Poemas

Ana María Gazzolo

(Lima, 1951). Entre sus libros de poemas se encuentra Cuadernos de ultramar (pucp, 2004).

Los objetos

La lagartija
.
Vive en los rincones sombríos, en los intersticios, en el revés oculto de las escaleras. Sale cuando la noche se anuncia oscura y la repentina luz de una lámpara la paraliza. Observo, entonces, el perfecto dibujo de sus manos, las mínimas ondulaciones de la arena en su piel. Podría ser el recuerdo del desierto infiltrándose entre la madera y el ladrillo; podría —extraviada— haber olvidado su origen.
En la casa es la memoria de quien la descubrió una noche, asombrado, mientras daba sus últimos pasos. Y cuan- do rara vez aparece se posan nuevamente en ella aquellos ojos que ya no me miran.
Trato de no espantarla. Sé que ella y él aún viven en el revés de las cosas.

La maleta.
Con ella volvió una vez de viaje, de un lugar del que poco supimos.
A lo largo de los años, fue pasajera de segunda de nuestras travesías hasta que el abandono la dejó arrumada en lo alto de un armario.
En ella coloqué las ropas que abrigaron un cuerpo cansado, preparándolas con cuidado para el último recorrido. En sus pliegues se escondieron mudas las caricias.
La dejé una mañana tras la reja de un asilo, donde quedó como una barca sin destino. La miré mientras me ale- jaba —ajada, desvalida— con las amadas vestiduras dentro.

Diario de navegación

El silencio es una herida. Ningún llamado en esta absurda calma. Pronto amanecerá y resurgirá la apariencia de normalidad. Sólo la noche atrae malos augurios y nos coloca en el extremo de la vida. Las enormes bocas del mar no han cesado de morder el casco de la embarcación. Volveremos a puerto sin ningún rescate. Quién sabe a cuántos se habrá tragado esta noche el mar.

<

Sus ojos no miraban. Estaban vacíos. Parecían fijarse en el cielo, pero era sólo la incisión de una súplica sin sentido. Opacos, amarillos, la sal los había herido. Se dejó colocar sobre cubierta, ese cuerpo ya no era suyo. Durante dos días y sus noches había estado aferrada a un trozo de madera al que se cogieron también otra mujer y un niño. Una ola había barrido al pequeño y, exhausta y desesperada, la madre se había dejado ir poco después. El tiempo dejó de correr. El cuerpo, la tabla, el mar eran uno solo. No pensó más en alcanzar una playa. Se borró en su memoria hasta la palabra salvación.
Comparte este texto: