El fuego no hace concesiones

Pedro Llosa Vélez

(Lima,1975). La medida de todas las cosas (Emecé, 2017) es su libro de cuentos más reciente.

La historia comienza el día en que tuve suficientes indicios para pensar que estaba embarazada. Esta vez el retraso era extraño porque, además de cuidarme, el sexo con Andrés era cada vez más esporádico. Así y todo, ahí estaba la posibilidad. La idea no me alegraba. Comenzar de nuevo cuando ya se tienen dos hijos adolescentes no sería fácil. Además, siempre fantaseaba con la idea de que en unos años, cuando mis hijos estuvieran más grandes y se fueran de casa, yo me separaría de Andrés y tendría una nueva vida. Cuando las pruebas descartaron mi sospecha, tuve que ir al ginecólogo. A mis cuarenta y un años no imaginé que estaba convirtiéndome en una mujer menopáusica. Ninguna de mis amigas lo era, pero de pronto por todos lados descubres que ya no se trata de una eventualidad tan remota como creías, o menos aún, prematura. Resulta que un buen día, sin mayor anuncio, estás en el rango donde lo probable colinda con lo frecuente.

Venía sintiendo un desbalance en las temperaturas, es verdad. Me sentía acalorada con frecuencia. Eran los inicios del verano y, después de casi veinte años de discutir con Andrés para que cerrara la ventana por las noches, me encontré pidiéndole que la abriera. Luego me costaba dormirme, y cuando lo lograba, me despertaba una y otra vez empapada en sudor.

Mi apetito sexual, sin embargo, no había cambiado nada. Siempre fui una mujer caliente y Andrés un hombre frío; ésa fue la desgracia silenciosa de nuestro matrimonio. En todas nuestras etapas había sido siempre yo quien lo buscara cuando se nos extendía demasiado la abstinencia. Al principio era una complacencia gra- ciosa que la mujer, símbolo de la pasividad en el mundo patriarcal, iniciara siempre los vientos que azuzaran el fuego, pero con el tiempo esa asimetría se me hizo cuesta arriba. Si por él hubiera sido, en los últimos años no habríamos tenido contacto físico alguno. Yo debía motivarlo, insistirle, despertarle las ganas, y aun así, eso no me aseguraba nada. A veces no había recurso que lo estimulara; otras, se me adelantaba y me dejaba a medio camino; algunas incluso se derrumbaba en el momento más inoportuno. En fin, la asincronía en el momento mis- mo del placer debería ser una arteria más de las diferencias constitutivas entre dos libidos antropológicamente desencontradas.

Pedir por sexo es un acto que se reviste de distintos eufemismos de acuerdo con la edad y el deterioro del vínculo. Comienza con el juego indirecto de la seducción, un rito abarrotado de esperanzas y presunciones que da pie a sucesivos estímulos: el pavorreal y el recurso de sus plumas coloridas para activar la reciprocidad del deseo. Pero conforme la repetición estrangula la novedad y agota sus variantes, la coreografía del cortejo se abarata y se desvanece, y es entonces que las cortesías que parecían naturales se extinguen. Lo que debió permanecer siempre en el plano de la invitación, empieza a convertirse en una exigencia. La monogamia tácita de las parejas formales va creando atajos hacia un coito desapasionado y mecánico. Cuando el coqueteo se convierte en un trámite, las miradas neutras y cada vez más distantes ya no guardan remilgos para exigir el derecho a un placer dispar y concreto. No importa cuánto puedas querer a aquella persona con la que has com- partido media vida, el sexo, aun cuando es espaciado y mediocre, puede ser la única hebra que los mantiene juntos. Sin él, no queda nada; y con él en esos términos, no hacíamos más que convertirnos en los escombros de lo que alguna vez fuimos.

Por eso, en gran parte, yo misma me había vuelto la mejor gestora de mi propio disfrute. Hay quienes no tienen mucha fe en sí mismos, quienes confunden la sinfonía nerviosa de nuestras carreteras más íntimas con el estímulo vacuo de una mano supletoria. Qué va, pobrezas las de la mente. No es la mano la que hace el trabajo, todas lo sabemos, sino la imaginación; es sólo que pocos aprenden cómo explotarla.

