Baudelio Lara
Tuve la fortuna de conocer y tratar de cerca por casi treinta años a Carlos Ashida, una persona extraordinaria, así como también el privilegio de colaborar en algunos de sus proyectos. Como mi mentor y amigo, no puedo sino congratularme por la aparición de Rotación cósmica, el catálogo de la exposición conmemorativa de los cincuenta años de la muerte de Gerardo Murillo, el Dr. Atl: la última propuesta curatorial y museográfica de Ashida, un documento que, por las circunstancias que acompañaron las últimas semanas de su enfermedad, así como por el cierre casi simultáneo de un ciclo de su trayectoria profesional, algunos creímos que no vería la luz.
Me tomaré la libertad, por tanto, de conferir un matiz personal a esta intervención y de centrar mi atención en el tema de las publicaciones de Ashida, y más precisamente, de algunos de los catálogos que produjo en su carrera. En mi opinión, la publicación de Rotación cósmica es importante por al menos cuatro razones: porque es el último; porque es póstumo; porque refleja en cierto modo la relación que Carlos tuvo con las artes visuales y el arte contemporáneo; y porque también representa el tipo de perspectiva ética y estética que como curador desplegó a lo largo de su trayectoria en torno a temas y artistas específicos.
En los dos primeros casos, el carácter postrero y póstumo de la obra remite al papel sustancial que Carlos confería a la documentación de sus proyectos. Si bien puede considerarse como lógica y natural la práctica de documentar una exposición, en el contexto de una ciudad como Guadalajara, tan rica en manifestaciones artísticas y que, sobre todo actualmente, podríamos suponer que cuenta con una infraestructura pública y privada para soportar diversos programas académicos de documentación, crítica e investigación estética, la realidad es que no hay, con mucho, una correspondencia entre el nivel y calidad de la producción de nuestros artistas y el nivel de investigación que permita registrar, reflexionar, preservar y promover esas manifestaciones a través del periodismo o la academia.
La razón evidente que puede argumentarse en todo caso es la escasez de recursos; también es cierta la insuficiencia de la crítica y el aparente desinterés de las contadas instancias académicas y culturales que podrían incorporar esta tarea de manera más decidida en el desarrollo de sus programas regulares.
Es en este contexto que adquiere importancia esta faceta de la labor editorial de Carlos, la cual sin duda estaba íntimamente vinculada con el papel que desarrolló en nuestro medio, esto es, el de encarnar la figura del curador, tal como él la entendía: como el personaje capaz de articular y llevar a la práctica un discurso que expresa una determinada visión ética y estética del mundo. De este modo, la edición de catálogos y documentos constituyó un vehículo esencial de su trabajo, en principio, porque era el soporte narrativo necesario de su práctica curatorial. Ejemplo de ello es la colección Travesías, que incluye, entre otros, el catálogo Acné o El nuevo contrato social, aquella polémica exposición que tuvo que realizarse en los Baños Venecia gracias a la censura del entonces secretario de Cultura, Guillermo Schmidhuber, serie que pudo financiarse por la conjunción de fondos públicos y privados.
Merced a este interés y a su capacidad de gestión es que hoy podemos rastrear la mayor parte de su trayectoria a través de sus catálogos. Por otra parte, no sería exagerado afirmar que esta faceta de su trabajo fue un referente para que esta actividad fuera incorporada sobre todo por los colectivos de artistas emergentes en los años noventa (pienso, por ejemplo, en el catálogo-manifiesto nap, y, por supuesto, en el caso de Expoarte y del Foro Internacional sobre Teoría del Arte Contemporáneo, de los que fue impulsor).
Añadiré, para concluir este tema, que su empeño por construir una narrativa estética, que a final de cuentas es un catálogo, estaba motivado también por una genuina necesidad por compartir sus propuestas con un sentido comunitario. No fueron pocas las veces en que le escuché hablar del arte como un activo de la ciudad, de las oportunidades que la comunidad tenía y se debía —o que desperdiciaba y perdía— en relación con determinadas manifestaciones artísticas. Hablaba casi en un tono pedagógico, pero ciertamente desde una clara, por inusual, perspectiva epistémica, es decir, entendiendo el arte como una forma de conocimiento y como una ocasión para la memoria y la reflexión colectivas.
Por otra parte, la revisión de sus catálogos permite observar la relación que Carlos tuvo con las artes visuales. Como figura emblemática y promotor del llamado arte contemporáneo, su imagen pública algunas veces fue distorsionada e incluso satanizada como detractor de los géneros tradicionales, principalmente de la pintura. No está de más recordar su papel como protagonista en el debate entre «pintores» y «conceptualistas» cuando dirigía el Museo de las Artes de la Universidad de Guadalajara.
