Cuarta jornada

Saúl Juárez

Saúl Juárez (Morelia, 1957). Autor de El viaje de los sentidos (Verdehalago, 2000).

Convento de San Jerónimo, 1695 –
Clínica de Neurología, Tlalpan, 2020.
Ciudad de México

Nos hincamos juntas en el templo del convento, Juana Inés, cada una con su propia oración. Un aire de plegaria flota en esta holgura silenciosa, aquí donde el dogma somete al tiempo. Tú miras el retablo con fervor católico, yo me pierdo en el remate de dorados.

Pero salgamos ya de la penumbra devota, hermana. Invítame a sentarme en el patio menor a la sombra del álamo, tomemos un té de hojas mirando los gatos echados al sol. Déjame estar contigo, háblame de todo lo que sabes, de la eternidad del día, de la redención de los amantes, de las penas sin lágrimas, de la elocuencia muda. Te escucho igual desde mi habitación en esta residencia para mujeres con enfermedades mentales que acá en el patio del convento donde dos monjas ancianas pasan frente a nosotras con lentitud de orugas. Háblame un poco de ellas, Juana, y luego cuéntame también de los horizontes abrasados de Nepantla, de las frases nahuas como filigrana, de los volcanes centinelas. Dime de los sabios con su talante agrio y docto, de la hora nona con sus campanadas graves, del viaje cotidiano desde laudes hasta las vísperas, de la luz de las velas de cera que tú, en transgresión a la regla, apagas hasta la madrugada. Cuéntame de los desvelos del amor turbulento, tan osado como benévolo. Revélame los secretos de Las Soledades, sor Juana. Muéstrame la cadencia de las seguidillas con tu propia voz. Toma mi mano, Juana, canta bajito, el canto acentúa lo sublime. Tararea un villancico de fiesta: «¿Quién es aquella Azucena / que pura entre todas brilla?». Deja que la memoria vaya a la acequia real, a los límites del Tepeyac, a los islotes de Iztacalco. Y recuerda también aquella biblioteca áulica donde te embriagabas con los Cantares, censurados a causa de sus carnales afectos. Vuelve hoy conmigo sobre la cauda de tus libros, abre mis sentidos a los números venerados, a las proporciones y columnas, trabes y cornisas del Templo de Salomón que bien estudiaste. Llévame a la exacta vibración de las notas musicales. Háblame de ciertas mujeres, heroicas en su anhelo de cultivar el conocimiento. Condúceme al centro y a la circunferencia de tu respuesta debatida.

Pero abrázame también, Juana, porque la criatura del mal ha entrado a este convento con su ponzoña. Trae la peste en las brasas de su lengua. Sin conmiseración, hierve los intestinos de las religiosas en el peor de los estercoleros. Las postra convirtiendo sus cuerpos en crueles verdugos mientras el monasterio se cuece en cal viva. Los días son bífidos y venenosos, pero, aun así, empiezas ya tu ronda de auxilio a las hermanas. Poco te importa si tú también caes contagiada. Ya dispones en la cocina los remedios y preparas la infusión de hojas de sauce que tanto alivio provoca.

Como si bajáramos a una hondonada, vamos a la habitación de la madre tornera. La encontramos consumiéndose en una cama demasiado grande para ella. Tiene pupilas huérfanas, mira a todas partes como si buscara de dónde sostenerse, así sea de un clavo ardiente. Te reconoce y mueve la cabeza pidiéndote que no te acerques. El lugar huele a vómito y a espanto. Quemas hojas de menta que algo limpian el aire corrupto, preparas solución de agua y vinagre, calientas una infusión de celidonia y dispones cataplasma de salvia. La vieja tiene en el rostro una expresión de exánime amargura, los brazos yacen a los costados como dos ramas secas y el pecho se agita con respiración fragorosa. Entonces rezas, sor Juana, con persuasión repites en dos ocasiones el Credo, después una oración pausada: «Misericordia para las hijas del Señor, paz para quienes esperan el juicio eterno». Luego, el silencio. La anciana es cada vez más insignificante en la cama. Al final, le pones un paño húmedo en la frente, una caricia contra la fiebre. Algunas palabras piadosas le dices al oído y luego te hincas como si el lecho nauseabundo fuera la imagen de un altar. Al final, la única verdad de la monja es la de irse hundiendo con morosidad lodosa. Es difícil entrar a la vida, aunque, a veces, es más duro abandonarla.

Déjame seguirte ahora a la habitación del fondo, las otras dos de este corredor se encuentran vacías, algunas religiosas han abandonado el convento. Se han ido también las mujeres que les ayudan. Hay en el pasillo un mutismo de pozo y el eco nos respondería si gritáramos. Al entrar al aposento revuelto, siento un sigilo de gruta. Al centro, en un camastro alto, iluminado por una vela gorda, está una monja acostada en posición de feto. No tiene edad, ni gesto, ni mirada. Simplemente está aquí donde ya nada es de este mundo. Tiene los ojos hundidos, respira con un leve jadeo como si ya no tuviera fuerza ni para jalar aire, mucho menos para quejarse. La acomodas hasta colocarla boca arriba. Su cuerpo está frío como una noche de desierto. El día de ayer sufrió la última sangría y padeció un intento del médico por realizar una lavativa ya imposible. La mujer produce en el pecho un zumbido recóndito. De nuevo las oraciones, ahora acompañadas con paños mojados en agua de pétalos de rosa. Esta vez no hay palabras, sólo colocas sus manos juntas sobre el regazo como si debieran acompañarse, manos que seguramente ciñeron coronas en algunas hermanas al sepultarlas. Estas manos tuvieron un porqué, pero hoy parecen flotar en la nada. De nuevo vuelves a hincarte. Bien sabes que la moribunda carga a la muerte en sus hombros desde hace varios días. Ha perdido los recuerdos, por tanto, la conciencia se vuelve niebla y los ojos abiertos ya sólo miran el vacío.

Al salir de la habitación, Juana, ambas sabemos que nadie aprende a morir, ni siquiera teniendo una fe de mártir. Déjame seguir a tu lado, no importa si este convento se ha convertido en un lazareto, en un camino de gatos muertos entre la bruma nocturna. La puerta del templo ya está cerrada, te persignas e inclinas al pasar. Vamos ahora a tus habitaciones, Inés, dos pisos en el ala poniente del convento donde te espera la mujer que te ayuda. Quiero ver el mundo desde tu refugio, ahora santuario de la falsa rendición de no escribir más. Enciende las velas, por favor, deseo ver el lugar de las letras impacientes. Muéstrame el sitio exacto de la escritura, no importa si mantienes a buen resguardo el tintero, si ocultas la pluma de los versos como si ambos objetos filtraran una melancolía parecida a la del anciano navegante cuando mira el océano desde la montaña. Ya veo el gabinete donde estuvieron los instrumentos musicales, allá está el lienzo roto de Góngora, aquí los pocos libros que quedaron, los piadosos, quizá huecos si alguien los abriera.

Permíteme pasar la noche a tu lado, sentada aquí en esta silla como si fuera mi lecho. Déjame verte dormir, sor Juana. No apagues las velas, simplemente duerme. Quiero ver cómo te acomodas en la cama, igual que lo haría una niña. El sueño podrá relevarte de esta realidad mortífera. Ahí acariciarás todo lo que defendiste con denuedo, desmenuzarás el empeño de alcanzar siempre algo más allá de lo evidente, de aprender a dudar para poder saber. No será un sueño tranquilo, Juana de Asbaje, no podría serlo. No hay sosiego para las poetas. Recuerdo ahora tu verso «¡Que tanto ha de penar quien goza tanto!». Ha sido tan impetuosa tu vida que no tendrás una muerte serena. Amaste con furor adolescente: amor humano y divino. Has vivido con similar intensidad las alturas de la adoración mística que la ventura y la aflicción de la pasión profanan. Duerme ya, hermana, mientras yo digo tus sonetos en voz baja. Mi madre me los enseñó como si fueran una senda natural de la memoria. Cierra los ojos como si yo no estuviera aquí. Revive en el sueño los hexámetros leídos a deshoras, las canciones de Catedral, los besos en cada línea de soledad viva. Déjame verte dormir. Mirándote quisiera evitar el olor a la peste que flota en tu alcoba. Duerme entre las dos columnas, una de luz y otra de oscuridad. Y sueña entonces con la geometría del universo, con las sonoras palabras en el locutorio, con el pecado de la fama que siempre negaste. Sueña, madre Juana, con el púdico cero, con el murmullo del cosmos, con la tempestad de tus ideas más aguzadas. Sueña con el sueño mismo, con la música numérica, con la ebriedad de la erudición. Tus labios se mueven como si revelaras un secreto a seres invisibles.

Y déjame sentarme ahora en la cama y tomar tu mano. Deseo hablarte de mí, contarte que seis meses han transcurrido desde que entregué mi hija a su padre. Acepté que mis crisis ponían en riesgo a la niña. Mi vida desde entonces es una borrasca, una tolvanera nada más, un engaño pulido en mis fugas, ahora más constantes. Me encuentro en la habitación número cinco de esta residencia de salud mental donde me interné hace tres meses, casi al iniciar la cuarentena. Y ahora comprendo mejor tus sombras necias, sor Juana. Son una representación del dolor que provoca la distancia. Y aquí en esta clínica me punzan más. Ya se han llevado al hospital a tres mujeres contagiadas. Antes de que me trasladen también a mí, déjame decirte que en muchas ocasiones acudo a ti cuando el mundo se me va entre la niebla, a pesar de mantenerme medicada. En algún momento, caigo sin desearlo en un vértigo de voces. Son desmedidas, extremas, desvergonzadas. Voces de una lengua extraña. Al oírlas, al sentirlas dentro de mí, la angustia me aprieta hasta los huesos, hermana. No me sueltan, pretendo huir, pero no puedo. Me atrapan esos sonidos que cuentan fragmentos de mi historia como si de otra fuera mi propia vida. Sin embargo, no pierdo contacto del todo con la realidad. Durante una de las últimas crisis, sabía que mi hija dibujaba en su cuaderno. Ella estaba en la sala y yo en la recámara cerrada por dentro. Durante esos episodios, suelo perderme en un laberinto vociferante. Las voces acaban por convertirse en siluetas parlantes incrustadas en las paredes. Siento un miedo asfixiante y una extraña rabia hacia nada y hacia todo. Lloro, pero no grito, hablo incoherencias, pero no salgo de la habitación, camino como tigre enjaulado, aunque no me tiro al suelo. La desolación se vuelve un incendio que me quema por dentro. Y entonces, desamparada, empiezo a llamarte, Juana Inés. Te busco entre las sombras, te nombro. Utilizo los recuerdos gratos para invocarte. Repito los versos como una letanía, una jaculatoria redentora. «¿En perseguirme, mundo, qué interesas? / ¿En qué te ofendo, cuando sólo intento / poner bellezas en mi entendimiento / y no mi entendimiento en las bellezas?». Así logro alcanzar una mente neutra y entonces puedo insistir: «…teniendo por mejor en mis verdades / consumir vanidades de la vida / que consumir la vida en vanidades». Llego entonces a ti y te observo atenta a la liturgia. Estás en el coro alto, por ejemplo, con el hábito albo y negro, medallón y rosario con diez misterios. Empiezo a calmarme, escucho los cantos corales y mi respiración comienza a volver a su sitio. Así regreso a la realidad, vuelvo a reconocer el idioma precipitado del mundo, las paredes de tirol de aquel mínimo departamento, el alebrije en la repisa, los cables enredados frente al ventanal. Retorno al planeta y abrazo a mi hija reconociendo, sin embargo, que los demás tienen razón, es necesario desprenderme de ella porque durante las crisis no puedo cuidarla y como, sólo tres días después, padecí otra y más intensa, yo misma pedí a mi exmarido que se llevara a la niña. Cuando se fue, no sé cuántos días lloré por las calles del barrio, en los autobuses, en el consultorio, en los parques. La extrañaba con una tristeza corrosiva. Me metía a la cama no para dormir, sino para culparme haciendo recuento de mi pérdida. No acuso a nadie, no tengo queja. Es sólo que la lejanía de mi hija me duele tanto como el abrazo de una constrictora en esta residencia de mujeres con padecimientos similares a los míos. Todo es espinoso para quien padece la ausencia.

