José Javier Villarreal (Tecate, 1959). Autor de Una señal del cielo (Universidad de Concepción, 2017).
He visto cómo mis hijos se despiden.
Me he visto enredado entre sus madejas de afecto,
he puesto las piedras en el canto de la ventana,
me he levantado con ellos y acompañado a la puerta.
No estuve cuando tendieron las camas, cuando lavaron los platos,
tiraron la basura, recogieron y doblaron las toallas, se despidieron de las paredes,
de los espejos, muebles y armarios que aún permanecen. Los libreros,
las puertas, la alacena, los cajones, los libros y cuadros. Los tapetes,
las sillas, la quietud del jardín visto desde adentro,
el zumbar de las abejas,
los pájaros que cruzan, el rocío sobre las delgadas hojas del zacate.
Los he visto cuando todavía circulaban por la casa. Antes, era otro tiempo,
simplemente estaban o no estaban. Los pájaros hacían sus nidos
y los árboles no paraban de crecer. Ahora es distinto porque los pájaros
siguen haciendo sus nidos
y los árboles no paran de crecer.
Es distinto, y nada se detiene; por ejemplo, mi taza de café sigue dando vueltas
en el micro;
yo la veo, como siempre, hacerlo por un espacio de cuarenta segundos.
Es engañoso, el mundo es perversamente engañoso, porque se empeña en hacerme pensar
que sigue igual, y se vale de todo
para confundirme. La lavadora, bajo la secadora, sigue funcionando,
el foco parpadea toda la noche, el gallo, el borracho de siempre
transitando la calle, cantando desde su rama, anunciando una mañana
que debe ser como todas. El café en el frasco y la leche en la puerta del refri.
Todo dispuesto para confundirme, para hacerme vivir una irrealidad, un engaño.
Pero mis hijos llegaron con sus bolsas de mandado, llegaron con su ropa, sus cobijas,
sus cepillos de dientes, su pasta dental, la perrita, sus planes de quedarse
todo el fin de semana.
Yo llegué después. Ya estaban instalados. La perrita corría por el jardín, el fuego ardía
en el asador;
el de siempre, el de todas las comidas, el de Navidad, fin de año, aniversarios, puentes,
días de asueto que corren y permanecen como las estaciones del año.
Pero entre sus guiños y gestos, en su ir y venir, poner la mesa, marinar la carne,
hacer la ensalada,
exprimir los limones, cortar el tomate, la cebolla, traer el queso,
y ese fuego que se parece tanto a aquel otro, el que hoy no arde, el de la chimenea,
yo podía sentir cómo se iban despidiendo, cómo evitaban tocarme o abrazarme,
cómo todo seguía tan igual con la complicidad de los pájaros y de los árboles;
incluso la perrita seguía ladrándoles a las hojas de la buganvilia que no cesaban de caer.
Las hojas caían como siempre, y como siempre las veía con gran emoción.
Se han ido y yo permanezco en la mecedora frente a la tapia viendo la noria.
Cuando llegamos, hace casi veinte años, dijimos que teníamos que apuntalar
y reconstruir la noria.
Sembramos árboles, construimos cuartos, pasillos, buganvilias, rosales, eucaliptos
de la India y encinos rojos que no lograron sobrevivir.
Pasamos temporadas; unas reales y otras ficticias. Pero se convirtió en nuestra casa, y ésta
se llenó de libros, muebles, recuerdos, tapetes, cuadros, antiguallas
que nos parecían verdaderos tesoros.
Ahora que se han ido, los objetos permanecen como un bosque que me rodea,
un barco, la ventanilla de un avión que me permite pensar en ti momentos antes
de aterrizar.
La noria sigue igual como hace veinte años, y ella, paradójicamente, es la única
que me advierte
que, pese a todas las apariencias, a todas esas madejas de afecto que dejan mis hijos
al despedirse,
el mundo ha cambiado, aunque los pájaros sigan haciendo sus nidos y los árboles
no dejen de crecer
y yo siga en mi mecedora viendo un mundo que ya no es.