemos estancados en modelos de pensar la poesía que, si bien pueden producir obras de evidente contemporaneidad (pienso, por ejemplo, en el excelente poemario reciente de Valeria Román, ana c. buena, muy alejado de los conservadurismos limeños sobre la poesía, a la par de revitalizante de escrituras de la segunda mitad del siglo xx), no significan ya la única forma de nuestra relación con la textualidad.

Dada la disolución de las instituciones, digamos, «unificadoras» de la poesía peruana (la pérdida de actualidad o de prestigio de sus principales premios, la desaparición o disolución de la crítica literaria en prensa escrita y, valga decirlo, el colapso de nuestras muy precarias instituciones), nos encontramos frente a un escenario hiperconectado así como fragmentario, con decenas de escenas adyacentes (algunas veces regidas por la geografía como otros casos donde la digitalidad se impone), escenas que se conocen, pero no dialogan; producen, pero sin entrar en polémicas o discusiones con las demás. Son contadísimos los momentos de discusión mayoritaria (mencionaría el momento de la polémica por lo «sentimentalito» en 2018, o la publicación de Al norte de los ríos del futuro, de Jerónimo Pimentel, en 2013), a la par que existe una pérdida de sentido de historicidad: una amnesia conveniente que presenta como algo innovador o nuevo las actualizaciones de propuestas pasadas. Es decir, la innovación ya no significa un cuestionamiento a la escritura, sino a la escritura en tendencia. La revisita a poéticas desatendidas recientemente se presenta como «lo experimental».

Vamos ya por la tercera década de saqueo inacabable de la primera etapa de Hora Zero, los primeros libros de Enrique Verástegui, Juan Ramírez Ruiz y Jorge Pimentel, cuyos revivalistas el conservadurismo pareciera ver como «arriesgados». La pérdida de noción histórica no es exclusiva de los poetas, sino de las condiciones del neoliberalismo y del arte reducido a un grupo de expresiones estéticas: los setenta son, para nuestros poetas, lo que los ochenta son para la música pop, un espacio de recolección inacabable de nuevas canciones viejas.

Otro factor para la fragmentación ya mencionada es la aparición de un nuevo «modo» de escritor, que empieza a asomarse desde internet en la literatura del capitalismo tardío: el fin de la hegemonía del escritor profesional (poeta académico) en Occidente y la aparición del escritor emprendedor, el poeta influencer. Es decir, «iniciativas privadas» que se posicionan sin la mediación esperada de un crítico, o curador, o premio que sirva de «mediador», ganando lectores y relevancia desde medios alternativos y valiéndose del uso de la economía de la atención. Este cambio de modelo no es, a la larga, necesariamente beneficioso, ya que en buena medida le debe su peso a los seguidores y los likes, es el punto de partida de las poéticas «tardoadolescentes» de la poesía comercial española. Las viejas instituciones hoy en proceso de disolución y declive, si bien con todos sus errores e injusticias, tenían un criterio artístico para posicionar propuestas; esto es pasado de largo por el «escritor emprendedor». Ante este nuevo problema, Martín Rodríguez Gaona, en La lira de las masas, propone una tercera vía: la del influencer ilustrado. Digamos, un poeta con intenciones artísticas, a la par de habilidades comunicativas en los medios digitales, capaz de posicionar su discurso en estos medios sin ser condescendiente o estúpido. Vale la pena decir que el influencer ilustrado ya empieza a aparecer también en el medio peruano, no exactamente en la poesía, pero sí en la prensa, donde youtubers como Carlos Orozco se distinguen de la generación que los precede inmediatamente por ser algo más que «comunicadores», y más bien por ser capaces de encapsular en medios de comunicación masiva (un video viral en YouTube) comentarios y propuestas interesantes sobre la cultura contemporánea.

También vale agregar que las revistas y autores más relevantes de al menos los últimos cinco años han tenido una presencia online importante; que la mayoría de las polémicas suceden difícilmente desde los medios tradicionales, quienes se atrincheran en «el medio impreso». Para el Bicentenario sí es definitiva, al parecer, la digitalización de casi la totalidad de circuitos y escenas de poesía en el Perú.

