Poemas

Reina María Rodríguez

Reina María Rodríguez (La Habana, 1952). Uno de sus libros más recientes es El piano (Bokeh, 2016).
Estos poemas están tomados de Mazorcas y Cortar las muñecas, libros inéditos.

El éxito
i

De todo lo que ha pasado
la explicación es lo peor que ha pasado.
Una madre no es un día
para ir a la tienda.
Una madre tose,
se resfría
y pregunta cosas que nunca
responderás.
Es así esta cadena
desleal.

Toqué sus dedos tan delgados
despidiéndome,
pero en mi cabeza aún sigues joven
bañándote en el mar con la trusa
negra y amarilla
llenita de flores rojas sobre el vientre.
Lo peor de todo es explicar lo que dimos
o lo que no pudimos dar,
lo que está inhabitado
y se protege
sin más explicación.
ii

Siento su voz
llamándome
cuando desde la ventanilla
la veo jugar entre olas
que pronto no volverán
—aunque la resaca la traiga
con el plato de sopa a la escalera—,
o el dinerito de un vuelto
que me presta
y nunca devolveré
con el mapa de un retazo que sobró
aunque no alcance esta vez
al estirarlo más
para que la blusa caiga
ranglán
sobre la necesidad del hombro,
sus botones cosidos
unos encima de otros
reafirmando
con hilo naranja
lo que no puede ver.
iii
Alguien está tocando el piano
y alguien se detiene junto a él
es ella, la que cosió vestidos
interminables como teclas
sobre acordes
finitos.
Soy yo, la que hice poemas
que no son suficientes
para dar una explicación
que no sea baratija:
un vestido, un color, un botón,
el rastro (el trapi)
«Rojo, blanco y azul»
que nosotras llamábamos:
«El éxito»
y no le decíamos a nadie
dónde quedaba
para ser cómplices
y dueñas del misterio.
iv
Un beso ladeado
se resbala de la mejilla,
sale a la carretera
y se dispersa
hacia el retrovisor que marca
la inocencia,
del tiempo de una vida
donde nos creíamos inteligentes.
Esos fueron nuestros viajes
y nuestras desavenencias.
Voy a morirme sin ti
—como ella morirá sin mí.
Está escrito en el sueño
con zapatos viejos.
Es el destino
una repetición
de la mano abierta
con sus finas líneas
controversiales.

Si volviera a nacer
a tener una hija y una madre
pediría que fueran ustedes.
Les diría lo que no está explicado
en la explicación
frente a la puerta de salida
donde uno no sabe ni dice
cuánto puede dar
ni merecer.

Mecheros de algodón

Cabeza de pájaros que sobrevuelan santos prendidos…
V. de G.

i 

La peor hora es despertar tanteando 
el borde de una pared. 
Una balaustrada imaginaria
a la que te recuestas
y la sombra de la mano contra el periódico
resbaloso,
cae.
Veo la sombra —no la mano—
al borde filoso de la taza
donde me siento a ver qué pasará,
si algo comienza al fin o termina
en el desagüe.
Es el asunto con la madrugada, ese cariño 
donde se ensaña el tiempo,
y pasan imágenes por detrás
de una película vulgar 
que no querrías ver,
mucho menos participar.
Pero es tu película,
solamente tuya.
Todo lo que sucede ocurre
en ese hiato entre levantarte
y caer aplastada 
tratando de afincar la punta de los pies
frente al lavamanos
para colocar el mechero de algodón
ante una virgen de papel maché,
jugando a pedir
para que te den un pedazo de cualquier cosa 
que parezca eterna. 
Y antes de dar las gracias por lo dado
en ese día que comenzará quizás 
—independiente de tu vesícula,
o de tus dientes falsos— pides,
y vuelves a pedir: 
suplicas.
Ésa es tu farsa: la rutina
de una petición que nadie escuchará.
Y te apoyas más sobre el papel maché
de un rostro que no se inmuta,
no se quiebra
no dice nada frente al tuyo,
y cambias de ruta.

ii

Cruzas otro césped extraño
como si fuera un bosque:
hay un caracol, una rama,
pudriéndose;
un vecino nuevo o que no viste,
te saluda apenas como una aparición
detrás del pino,
y el pino sigue el curso de tu caminata 
(a la deriva) 
de un amanecer fuera de rumbo,
nublándose para llegar al cielo:
¿redentor?

Como roto

…todo era realmente de repente sin esperanzas,

en cualquier caso, distinto, como roto.

T. B.para Elis, Mercedes, Caridad y Chichí

De esas constructoras provengo,
sentadas a la cabecera de esta mesa 
con vajilla de porcelana española, inglesa, o china:
«Portmeirion Botanic Gardens»
que mi hija colecciona y donde, 
las flores no están partidas.
No asoman todavía grietas,
atravesándolas —aquellas que tocaba,
y tocaba
con la yema puntiaguda
como si fueran ríos de un mapa
vuelto a surgir sobre una isla hundida—,
para no olvidar aquellos días 
en los que no estábamos tristes,
y escuchábamos la música de un acordeón
al fondo de los bares cercanos, 
y hasta olíamos las flores de Pascua 
clavadas al mantel.

«Las niñas que juegan a la rayuela» 
—Alain Fleisher (1991)

…dibujar me da miedo…

A. C.

i 

Las niñas pintaron la acera con tizas:
blancas, rosas, verdes, azules, 
amarillas.
Llevo días observando esos dibujos
que cambian por la luz bajo la ventana.
Porque los días de lluvia arrastran 
polvo al contén y también,
cambian.
Sus letreros decían: 
casa de muñecas, patos salvajes...
—como las obras de Ibsen que ellas desconocían—.
Pero se han desleído
velozmente 
por ese desconocimiento
como fantasmas que, al pisarlas,
se llevan los zapatos a otra parte.

Hemos jugado al pon sin saber,
la dimensión del salto
que ya no podremos dar.
Ni será suficiente bajar al sótano 
para que se confundan,
y disparen.

La tiza es la grisalla que,
aunque ellas la retoquen una y otra vez
—como nosotros aún la retocamos—,
pronto se borrará como los deseos,
las esperanzas.
«¿Como será el amor entre dos esperanzas?»
—pregunta la menor—: 
«Verde y verde, 
y después el mismo verde, se vuelve verde»
—responde Clarice, la mayor, 
que ya sabe algo de estas cosas—.

ii

La lluvia borró los dibujos de Nazca
debajo de mi casa junto a la ventana
donde aparecen cosas que no viví
—y que tampoco podré revivir ya—,
recalcitrantes.
A sabiendas de todo bajé a pisarlas,
las borré con los zapatos
machacándolas
para volverme grande como ellas,
y comprender el verde.

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