Mi imaginación ha sido bastante amable conmigo, pero he ido descubriendo que tengo que ayudarla un poco. En los últimos años vengo notando que luego de estar cerca de hombres atractivos, hombres con porte y buena pinta, sentido del humor y seguridad, todo lo que la imaginación me brinda se disfruta más. Pero esos hombres son escasos en este mundo, y yo sólo he podido conseguir dos amigos que cumplen con ese perfil. Uno es el director de una compañía que provee a la mía (no he dicho que soy empresaria y que trabajo muchas horas al día) y el otro es mi profesor de yoga. Con el primero procuro cenar cada dos o tres meses. Decimos que son reuniones de trabajo, pero buscamos restaurantes elegantes y algo retirados, y creo que, en secreto, ambos jugamos a que nos echamos una aventura. Es sutil para sus coqueteos y suelo sentarme tan cerca de él como puedo para sentirle el perfume mezclado con efervescente testosterona. Con una noche de ésas tengo para un mes de fantasías. Algo similar me ocurre con mi profesor de yoga, aunque con él no tengo tanta intimidad. A lo más lejos que hemos llegado es a tomarnos un té verde en la cafetería después del ejercicio, pero de igual manera, sentirlo recién duchado, con ese olor a limpieza en un cuerpo donde todo es firme, le aporta material a mi imaginación. Pero ambos llegan hasta ahí. No creo que con ninguno llegue a consumar una aventura verdadera, y cada vez pienso más que me gustaría vivir una. Más aún ahora que Andrés, estoy segura, utilizará mi menopausia para desentenderse por completo del sexo. Cuando lo busque, inventará algo para hacerme sentir que mi cachondez es más un desbarajuste que un asunto natural, y sólo anticipar la escena me llena de ira. A veces pienso que el sexo con él es un acto de resignación al que me someto por no atreverme a buscar a otro hombre.

Sucedió que en medio de ese mar de sensaciones y sentimientos, leí un día una convocatoria para un taller de creación literaria. Me sorprendió que quien lo dictara fuera un amigo de la adolescencia. Mateo y yo nos habíamos conocido durante mis últimos años de secundaria. Al parecer, ahora se había convertido en escritor. Tenía media docena de libros y alguna traducción, aunque yo nunca lo había leído. No soy lectora habitual, pero de vez en cuando me echo un cuentito por ahí, y aunque tampoco escribo, pensé que ésta podía ser una oportunidad para sacar algunas cosas a flote. Algunas furias acumuladas, digamos.

Me entusiasmó recordar que cuando éramos adolescentes y andábamos en grupo, nos gustábamos un poquito. Quizá más que un poquito, ahora que vuelvo la vista atrás. Nunca nos lo dijimos, pero yo creo que había suficiente evidencia para presentirlo. Las miradas pueden engañar pero siempre están a la cabeza de la cadena alimenticia. Una vez me propuso salir solos y hubiera querido decirle que sí, hubiera querido estar con él incluso, pero no lo hice. Ni siquiera le acepté la salida. Idioteces de la adolescencia, de la falta de claridad y convicción de aquellos años en que la voluntad de los otros está a veces por encima de la de uno.

Mateo era un chico tímido y callado, y esa personalidad retraída le otorgaba un lugar secundario entre sus amigos. A menudo no lo convocaban ni lo tomaban demasiado en cuenta. Tampoco jugaba fútbol ni era popular, por lo que su inclusión en ese grupo era un poco inexplicable. Tenía una mancha en la mano izquierda cuyo tamaño intermedio, un híbrido entre un lunar y una quemadura, impedía rastrear su origen. En el mundo primitivo de aquellos años, cuando los colegios eran sólo de hombres o sólo de mujeres, las reuniones y encuentros de los viernes y los sábados por la noche con los grupos del sexo opuesto eran verdaderas fiestas interiores y exteriores. Pero el desasosiego también tenía sus reglas y había códigos que todas debíamos cumplir. Uno de esos códigos consistía en que una sólo podía echarle el ojo a un chico y evitar escarceos con los demás. Era una suerte de lotización preliminar que se llevaba a cabo tras una decisión comunal, parlamentaria, donde una no siempre hacía su mejor elección. Para entonces había otro chico, llamado Franco, por el que todas mis amigas se morían. Era alto, fornido, guapo, entrador. El macho alfa que lo tenía y lo lucía todo. Y fue seguramente por eso y por su aura de éxito y perfección que el día en que hubo una reunión de chicas en el recreo del viernes —prontas a salir con los hombres esa noche—, y las más alharaquientas del grupo me revelaron que Franco había hecho público que era yo quien le gustaba, no vi camino más natural que aprovechar esa fortuna. A mí también me gustaba él, o eso creía, o eso dije, o de eso me convencí inmediatamente porque empezaba a ser la envidia de todas, y porque un regalo así no se rechaza. Más aún cuando ellas estaban dispuestas a aceptar y hasta a celebrar el emparejamiento siempre y cuando pudieran reacomodarse y hacer lo propio con todas las del grupo. Fue en ese sorteo de imposiciones y conjeturas que otras dos chicas aseguraron que a Mateo le gustaba Luisa, que era la más callada y temerosa de nosotras, y a la que estoy segura que fue por eso que le asignaron el premio de consuelo. Ella no acusó correspondencia, pero, seguramente al igual que yo, tampoco rechazó su nueva ubicación cósmica. Ese día yo había perdido, pero estaba convencida de que había ganado. De que en verdad Franco me gustaba mucho más que Mateo, que yo iba mejor con esa aura de éxito y perfección, con esa virilidad bulliciosa, antes que con personalidades enigmáticas y silenciosas como la de Mateo. Fue en ese tiempo que me invitó a salir y le dije que no podía. Luego, cuando estuve con Franco, ya no volvió a buscarme ni yo a hablar con él hasta que, ya en la universidad, todas armamos nuevas parejas y lo vivido en aquellos años fue perdiendo protagonismo en nuestras vidas.

Ahora estaba el taller de escritura. Me inscribí y acudí puntual a mi primera clase. Tan puntual, que fui la primera en llegar. Mateo me saludó cariñoso y cordial, tanto que quise creer que mis percepciones adolescentes no estaban equivocadas. «Qué maravilla, Gilda, que hayas venido. Estoy seguro de que no te vas a arrepentir», me dijo. Y efectivamente, no me arrepentí ni un solo día.

De jóvenes, Mateo decía que quería estudiar Economía y creo que lo hizo. Nunca lo supe por- que no volví a saber de él durante muchos años, hasta ahora. Al parecer cambió de rubro o los combinó, pero el hecho es que, casi tres décadas después, es un hombre interesante que habla sobre libros y esco- ge anécdotas que hacen atractivas sus clases. Físicamente se ha mantenido bien, está delgado y hasta corre maratones. La mancha de la mano la identifiqué por casualidad a la segunda o tercera clase que tuvimos. Su tamaño y sus implicancias me parecieron insignificantes, pero recordé que de chica no lo veía así. A diferencia de la mayoría de nuestros contemporáneos, no tiene panza y luce atlético, vigoroso. No tiene hijos tampoco. El único de ellos al que le había seguido la pista, naturalmente, era Franco, que se había casado, tenía tres hijos, había engordado hasta la desvergüenza y había dedicado su vida a hecerse rico vendiendo tuberías de pevecé para grifos y desagües. De no ser por esto último, el parecido con Andrés era bastante cercano; de haberse co- nocido se habrían tomado una cerveza y habrían empatado muy bien, celebrando sus coincidencias.

En el taller de escritura, en cierta ocasión, Mateo nos habló sobre una exposición de arte en un museo cercano que llevaba por nombre El fuego no hace concesiones, y que recogía la cerámica de un conocido artista local, revelando algunas particularidades en la forma como actuaba el fuego en ellas. Nos propuso que fuéramos para sacar ideas de allí, como punto de partida para un cuento, pero además quería mostrarnos alguna metáfora sobre los borradores y la falla y error en el trabajo literario. Lo propuso para un día en que todos podían excepto yo, pero al saber que no asistiría no dijo nada, apenas me guiñó el ojo y me propuso que habláramos después. Al terminar la sesión de aquel día, me quedé al final. «¿Cuándo puedes?», me sorprendió, y terminamos acordando otra visita extra en la que sólo iríamos él y yo.

