Vantablack

Aura García Junco

(Ciudad de México, 1988). Es autora de Anticitera, artefacto dentado (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2019). Fue incluida en la selección «Los mejores narradores jóvenes en español» de la revista Granta en 2021.

Anish tenía diez años cuando contempló por primera vez ese negro. Era verano en Monterrey y el sol seco de las once amordazaba los sentidos. Estaba, el negro, en el techo a dos aguas de una casa no muy grande, no muy especial, no muy casa. Estaba, Anish, parado enfrente, de la mano de su madre, una mujer no muy alta, no muy triste, no muy madre.

El negro, pensó Anish, estaba, no pintaba el techo. Era una presencia más que un accesorio. Anish sintió que su ojo se iba a quedar pegado a él, así, como cuando lanzas una de esas manitas de goma que se enchiclan en la superficie más cercana y regresan cubiertas de pelusa y cuanta cosa haya en ella. Anish vio su ojo pegado al negro más negro del mundo, al ridículo agujero adonde iba a morir toda la luz y pensó en el universo en un punto, aunque sabía que todos los puntos están ya dentro del universo. Tuvo una sensación difícil de asimilar, que se le quedó tan metida en la lengua que no pudo cerrar la boca. Su mamá lo jaló del brazo, se diría que lo zarandeó, por el miedo que tuvo de verlo así, como nunca lo había mirado. Tuvo, la madre, la sensación de que su hijo estaba desnudo, a pesar de que sus ojos corroboraban que la chamarra roja estaba ahí, sobre la camisa azul y los pantalones de mezclilla. Se podría decir entonces que cuando lo zarandeaba a él se desprendía también ella las alucinaciones nudistas. La madre miró el punto que miraba el hijo y vio ahí un tejado cualquiera, quizá más negro que otros, quizá más cuidado, pero nada más.

Esa noche, Anish soñó con un blanco aterrador. El brillo le abrió los ojos antes de la luz de la mañana y la mirada se le entumió hasta cegarlo. Entre el brillo se quitó la pijama y se quedó, ahora sí, desnudo.

Anish corrió ensombrecido por la casa, chocando con las esquinas de los muebles y algún jarrón ornamental de incontable valor, para siempre quebrado. Corrió ensombrecido como los mayates ante los focos nocturnos. Su mamá despertó con el tronido del tercer jarrón, herencia de su bisabuela. Las estrías de porcelana verde recibieron sus pies descalzos y ella observó impávida cómo se mezclaban con los pequeños ríos rojos que salían de sus dedos. Frente a sí, el escenario del caos arcoíris de esmaltes en pedazos y el niño que azotaba y azotaba. La madre tardó en reaccionar y, cuando al fin lo hizo, no lo tomó entre sus brazos, no gritó del susto, no le besó tiernamente la cabeza. La madre simplemente orientó el cuerpo de diez años hacia otro jarrón amarillo, éste de su propia madre, y vio a Anish azotarlo contra el suelo. Luego ella, la madre, corrió a poner sus pies morenos sobre las orillas filosas. El rojo pintó el amarillo. ¡Naranja!, gritó sin más ella, y Anish rio a carcajadas tornasolando la luz con sus golpes y quiebres. Continuaron el juego enloquecido hasta que el olor mineral tiñó todo el cuarto. Luego, madre e hijo se acostaron en el sofá y durmieron con los ojos abiertos, unos blancos de luz, otros negros.

Minutos. Horas. El negro más negro, el negro más negro, repetía el niño entre sueños. La madre agitó la cabeza y vio a su alrededor con ojos aún atemperados. Sintió la punzada en los pies, el terror de recordarse a sí misma empujando al niño. A su lado, Anish dormía profundo, sonriente, con los ojos abiertos de blanco. La madre revisó los pequeños moretones de su cuerpo, un raspón superficial en la rodilla, el pecho desnudo y ensuciado. Nada era grave. Lo tapó tiernamente y le cerró los párpados.

Entonces, la madre cubrió sus pies ajados con alcohol y reprimió el grito que el espejo del baño reflejaba. Lloró, primero en silencio y luego a cántaros, mientras recogía todos sus jarrones, su historia familiar hecha añicos ensangrentados. Cocinó la comida, cojeando bajo el olor a consomé de pollo. Puso la mesa de platos simétricos. Sirvió.

Anish seguía su perorata tierna. La madre lo zarandeó, pero el niño sólo abrió los ojos al blanco y continuó dormido. Lo jaló, le gritó, alzó su cuerpo, pero el niño no movió los ojos ciegos ni la frase negra. No va a terminar nunca, se dijo ella y sintió las oleadas de la desesperación aproximarse. Había que hacer algo.

Pasos irregulares de dolor en las plantas. Con el niño inerte en una carriola, piernas y brazos danzando de fuera, nalgas a medio caber, la madre regresó a la casa donde Anish perdió la cordura para ver si ahí conseguía la solución a su sueño blanco.

En cambio, se encontró a sí misma con un extraño vacío en la cabeza. Frente al tejado, sus ideas no eran nada. Se le escurrían entre los dos ojos, en ese espacio donde su maestra de yoga decía que estaba el segundo chakra pero que ella ubicaba más bien como el punto salvaje de los dolores de cabeza. Se imaginó o sintió o vio, no estaba muy segura ya, que ahí le crecía un cuerno de luz, y luego el negro del tejado lo absorbía. Puente de sombras.

Horas. Minutos. Segundos. Horas, parada en el vacío hasta que el niño la zarandeó para sacarla del trance. La madre abrió los ojos ya abiertos para darse cuenta de que estaba desnuda o que al menos lo creía. Desnudxs y con los ojos blancos, Anish y su madre corrieron hacia el tejado. Escalaron entre caídas la pared de la casa hasta llegar a una escalera de servicio, que subieron con piernas descoyuntadas, brazos en carrera macabra que no los sostenían. Sin pensarlo se aventaron sobre el tejado como quien brinca a una alberca en verano. Desnudxs y con ojos ciegos, miraron el negro más negro del mundo, cómo sobre él se volvían transparentes, cómo sobre él la luz no refractaba más que su propia desesperación y las pequeñas heridas de la carne. Nadaron a brazadas. El negro más negro, musitó la madre mientras abrazaba a su hijo y el tejado se los comía a ambos.

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