Evítame, por favor / Adolfo García Ortega

Madrid. Calle Quiñones. Entre dos coches aparcados, un joven le estaba pateando la tripa a una muchacha tirada en el suelo junto a una mochila con libros. Se protegía la cara con los brazos, por lo que el agresor se cebaba con su vientre y su tórax. Mientras la pegaba profería insultos en voz baja y frases amenazantes. No parecía conocerla; más bien la pegaba para desahogarse de algo personal, de algún miedo racial; no lo hace por diversión, aunque patearla sugiere en él algo deportivo. Desde donde yo estaba vi que ella era casi una adolescente, y por sus rasgos y aspecto me di cuenta de que era una estudiante americana, de Perú o de Bolivia. Se quejaba bajito. El joven era español e iba bien vestido. Respiraba fuerte.
     A veces me sorprendo a mí mismo. A veces creo que no tendría ningún problema en cortarle la cabeza a alguien, si fuera preciso y lo impusiera la elemental justicia dictada desde lo más remoto de los tiempos. ¿Soy demasiado humano tal vez, demasiado vengador? Pero es que soy humano, muy humano. No me detengo en el bien sino que lo supero en la justicia cruda y dura, la que sea y como sea, la justicia que repone en su sitio lo caído o compensa de las injusticias que se hacen cada día a millares. Un vengador de indefensos, así me considero. Porque mi justicia siempre será implacable y dolorosa. Si tú matas, yo mato. Si tú me matas, yo te mato. Yo pongo las cursivas, o sea, lo variable. La justicia que me gusta es la que exige la plena venganza, pues en ella se basa toda ley que me merezca respeto: cada hecho tiene su precio y cada precio se paga con hechos. En suma, la justicia enseñada por el todopoderoso dios Estado.
     Reaccioné dando unos pasos apresurados y acercándome al joven sin que se percatara de mi presencia. Le toqué en el hombro; él no se esperaba que hubiera nadie a su lado; un tanto sobresaltado, dejó inmediatamente de golpear a la muchacha tirada en el suelo. Se dio la vuelta hacia mí y, al verme, me dijo que si quería también una parte de la misma medicina, que él tenía mucha. Me provocaba, a su manera.
     Pero yo no soy boliviano o lo que la chica sea, le dije.
     Es igual. Si la defiendes, eres tan idiota que te conviertes en tan boliviano o tan lo que sea ella.
     ¿Entonces le pegas por ser boliviana o lo que sea?
     ¡Métete en tus cosas, imbécil!, me dijo. ¡Largo de aquí!
     ¿Cómo actuar y hasta dónde actuar? Si el joven hubiera leído al gran William Shakespearerecordaría cuando dice: «Hay en mí algo peligroso que te aconsejo evitar». Evítame, por favor.
     Tenía que actuar por sorpresa, atacarlo por detrás, atacarlo a traición, muy rápido, sin que me viese llegar, sin que sospechara, cuando no lo esperase, clavarle algo por la espalda, en un costado, meterle un punzón filudo entre las costillas, un cuchillo y removerlo, un estilete directo al corazón, a un corazón que ya no teníamos ni él ni yo. Ése es mi estilo característico. O estrangularlo con una cuerda al cuello, que se balancease como los ahorcados, un cable de acero que deje una sonrisa fría de oreja a oreja, una cuerda de violín bien sujeta en los extremos por mis manos enguantadas, como hago algunas veces; o por qué no golpearlo con un bate o una llave inglesa, golpearlo certeramente a la primera para que no pueda reaccionar, abrirle la cabeza enseguida, dejar sus sesos al aire. Evítame, por favor.
     El joven me miraba desafiante y altivo; parecía que iba a reírse mientras la muchacha boliviana seguía doliéndose en la calle, entre los coches. Nadie se fijaba en nosotros, porque parecíamos dos hombres hablando reciamente de nuestros asuntos. Pero se le acabó la sonrisa cuando mi frente le partió la nariz de un cabezazo veloz como el rayo. Mi mejor arma. Lo repetí dos, tres veces; labios abiertos, cejas reventadas; al joven se le llenó la cara de sangre.      No podía hablar, aunque lanzó una especie de grito ahogado, pero en realidad tosió. Nunca saben en realidad qué les está pasando.
     Se agachó hacia delante y yo le di un fuerte codazo en la parte cervical, a la altura de la nuca. Cayó al suelo a plomo. La joven, asustada y dolorida, quiso saber si estaba muerto, pero sólo preguntó, siempre bajito: «¿Respira?». Le volví la cara con la que besaba la acera tirando de su pelo hacia arriba. Respiraba y sangraba, pero sólo había perdido el conocimiento. Evítame, por favor.

La chica boliviana, o lo que fuera, se levantó; no sabía si darme las gracias o temerme más que al joven inconsciente; estuvo unos segundos de pie, parada frente a mí, mirándome a los ojos, esperando una respuesta. Su gesto era de rabia y de angustia. Se lo autoricé con un ligero asentimiento del mentón. La venganza es para todos, tenía derecho. Le dio un puntapié en la cara al joven y salió corriendo. La vi desaparecer sin mirar atrás. Ahora quien gemía era el joven, que se había despertado. No sabía qué le había sucedido. Dijo algo parecido a cabrón, creo. Lo dejé allí, sentado en medio del charco de su propia sangre. Me daba un poco de asco.

 

 

Comparte este texto: