Poemas / Ronny SomeckJazmín

Un poema de papel de lija

    Fairuz eleva los labios

     hacia el cielo

     para que una lluvia de jazmines caiga

     sobre todos aquellos que conoció

     y nunca supo que la amaban.

     La escucho en el Fiat de Muhámmad,

     por la noche en la calle Ibn Gabirol.

     Una cantante libanesa en un coche italiano

     de un poeta árabe de Baqa al-Garbía

     en una calle que lleva el nombre de un poeta judío

     que vivió en Sefarad.

     ¿Y el jazmín?

     Caerá del cielo durante el fin del mundo,

     pero podría ser por unos instantes

     el semáforo

     en verde

     en el siguiente cruce.

    

     El Paraíso del Arroz

    

     La abuela me prohibía dejar arroz en el plato.

     En vez de hablarme del hambre de la India y de esos niños

     de barriga hinchada y boca abierta de par en par a cada grano,

     reunía los restos en el centro del plato arañándolo

     con el tenedor, y con casi lágrimas en los ojos

     me explicaba cómo el arroz no comido subiría

     a quejarse ante Dios.

     Ahora ella ya murió, y me imagino la alegría del encuentro

     entre su dentadura postiza y los guardianes de espadas alzadas

     en la puerta del Paraíso del Arroz.

     Al pasar, le extenderían una alfombra de arroz rojo

     y un sol de arroz amarillo teñiría

     la blancura hasta de los cuerpos más bellos del Jardín.

     Mi abuela frotaría con aceite de oliva la piel de cada grano

     y los haría resbalar uno a uno a las cazuelas cósmicas de la cocina de Dios.

     Abuela, me apetece decirle, el arroz es una concha bien cerrada

     y tú te has escapado como ella

     del mar de mi vivir.

    

     Bagdad, febrero del 91

    

     Por estas calles donde ahora caen bombas, empujaban mi cochecito

     de bebé. Las chicas de Babel me pellizcaban las mejillas

     y hacían volar sus manos como hojas de palmera

     sobre el vello rubio de mi pelo.

     Lo que ha quedado desde entonces, se ha oscurecido mucho,

     como Bagdad

     y como el cochecito desalojado del refugio

     en estos días de espera antes de otra guerra.

     Oh, Tigris, oh, Éufrates, serpientes amables en el primer mapa de mi vida,

     cómo habéis cambiado de piel hasta convertiros en víboras.

    

    

     Poema de amor pirata

    

     Si con unas tijeras recortas las olas del mar

     descubrirás sólo agua

     y los restos de una nave fenicia

     donde una vez fui muchos esclavos.

     El látigo que chasqueaba en mi espalda

     tenía la forma de tus manos,

     y tu voz ordenando ¡rema! ¡rema! era afilada

     como un hacha partiendo los remos.

     Entonces quería que el amor se izara como una calavera

     en una bandera negra, igual que en un barco pirata.

     Alguna cosa robada,

     alguna cosa arrancada de tu cuerpo.

    

    

     Bagdad

    

     Con la misma tiza con que un policía marca un cadáver en la escena del crimen

     yo marco los límites de la ciudad donde nací.

     Interrogo testigos, exprimo de sus labios

     gotas de aguardiente, y espero que den un paso en falso en la danza

     del pan que mojan en el plato de la crema de garbanzos.

     Cuando den conmigo, me rebajarán un tercio de la pena por buena conducta

     y me encarcelarán en el pasillo de la voz de Salima Murad.

     En la cocina de la prisión, mi madre freirá el pescado

     que la abuela pescó en el río y me explicará la palabra «Pescado»

     escrita en el letrero enorme que cuelga en la puerta de su nuevo restaurante.

     El que venía a comer ahí recibía un pescado del tamaño de una aguja

     hasta que uno de los clientes pidió al amo del local que empequeñeciera

     el letrero o que agrandara el pescado que servían.

     El pescado pinchará con sus espinas, estampará

     la mano que ha raspado sus escamas, y ni siquiera

     el aceite hirviente en la paella de la investigación

     le arrancará una palabra de clemencia.

     La memoria es un plato vacío con la piel llena de marcas

     de cuchillos.

    

    

     Canción patriótica

    

     Soy un iraquí-pijama, mi mujer es rumana

     y nuestra hija es el ladrón de Bagdad.

     Mi madre continúa cocinando con agua del Tigris y del Éufrates,

     mi hermana ha aprendido a hacer pirushquis de la madre rusa

     de su esposo.

     Nuestro amigo, un marroquí de navaja, clava un tenedor

     de acero inglés en un salmón crecido en las costas de Noruega.

     Todos somos obreros en el paro despedidos por los defectos

     de la torre que quisimos construir en Babel.

     Todos somos las lanzas afiladas que Don Quijote levantó

     contra los molinos de viento.

     Todos continuamos escupiendo a las estrellas deslumbrantes

     un momento antes de que la Vía Láctea

     se las trague.

    

     Versiones del hebreo de Manuel Forcano

 

 

 

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