Lo nuevo alternativo

Hay dos corrientes de escritura que llegarían al Bicentenario como lo alternativo dentro de lo mencionado en los anteriores párrafos (escrituras desligadas de la falsa novedad, del conservadurismo o del «poeta académico»): una especie de «underground del underground», comunidades bastante pequeñas y, al menos por ahora, pro- fundamente marginales dentro de las discusiones sobre poesía peruana. Creo que ambas también cuestionan la idea de nacionalidad y unidad, al menos como se nos ha enseñado a la mayoría de nosotros.

La primera escena (en realidad microescena) sobre la que quiero comentar es la llamada poesía electró- nica. A diferencia de otros países de Latinoamérica, en el Perú los proyectos de escritura combinatoria, algorítmi- ca, hipervincular o conceptual se han hecho presentes desde hace varias décadas, casi a la par de su desarrollo en colectivos y autores internacionalmente reconocidos como los pioneros de estas escrituras (pienso en Ulises Carrión, OuLiPo o Juan Luis Martínez). Durante la década de los setenta se realizaron varios experimentos inte- resantes, como los poemas combinatorios de Juan Ramírez Ruiz en Vida perpetua, la transtextualidad y sonoridad en Monte de goce, de Enrique Verástegui (escrito durante esa década, aunque publicado en los noventa) o la poesía sonora de J. E. Eielson en Audiopinturas, así como varias de sus obras posteriores. También puede contarse la literatura concreta de César Toro en experimentos como Bereka, el libro en forma de folio con hojas desplegables Ruda, de José Cerna, o el hiperconcretismo digital en Bombardero, de César Gutiérrez, estos últimos dos aparecidos a mediados del cambio de siglo.

Dentro de las fases de adaptación de una cultura a la literatura electrónica, el académico Leonardo Flores usa un conjunto de cuatro etapas (acercamiento, descubrimiento, desarrollo y adopción) para graduar la asimilación de las escrituras digitales por una tradición. La primera fase, de acercamiento, se produce cuando las ideas centrales de la electrónica (el hipertexto, la multimodalidad, la interactividad) empiezan a ser tocadas en la temática y estética de textos literarios aún en papel. Es decir, nuestra fase de acercamiento, a diferencia de gran parte de Latinoamérica, empieza fuertemente durante principios de los setenta, con los experimentos postestructuralistas de varios de los poetas de Hora Zero (un segmento de libros de Hora Zero que aún no tienen reediciones loca- les, sólo ha sido promovido durante los últimos años por propuestas fuera del país, especialmente mexicanas, y comúnmente esos libros no son difundidos entre los poetas jóvenes peruanos, quienes son específicamente asiduos a Hora Zero desde la tríada coloquialista En los extramuros del mundo, Ave Soul y Un par de vueltas por la realidad).

Sin embargo, este acercamiento intenso parece haberse dilatado hasta la actualidad, ya que ninguna de las otras fases siguientes ha sido alcanzada por grupos importantes de poetas (cuantitativamente hablando). Son sólo algunos autores que insularmente producen este tipo de escrituras. Estas escrituras deben verse desde su posibilidad: las escrituras electrónicas, más que simples adaptaciones de la imprenta a la pantalla, plantean cuestionamientos radicales a la forma en que percibimos la autoría, la escritura y la distribución de los textos.

Un fenómeno reciente, no peruano en realidad, es una ligera pero importante eclosión de la poesía electrónica, desde sus guetos académicos hacia propuestas «vitalistas» o pop, en el sentido de poder ser con- sumidas fuera de estos grupos reducidos de especialistas. Esta eclosión (de la cual dos figuras decisivas son el colectivo Brkn English y el mexicano Horacio Warpola, ambos capaces de tener obras electrónicas con decenas de miles de lectores en español) también ha llegado a algunos autores locales, que un tanto reniegan de esa herencia académica, así como muestran la escritura digital desde un lado lúdico y comunitario.

Me interesa particularmente este asunto: la literatura electrónica cuestiona la autoría individual, la idea del genio romántico (aún usada para vender tanto a Ariana Grande como a Mario Vargas Llosa) al mostrarnos obras en las que el lector adquiere un nivel decisivo. Un ejemplo puede ser la primera novela hipertextual, Afternoon. A Story, de Michael Joyce, donde todas las palabras son hipervínculos que dirigen a otros segmentos de textos donde la historia discurre, a través de la mediación del lector.

Del mismo modo, más recientemente, como indicó Lisa Carrasco en una transmisión por Instagram sobre su bot de Twitter Bad Borges Bot (un bot que remixea versos del puertorriqueño Bad Bunny con versos del argentino Jorge Luis Borges), una vez que ella diseña la máquina algorítmica, ésta ya no requiere su mediación, sino que existe y publica como si tuviera «vida propia», desechando en el camino los asuntos de la inspiración y la originalidad.

Debe de haber varios factores por los cuales estas escrituras siguen siendo marginales entre la multiplicidad de escenas poéticas peruanas. Entre ellas el conservadurismo ya mencionado, pero también una profunda ignorancia del funcionamiento y las estéticas de estas escrituras. Entre los lectores no familiarizados, hacer un bot de poesía es algo similar a «apretar un botón» u «ordenar palabras en papeles sacados de una bolsa», cuando un proyecto de ese tipo tendría como abuelo al libro de Raymond Queneau, Mil millones de poemas, una obra maestra de la escritura algorítmica en papel. Hace falta un conocimiento del contexto de estas obras por parte de los escritores y los lectores.

Otros factores parten, sí, de una condición geográfica y social: no es lo mismo hacer un bot en el Golden Gate que frente al río Rímac, es decir, las condiciones tecnológicas necesarias de un país la- tinoamericano no son comparables a las del primer mundo. No sólo en la conexión, sino en la llegada y el aclimatamiento de estas tecnologías. Obviamente, aunque ya existan herramientas como Twinery o Tracery, en las cuales el conocimiento de programación no es cien por ciento necesario para escribir códigos o generar algoritmos, al menos en cierta medida el poeta deberá estar familiarizado con estas tecnologías y lenguajes. Tecnologías y lenguajes diseñados en inglés, en una zona geográfica donde esta lengua no es mayoritaria. Es entendible, así, que estas escrituras recién vayan despertando en Latinoamérica.

Las comunidades de programadores, que tienen al sampleado y el libre fluir de data como máxima desde hace décadas, influyen en la escritura de estas obras donde el concepto de propiedad intelectual (la filiación central entre capitalismo y escritura) vuela por los aires: tanto el autor como la máquina y el lector explícitamente samplean y redireccionan las obras de literatura electrónica, trazando una especie de comunalidad virtual, donde abundan los pseudónimos y el respeto a la originalidad es dejado de lado.

Ahora, también es cierto que las escrituras digitales son mejor entendidas, no desde una nacionalidad específica (la tradición peruana), sino desde generaciones de tecnologías usadas. Digamos que, en lugar de generaciones por décadas, como se acostumbra, las escrituras digitales corresponderían a generaciones tecnológicas, apariciones y desapariciones de máquinas con las que oleadas de escritores trabajan sus textos. Si tomamos al pie de la letra esto último, la inclusión de esta sección en estos apuntes no tendría mucho sentido. Tal vez el anclaje que sirva es el importante bagaje de literatura hipertextual en papel que existe en nuestra tradición. Un poeta electrónico paraguayo, por ejemplo, no tendría razón para revisar su propia tradición de literatura hipervincular o electrónica, ya que ésta no existe o es muy escasa. Para un poeta peruano es una grata opción.

No podría estar completa una revisión a esta microescena sin mencionar al menos la importancia de José Aburto, Paola Torres Núñez del Prado, Enrique Beó, Pamela Medina y Michael Hurtado, quienes llevan escribiendo, investigando y publicando obras de este tipo. Algunos de ellos desde hace más de diez años <

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