El Museo Amancio es pequeño y sofisticado. Tiene dos o tres salas con una colección permanente de textiles precolombinos en un primer piso, y un segundo piso dispuesto para exposiciones temporales. Fue allí donde estaba la recopilación de cerámicas del conocido Runcie Takana. La propuesta central era que, aunque el ceramista ideaba una pieza y la imaginaba al salir del horno, a veces ocurrían sorpresas y surgían estragos que alteraban los planes, dejando piezas muy diferentes a las que el artista había imaginado. A veces se trataba de pequeñas desviaciones en las concavidades, otras eran hundimientos inesperados, mutaciones arbitrarias en los colores, giros en los matices. En ocasiones se trataba de quemaduras completas que dejaban muñones y, en el extremo, había piezas mutiladas o transformadas hasta lo irreconocible. El fuego, quién podía dudarlo, era un dios todopoderoso que con cierta regularidad hacía sentir su soberanía.

La sala permanecía a oscuras y sólo los objetos recibían una luz directa que los hacía resaltar. Aunque habíamos ido con ropas ligeras por el verano, el aire acondicionado aliviaba el sofoco, pero me dejaba un pequeño cosquilleo interno, un lejano y placentero adormilamiento. Estábamos los dos solos, sin ningún otro visitante en el museo, y todo indicaba que no lo habría por el resto de la tarde.

Mateo es un hombre culto, me gusta oírlo hablar y atender sus explicaciones. Quizá siempre fue así, pero es indudable que se ha sofisticado en estos años. También se ha vuelto un hombre triste, taciturno. La mitad de los integrantes de su taller son mujeres jóvenes a las que se dirige con cuidado, con un apasionamiento mesurado. Yo imagino que las contempla como un padre tardío o un amante insatisfecho. Quizás algunas lo secundarán y otras no; fantaseo con que a varias se las llevará a la cama y a otras no podrá, pero que en todos los casos sus encuentros son roces pasajeros y superficiales, fricciones fugaces que no le cambiarán la vida ni le atenuarán la desolación, sino, más bien, eternizan su sensación de búsqueda. Por sus formas y gentilezas, es un tipo quizás algo anticuado y discreto. Sobre todo esto último: discreto, qué virtud para esencial, para urgente, en estos tiempos de exhibicionismo virtual. Mateo es un cordero con el hambre de un lobo, y yo sentía en ese momento que mi interpretación sobre él era acertada porque lo había conocido desde muy joven.

Entre las piezas exhibidas había unos ceramios que, según me explicó él, hacían referencia a una antigua práctica taoísta conocida como el wabi-sabi. Es un concepto filosófico y estético surgido en China hacia el año 1000 y que luego se popularizó en el Japón. La idea es que la verdadera belleza se encuentra en la imperfección y en lo incompleto, y es gracias a una aproximación sensible que podemos conocer, disfrutar y valorar un objeto sobre el cual ha actuado la naturaleza. De esa forma, y siguiendo sus tres máximas —nada es eterno, nada es perfecto y nada está terminado—, tanto la naturaleza como el tiempo dejan de ser fuentes destructoras y transfor- man la relación habitual —y fuertemente occidental— entre el aprecio estético y el paso del tiempo.

Cuando estuvimos cerca de unos jarrones oblongos que tenían unas abolladuras grotescas, Mateo rozó mi mano con la suya en un contacto que no pude descifrar si era casual o premeditado. Seguí avanzando, como quien no se percata del roce, pero luego me acerqué para hablarle al oído y dejé que mi seno se ajustara leve- mente contra su pecho para, de inmediato, separarnos. A los pocos segundos, me tomó por los hombros cuando le daba la espalda y, mientras me señalaba otra pieza, me habló al oído sobre una técnica de restauración con oro. En esta otra práctica japonesa, las fracturas o roturas de la cerámica debían ser reparadas con una mezcla de polvo de oro; sin embargo, como tales fracturas ahora formaban parte del objeto, debían ser realzadas, nunca ocultadas, y al hacerlo, el elemento crecía y se embellecía.

Avanzamos unos pasos más y nos encontramos con el texto de la exposición que había escrito el mismo Takana.

el  barro, el  fuego  y  el  ceramista

La palabra cerámica proviene del vocablo griego keramikós, cuya raíz sánscrita significa «quemar». Se refiere, principalmente, a la arcilla en todas sus posibilidades, aunque en su uso actual designa a materiales inorgánicos no metálicos que se forman por acción del calor.

El ceramista aprende el oficio día a día: cómo manejar los materiales y cómo controlar la cocción. No siempre es posible conseguir lo que se desea, muchas veces algún error en la manipulación de materiales, preparación de pastas, control del calor, puede cambiar los planes y vencer la resistencia del material y la forma propuesta; entonces, ésta colapsa y se deforma. Algunas veces, la deformación de las piezas es casual, no prevista, y en otros momentos hay una expectativa —alentada por la experiencia— en torno al «accidente» como resultado del proceso de cocción, si bien el ceramista reconoce que es el horno el que tiene la última palabra.

El proceso de cocción que convoca la arcilla y el fuego requiere del mayor control posible; sin embargo, mientras se producen los cambios físicos y químicos en la materia, el azar y lo impredecible participan en el resultado final, que puede ser aceptado o rechazado por el ceramista según su manera de apreciar o despreciar las fallas.

Las deformaciones se dan por efecto del calor sobre la arcilla durante el proceso de cocción, y pueden ser evitadas por el ceramista mediante un correcto apilamiento en el horno, un especial cuidado al construir el objeto cerámico con paredes de un espesor uniforme, o la realización de cocciones lentas, entre otras decisiones. Siempre quedan el asombro y la sorpresa del resultado final, que no depende solamente de la voluntad del ceramista, sino de muchos agentes que intervienen en el proceso y, sobre todo, del poder transformador del fuego, que no hace concesiones.

En pocos metros llegamos a una pequeña habitación a oscuras donde se transmitía un breve video sobre las novedosas técnicas de restauración de cerámicos, y allí, sin más escenografía que unas escuetas bancas de madera, Mateo me cogió de la blusa y acercó sus labios a los míos. Sabíamos que nadie vendría, pero ése era más un deseo que una certeza. Quizás alguno pensaría después que todo lo que estaba pasando pudo ser mejor planeado, mejor llevado, para evitar las asperezas y la premura, pero sabíamos también que todas las imperfecciones de la improvisación eran un pedazo de su esencia, la contraparte necesaria de su redondez para despedir una vida inaugurando otra, un nuevo y quién sabe si fugaz capítulo, tan incierto como todos los inicios vividos, pero que nos dejaría la esperanza de que, fuera lo que fuera que viniera después, sería mucho mejor que lo que ya existía. Sentí que mi cuerpo era el de una muchachita de diecisiete años y que tenía conmigo, ante mí, detrás de mí y dentro de mí, a un joven descontrolado y fascinado que, en la oscuridad absoluta de esa sala, no cesaba de mirarme con los ojos encendidos de un adolescente premiado por la vida, porque acababa de descubrir, entre sus dientes y sus manos, que el núcleo del deseo está en la continuidad de la imagen, en la espera silenciosa e incansable, en la piel que un día conocemos plena y que, desde ese momento en adelante, el deseo la preserva en la imaginación protegida de la chatura de nuestros sentidos. Ésa debía de ser la única concesión que nos daba el tiempo, la pasión contenida de nuestros amores no consumados, de quienes se desearon sin alcanzarse y se grabaron en sus retinas de una sola forma y de una sola vez para inmunizarse del tiempo en el temblor de sus sentidos.

Qué duda cabe que, de un modo u otro, todos nos vamos quemando con el tiempo. Las grietas se ensanchan y se hacen más notorias en los otros, aun cuando es posible que las únicas grietas que existan sean las que están en nuestra capacidad de observar a esos otros. Sobre todo a los que un día dejan de ser una novedad o un pendiente en nuestras vidas y cuyas imperfecciones debemos sostener y soportar para ser, a su vez, sostenidos y soportados por ellos.

No dijimos una sola palabra al dejar la sala. Soltarle la mano me permitió sentir que mi corazón palpitaba descolocado. Busqué un baño y de regreso me quedé esperándolo frente a la entrada de la exposición. Al menos durante unos minutos sería yo quien esperaría por él.

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