Poemas / Gerardo Deniz

S’agapóo

Te me mueres de seria, cual chiquilla,
estoy convicto, amor, estoy confeso
de que, evitando algún desleal beso,
te acaricié el cariz de una orejilla,

donde una chispa de oro en seda brilla;
mas desde aquel dulcísimo suceso,
la aurícula, de escrúpulo y de peso
rojea y se enfurruña, la muy pilla.

Flor: di a Miguel Hernández que he olvidado
sus tercetos, con íntimo decoro
(supones) y te apartas de mi lado

a sestear en la Mezquita Azul
de Estambul, mientras yo mi culpa ignoro
—ay, corola del Cruzeiro do Sul.

Qué importa cómo seas si eres tú.

 

Palinodia del rojo

No cantes ésa, rojo, porque ya no se estila.
Sólo algunas pazguatas piden perdón por ti,
pero la mayoría te reciben serenas
y hacen bien. Saben oscuramente
que, si bien a unas cuantas das algún dolor,
en desquite haces a muchas más ardientes [confidencia de dos]
y pones una fascinadora inflexión
en los deleitosos alientos femeninos.
Jáctate mejor, rojo, de que fue el doppleriano
batocrómico corrimiento de las líneas espectrales
en conjunto hacia ti
lo primero que reveló la expansión del universo
(lo cual no es una cuestión de poca monta).
Piensa también, oh rojo, que si en ruso tu nombre
se funde con lo bello
(lo cual no es, por supuesto, lo que cree gente babosa)
es por algo —dímelo a mí, que vehemente acuso todavía
a la que siempre de rojo iba vestida
y cuyos ojos, oscuros teobromos deseados,
aún llevo en mis entrañas dibujados.
Para no ser prolijos, en fin, oh rojo contempla a tu poeta
confiando en que lo ayudes en su triangulación
de la topografía divinal de un blanquísimo Chaco,
ruega por nosotros los rojos y los verdes,
así como por algún Rangoni malhadado.

 

El perfecto agonoteta

Cuando la vanguardia de los corredores asomó en la distancia,
un inmenso clamor se alzó de la multitud
y creció aun más al ver cómo la Marratoncita iba alcanzando el primer lugar,
hasta cruzar, veloz pero serena,
la línea anaranjada de la meta.
Marratoncita giró 180º y anunció, sosegada —Victoria.

El viejo adivino etrusco
            se acercó a ella:
—Entre los varones que viven en el orbe,
escasamente una docena te merecemos. Por desgracia, todos
rebasamos los setenta, y hay que aguantarse.
Que te acompañe pues este agonoteta cántabro favorecido. [A éste:]
Conduce a Marratoncita al penthouse del templo, sudorosa pero sensata,
extiéndela a gusto y acéitale con la lengua todas sus divinas bisagras,
levántala entonces y sométela, horizontal, a la ducha fría;
cuando el coxis deje de saberle a sal,
hazla rodar sobre un gran secante verde, sin solución de continuidad
y échatela al plato.
     Deja a los persas alzar torres al silencio.

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