No sé cómo vine a parar aquí
con el diablo. Es un diablo estereotipado, pero negro, no rojo. Y brilla con un raro lustre. Accedo —¿accedo?—, me arrastra atravesando espejos que llevan a otra dimensión, yendo de espaldas y rompiendo paredes con mi nuca hasta que la perspectiva de lo que está delante se aleja vertiginosamente de mí y se coloca encima, como un cielo, como una cúpula de objetos, mientras sigo descendiendo y barrenando todo con la parte posterior de mi cabeza, hacia el centro de la tierra, donde recupero la posición vertical. He estado viajando a los abismos chupado boca arriba, resquebrajando la materia con mis vértebras, y me encuentro de nuevo frente a los espejos. Los atravieso a una velocidad lumínica y me estrello con el diablo negro. No tiene pene sino vagina, o muchos penes y vagina, y me tiende la mano hirviente antes de ser succionado de espaldas, rompiendo nuevos suelos y rocas con la nuca hasta regresar tras innumerables vueltas de campana hacia los espacios de arriba que me escupen hacia abajo. Recobro la postura bípeda que honra a mi especie. Y un nuevo espejo, en el que no me reconozco, abre otra vez las puertas del otro lado.
Quisiera
ser un toro de mil cuernos, despedazar huracanes con mi puño, deglutir aquellas viandas cuyo deseo e imagen rondan constantemente mi paladar, sin prisas ni culpas, con el mejor de los ánimos destructores. Una bestia injuriante, aclamada, aplaudida por todos…
Una broma divina tan cruel como el minusválido que deambula por las plazas soleadas enseñoreando su soberbia carroza de anillos tubulares y neumáticos. Sólo que en sentido inverso.