Poemas / Juana Castro

 

Samotracia

No te asustes, pequeña.
Sólo voy a taparte los ojos.
                                       Estarías
sin cabeza mejor,
pero ya que la tienes
elegiré no verla.
Desataré muy lento
tu corpiño. Me gusta
disponerme sin prisa en la alegría,
la avidez a los ojos desplazando.

No hables, déjame
recorrer lentamente la garganta,
los hombros, que mis manos aprendan
los regueros del cuerpo, el volumen
gemelo donde inicia
la redondez su escorzo.

Sumergiré mi boca, beberé
los lirios entreabiertos, el soñado
alabeo de un cuerpo a merced mía.
Ascenderé muy lento luego
por las piernas. Yo soy un exquisito
en lazos, cremalleras y cintas.
No quiero una palabra. En el campo,
siempre un cuerpo desnudo es una llamarada
de agua blanca o de leche
con rosas. Un manjar
selecto y raro, el tiempo
debe tener un cauce despacioso,
es la regla de oro demorarse,
un banquete alargado en doce,
veinte horas de sol. Sin armisticios.

Queda dicho. Me estorba
tu cabeza. No hagas
recordarme que existe. Si hay un grito
la cortaré de un tajo
y entonces sí serás
una Venus perfecta.

 

Sex Shop

Tengo un muslo guardado para ti.
De oro dulce, desde el tobillo asciende
largo, larga la carne y firme,
donde los dedos, demorar podrías sin llegar.

Quieto. Quieto como te gusta, inmóvil.
No habla. No vacila, no grita.
No se prolonga, inútil,
por caderas, ni ojos, ni presencia.

Son dos líneas perfectas, suavísima
su curva, como un pétalo
de luz o de locura.
Lleva media de seda,
altísimo tacón
y pasado ya el hueco fragante de la corva,
una liga sangrienta, con su lazo
y su gema. Al final,
allí donde el volumen
a los ojos se ofrece densamente
caen bordadas y negras de guipur
las cintas del liguero. Acariciable,
es un muslo de ensueño,
hermoso como un ídolo, podrías
encima de una mesa tocar todos sus poros
o gozarlo, por sábanas y alfombras, largamente.

Está aquí, en su estuche de raso.
Es un muslo, ya sabes, para toda
la vida o algo más.

 

Lolita

Monseñor es papá.
Monseñor tiene flores
y trinos en el órgano.
Monseñor me regala
cada día con cromos, chocolate
y estampas, mientras deja
mi cuerpo entre las albas
y las capas pluviales
bordadas de amarillo.

De plata es la hornacina
donde él me acaricia.
¡El pobre monseñor
está solo en el mundo!
Sola yo soy su niña, su muñeca,
el hada de su risa, su princesa real.
Abrir puedo las arcas,
deshojar los gladiolos,
alborotar las velas, los manteles
de lino con vainicas, los aquietados
santos y las túnicas
rosadas de los ángeles.
                               Puedo
mascar chicle o mirar
las hojas de la Biblia,
mientras que él, solemne,
me abre los botones, llorando
entre temblor y rezos.

¡El pobre monseñor!
                              Nunca
tuvo mamá. Por eso, cada tarde
en mis pechitos malva
se moría.

Mas ahora,
¿qué me importan a mí
su seda y su palacio, la puerta
clausurada o su otra
pequeñita mamá?
Lo que quiero es que cumpla
su maldita palabra y me devuelva
de una vez mi vestido
blanco de comunión y reina, mi corona
de perlas y azahar.

Pues la gran amatista
que brillaba en su mano
lunarada de viejo
nunca más la verá. Se la arranqué una tarde
y en el secreto luce
su morado esplendor como el ovillo
más cegador y terso y apretado de mi santa
cajita de costura.

 

 

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