La incertidumbre ha sido mi tierra, Inés. El desequilibro ronda siempre como un ladrón armado alrededor de la casa. He debido matizar el padecimiento con la fruición de la poesía. Tú has vivido, Juana, deleitándote en el conocimiento, el más elaborado de los platillos. Yo he crecido en el asombro de mirar y escuchar. Somos distintas, somos iguales. La soledad de los últimos meses me ha dado la resistencia del cristal templado, pero también la sentencia de un cubo de hielo al sol. Tengo la alegría de las manos abiertas, aunque también el desconsuelo de los puños apretados. Es verdad que la existencia, a los cuarenta que hoy cumplo, empieza a quitarte todo lo que te había concedido. Pero también es cierto que algunos caminos se vuelven más transitables y, por tanto, llego a ti con mayor facilidad. Pero no pienses que siempre lo hago empujada por la desesperación. Muchas veces basta con volver a tus libros para ir a ti como a un destino. Siempre deseo acompañarte en tu jornada como lo hago ahora, aunque ya se llevan en ambulancia a otra compañera necesitada de respirador. Déjame entonces verte dormir cuando ya clarea. Ojalá pudieras verme mirándote, ahora que toco tu frente para medir la temperatura como acabo de hacerlo en la mía. Ambas tenemos fiebre alta, hermana. Ambas miramos yerba quemada. Ambas sabemos que, a veces, el cuerpo se rinde y arrastra al alma en su caída. Y hoy el tuyo se ha quebrado por completo, ya no puedes incorporarte, tus labios están apretados, los párpados pesan como una cúpula caída. Rechazas el agua que te ofrezco y con un ademán impaciente me exiges que vuelva a mi silla. Comprendo entonces que aquí debo quedarme quieta para que olvides mi presencia. Así empiezan a correr las horas hasta completar el día. La nueva noche ha traído la sensación de una congoja asfixiante.

Ya has despedido a la mujer que te ayuda, deseas salvarla y enfrentar sola la peste, quizá sumergida en los recuerdos: el campanario de Amecameca, la ilusión de la universidad, las conversaciones con Sigüenza, la mañana lluviosa en la que entraste en este monasterio de palomas y mirlos. Rememoras quizá las mascaradas de la corte y los demonios púrpuras de Quevedo. Evocas la atenagórica en las pupilas de los inquisidores. Piensas en la miel de los labios que atrae a la más santa, delicia de la humedad amada. Sin embargo, al lustrar cada evocación, también las pierdes mientras el dolor abusivo refleja ya una mueca descompuesta en tu rostro. Así transcurre fangoso un nuevo día. Sólo hay alas sin plumas, Juana, cálamo en la copa bruñida y en el bacín de porcelana oriental. Escurren tus fosas nasales y es absoluta la lasitud de tu cuerpo sin peso. Ya no puedes recordar los arcones ribeteados, la hornacina mariana, la carreta de un jamelgo hambriento, los manjares durante la visita anual del obispo, los amores sin tiempo y sin imposibles. También han enmudecido tus palabras más preciadas.

Pero déjame seguir contigo, lo haré con la frialdad con la que encanece el cabello, el mismo que cortabas como un reto. ¿Conociste el mar, Juana? Me gustaría que lo vieras en mis ojos. Podrías llevarte la ola más alta, ahora que pronto me sacarán de esta residencia para llevarme al hospital. Ocurre que mi temperatura ha subido tanto como la tuya y me duele el cuerpo como si lo hubieran torturado los del Santo Oficio. Aun así, permíteme mantenerme a tu lado. Pulsa mi esquizofrenia y déjame mirarte desde esta silla. Has sido mi compañera desde los doce años, he vivido contigo desde entonces. Escucha cómo palean la tierra pues entierran a una monja más en una tumba cavada sobre el jade subterráneo del monasterio. Registra bien ese sonido, pronto será para ti o para mí porque en este instante me sacan de la habitación, lo hacen con máscaras, guantes y trajes aislantes. Mi tos es seca, mi pulso es débil y la respiración se atora. La fiebre es una selva, la garganta un erial y mi mente un remolino. Aun así, sigo mirándote. Sé que no habrá mañana para ti. Las velas ya se apagan. Suenan campanas de difunto dentro y fuera del convento. Se oye también la sirena de mi ambulancia y se alcanza a percibir un alboroto de pájaros monásticos.

Muere ya, sor Juana, como una nube dentro de otra, como el río al entrar al mar. Deja que tu leyenda corra y tus versos sean una veta áurea en el tiempo. Parte ahora para que mañana, si existiera el nuevo día, pueda volver a ti como siempre. Muérete mientras me acomodan en esta sala de urgencias. «De la más fragante rosa / Nació la abeja más bella». Déjame mirarte, Juana Inés. Tú siempre hablarás para quienes miran hacia otra parte, para los que sienten el deseo en la palabra, para mí que no podría abandonarte. «Mira la muerte, que esquiva / huye porque la deseo; / que aun la muerte, si es buscada, / se quiere subir de precio».

Comparte este texto: