Disfrute de incómodas complejidades
Lo primero que, me parece, habría que consignar tras la lectura de El ovillo y la brisa, el más reciente libro de poemas de David Huerta (Ciudad de México, 1949), es que se trata de una obra que confirma su curiosidad y labor crítica de cara al texto; se trata de una compilación de prosas cuyo carácter poético se cuestiona paso a paso, casi de una frase a otra, sin que por ello evite brindar a sus lectores cierta apariencia de unidad, cohesión y, por qué no decirlo, sentido.
Primera virtud: este volumen nos coloca en una zona de incertidumbre. Ya lo consignó la poeta Malva Flores en Letras Libres, cuando escribió que «estos ¿cuentos? ¿prosas? ¿poemas? me arrancan de mi sitio seguro. Eso es lo que produce este libro: inseguridad que se materializa en bofetada sobre el rostro de los poetas pacatos». Pacatos, sí, porque tal vez la costumbre hace sencillo abrazar la comodidad (consciente o no) de escribir desde manidas certezas y no plantar cara a un presente poético cambiante y diverso, que plantea lo mismo retos formales que de índole ética o moral.
En este sentido, me parece difícil no coincidir con Flores acerca de que este libro «es una crítica del mundo contemporáneo y una crítica a los poetas», pero, asimismo, «una restitución del poema y la poesía», ya que Huerta, en cada una de las tres secciones en las que agrupa los breves textos que integran su poemario —«Encadenamientos y reacciones», «Ermitas envueltas en música electroacústica» y «Ondulaciones, resonancias, concavidades»—, no evita el ejercicio autocrítico ni deja de hacernos partícipes de la tentativa lúdica con la que ejerce, un raro tapiz en el que se aprecian las diferentes búsquedas que conforman su trabajo precedente.
De este modo, en El ovillo y la brisa conviven la tentativa de «describir» con la pesquisa (que se torna también una solicitud) de la complicidad lectora; así, el poema es un «mendigo fabuloso» que, bajo condiciones adversas siempre, busca «en el pavimento de la banqueta una moneda extraviada». No es frecuente, debe admitirse, topar con una escritura que se brinda de forma tan abierta a la participación de quien la lee o escucha, bajo la consigna de que hay un «adentro» y un «afuera» para el poema, en el interior «se empapa de palabras» y en la intemperie queda sin ellas, «como una reina internacional de belleza».
El hecho de reconocer que los versos no alcanzan el «estado coloidal» deseado convierte a este libro en una especie de rompecabezas cuya imposible armadura mantiene la tensión entre el deseo y el ruego, entre la intención probable y las «falsas estridencias» de su escritura. En estos términos, lo que el poeta parece ofrecer es un intento de provocación, pero no a partir de confrontar una certeza con otra sino, por el contrario, exhibiendo la inestabilidad insalvable del poema donde una imagen puede lo mismo ser un destello sensible que una «falla mecanográfica».
Al final, «esta sesión de fonemas y sílabas y enlaces de sonoridades» es bastante más que la sola (y sana) zozobra en la que puede colocar a sus lectores posibles; la cuestión es que el autor se distancie para que el libro aspire a encontrar «sus propios horizontes, sus leyes y su modo de asumir una memoria y una tenaz voluntad de forma». En este libro las palabras y su encadenamiento ponen en juego un reto de complejas incomodidades, pero todas ellas susceptibles de ser disfrutadas.
De asombros y enormes empresas
Embarcado en un proyecto que, desde la descripción que él mismo ofrece, parece poco menos que interminable, el escritor y ensayista mexicano Jorge Aguilar Mora (Chihuahua, 1946) publicó este año Fantasmas de la luz y el caos: 1801 y 1802, la segunda entrega de su ambiciosa pesquisa por «recuperar los hechos y las personas clave de cada uno de los años del siglo xix», idea que inició su materialización con Sueños de la razón: 1799 y 1800 (era, 2015), un libro que le hizo merecedor del Premio Xavier Villaurrutia hace tres años.
Ahora, el hecho de que todo indique la imposibilidad de dar término a sus propósitos no resta calidad a ambas obras; este segundo tomo —por llamarlo de alguna manera— continúa en la línea que establece su antecesor, una narración en tercera persona que, desde un presente literario que jamás salta hacia el futuro, abunda sobre los hechos y andanzas de varios protagonistas históricos (unos más prestigiados que otros) para establecer las sorpresivas conexiones entre sus reflexiones, descubrimientos o acciones, las cuales articularon la vida intelectual y social de su tiempo.
En este sentido, Aguilar Mora aseveró —en una entrevista publicada el 10 de septiembre pasado— que su intención fue «retratar a los personajes desde una visión cotidiana, sin inventar ni ficcionar», algo que logra en buena medida pero, como cualquier lector que se acerque a esta obra notará, la impresión general permite que a pesar de reconocer el amplio registro de datos historiográficos su detallada crónica pueda leerse, asimismo, como un texto de ficción, a la manera de una novela donde conviven Humboldt, Goethe, Madame de Stäel, Beethoven, Fray Servando Teresa de Mier, Napoleón y Jefferson al lado de otros menos célebres (pero no de menor trascendencia), como Francisco José de Caldas, Aimé Bonpland o Simón Rodríguez.
Además, la prosa del autor nos hace partícipes de un ritmo delirante, una hazaña de continuidad en donde cambiamos radicalmente de escenario pero no así de voluntades marcadas por el azoro o la fe en la necesidad de cambio; si en un instante seguimos a Chateaubriand como un ilegal que se conduce en Francia con un pasaporte falso, en algunas páginas más acompañamos la campaña electoral de Jefferson o el complicado proceso de composición de una sonata que se conocerá después como Claro de luna.
Ante un libro como Fantasmas de la luz y el caos: 1801 y 1802 somos —al mismo tiempo— lectores y testigos, pero lejos de fortificar la conciencia de revisar meticulosamente el pasado, ésta se diluye y se acrecienta la curiosidad, el afán por ahondar en discusiones acerca del origen del hombre en América, la noción de naturaleza o la infatigable lucha (científica, diplomática, estética o militar) que produce innumerables alteraciones en el mapa político de la época.
Sesudo pero entretenido, este libro de Jorge Aguilar Mora lo confirma como uno de los más atractivos exploradores del conocimiento en este país. Podrá su empresa suscitar dudas en cuanto a su factibilidad, pero, por otra parte, no debe decepcionar a nadie, pues, como el propio autor señala en la entrevista citada líneas arriba, uno de sus objetivos fue «demostrar que todo influye en todo», y lo logra con creces.
Experiencia, ritmo y sensibilidad
Si algo caracteriza a la obra —ya extensa— del poeta Jorge Fernández Granados (Ciudad de México, 1965) es la densidad de su lenguaje, un código personal que se caracteriza por su ritmo y, además, por buscar su anclaje a distancia de las certezas, aunque eso no signifique perder su materialidad que, como nos permite apreciar su más reciente libro, Lo innumerable, se construye a partir de la experiencia como una sucesión de templados asombros que intentan cristalizarse en palabras que proyectan aplomo y sensibilidad.
Son siete secciones las que componen este poemario, con una evidente conexión entre la primera y última, de modo que brinda al lector cierta sensación de circularidad; sin embargo, creo que funciona más como un recordatorio de lo andado en la lectura sin que implique, por fuerza, seguir la misma dirección de forma intermitente, porque, si bien se deja leer con fluidez, la sucesión de su estructura capitular tiene puntos sutiles de unión pero notorias diferencias en lo formal.
Esto último, sospecho, es la mayor virtud del poemario, pues, si el inicio alude claramente a la infancia y el reconocimiento de la voz con el paisaje natural, la diversidad tipográfica y los planos distintos en que se ubican voces —cuatro, notables y potentes— con distintas tonalidades y pretensiones resulta muy rica si nos vinculamos al modo en que se acerca (la principal) a la infancia y el coro restante se dispersa para adicionar impresiones, detallar lo sensitivo y establecer un punto de equilibro cuyo ritmo hace más complejo su tono múltiple.
Y no se trata sólo de que varíe su estructuración formal: el núcleo referencial de cada sección parece establecer un corte que, en realidad, no es tal; lo que quiero decir es que podremos pasar del río y su palíndromo a la nieve, después a las historias de la luz y la sombra, para iniciar la culminación con los vocablos y —para dar título al libro completo— la lúcida zozobra descriptiva de lo que la poesía alcanza a producir (o significar) en nosotros y los demás. La epifanía final sería, para incidir en lo dicho un poco antes, la rememoración del inicio, el descubrimiento que está presente desde las líneas de un principio radical que, después, se va desperdigando.
Por supuesto, Fernández Granados no deja de inquietar cuando su perspectiva crítica se entreteje con la imaginería y el ritmo (casi salmodiado) para dar cuenta, en la quinta sección, de las inestables cualidades de «la palabra», ya que, nos dice el poeta, «bajo su vibración tal vez es invocada la minuciosa / historia de una forma / que no es otra cosa que la minuciosa / historia de una voz / que no es otra cosa que la minuciosa historia / de una fuerza». Registro y precisión unidos a la tonalidad del canto y su impacto posible, en ese territorio inestable nos coloca la lectura.
Finalmente, una de las riquezas fundamentales de Lo innumerable es mantenernos (por más de ciento setenta páginas) por vía de la escritura en una zona emotiva cuyo cauce hermenéutico no da seguridades ni permite al poema anclar en una significación conclusiva, «porque ésta fue siempre una guerra / entre la razón y el sueño», parece aclararnos Fernández Granados de manera insistente (pero sin exceso), desde ese ritmo suyo tan cercano al encantamiento y la furtividad de la sorpresa.
l El ovillo y la brisa, de David Huerta. era, México, 2018.
l Fantasmas de la luz y el caos: 1801 y 1802, de Jorge Aguilar Mora. era, México, 2018.
l Lo innumerable, de Jorge Fernández Granados. era, México, 2018.