Aunque en su bibliografía predominan los proyectos temáticos más que los que están dedicados a artistas en particular, un repaso a los contenidos permite desmentir una supuesta animadversión hacia la pintura o los géneros canónicos. Carlos se relacionó en buenos términos tanto con artistas «tradicionales» como «contemporáneos», trabó amistades sin distingos, e incluyó sin reparo obras de ambos bandos si las piezas se articulaban con el discurso que quería exponer. En todo caso, su «pecado» no fue la animadversión hacia un género en particular, sino la mezcla, y por tanto, la equiparación de los mismos. La puesta en común de géneros o artistas que parecían discordantes o pertenecientes a ámbitos excluyentes, como partes de un diálogo armónico o divergente, permitía expresar una proposición con sentido, aunque muchas veces fuera desafiante, ya que la conjunción de elementos o propuestas heterogéneas, si bien servía como vehículo para expresar una narrativa, también tenía el efecto de relativizar las jerarquías genéricas, asunto no siempre bien aceptado. En todo caso, no inventó un mecanismo que es propio de la función curatorial, pero sí lo llevó a cabo en forma pionera con inteligencia, sensibilidad y solvencia, sobre todo en Guadalajara, donde fue uno de los primeros, si no es que el primero, en redefinir, y por tanto, trascender, los límites entre museografía y curaduría.
Ya en plena madurez, cuando su figura era ampliamente reconocida, se permitió imprimir un giro inesperado en algunos de sus proyectos en relación con las fronteras entre los géneros y entre la producción y los mecanismos del mercado del arte.
Aunque observable desde los años noventa y aun antes, esta actitud fue más evidente durante su gestión en el Museo Carrillo Gil, en la que expresó, para posible sorpresa de quienes lo visualizaron bajo el estereotipo de un merchand acomodaticio, su desencanto por el mercado y su decepción por sus consecuencias perversas en el ethos y el pathos del quehacer artístico. Las exposiciones Sum(m)a pictórica, en el Museo de las Artes, y Las buenas intenciones, en el Instituto Cultural Cabañas, son ejemplares para ilustrar esta afirmación. En el primer caso, ceñido a una cuantas reglas —como abrir la exposición a concurso de toda aquella persona que quisiera exponer, y acomodar las obras en el orden en que fueron llegando—, franqueó las puertas del museo a todo lego, amateur o artista consagrado que quisiera participar con un cuadro. El formato podría observarse como un experimento social, como una posibilidad inédita de compartir y de proponer formas políticas no convencionales de participación en un espacio considerado como exclusivo y excluyente.
Las buenas intenciones, su penúltima exposición, representa tanto un statement como una vuelta de tuerca en su carrera. Bajo el mismo techo que alberga a Orozco, Ashida se atrevió a exhibir la obra de no-artistas: una pastelera, un fotógrafo de fotonovelas y uno de la nota roja, un artesano de jaulas y un hacedor de maquetas… Su argumento puede ser tan simple como una invitación a regresar a las fuentes, o tan complejo o intelectual como el concepto ampliado del arte a la manera de Beuys. Su intención, tan desafiante como para emitir una nota falsa, discordante, en el espacio sacralizado de un museo, o tan naif como para suponer que los artistas o el espectador entenderían de primera intención una propuesta centrada simplemente en expresiones individuales, libres y gratuitas. En mi opinión, se trata de una crítica, a la vez sutil y descarnada, de la separación, mediada por el mercado, entre el arte y la vida; un señalamiento y la reinterpretación, tomando como pretexto las obras de artesanos-artistas sin pretensiones, de la añeja dicotomía entre hacer y gozar el arte tal como hemos venido observado, con diferentes intensidades, en la medida en que el mercado se ha convertido en el factor regulador de la producción artística.
De estas dos expresiones no tenemos catálogo: para su evocación sólo apelamos a la memoria y a notas dispersas.
Como en estas dos exposiciones, podemos advertir que la separación, y más precisamente, la puesta en escena de la confrontación entre dos ideas, posiciones o formas, es un rasgo común de la mayor parte de sus proyectos, lo que le confirió un carácter profundamente dialéctico a su quehacer curatorial. Esto es más evidente en sus proyectos temáticos, pero no es menos cierto en aquéllos dedicados a un artista en particular, donde quizá este aspecto se exprese más entre la figura del artista y el contexto de su obra, muchas veces abordado con matices historicistas.
Como conceptos inseparables, puesto que no hay contexto sin historia y viceversa, podría parecer aventurado atribuir una intención historicista a los trabajos curatoriales de Ashida, sobre todo si nos atenemos a que estos documentos no asumen un formato en el que abunde la colección de datos históricos. Es un dislate si esperamos encontrar en su discurso una relación directa y vulgar entra las formas u obras artísticas y los hechos, esto es, una manifestación que explique un hecho social o que se explique o se reduzca a él. Es pertinente, sin embargo, si observamos que los rasgos historicistas del discurso curatorial de Ashida, si bien pueden establecer relaciones y correspondencias evidentes con el contexto social, se encuentran articulados en torno a la historia y naturaleza interna de las propias expresiones artísticas y se atienen a ellas, esto es, buscan iluminar la obra por el contexto y no el contexto por la obra, función que corresponde a los científicos sociales. Carlos no fue historiador ni sociólogo, pero sí fue un lector voraz y un observador cuidadoso tanto de la historia del arte como de las dinámicas fluctuantes de las expresiones y movimientos artísticos tanto nacionales como internacionales, lo que le confirió una perspectiva original a la mayoría de sus propuestas.
En Rotación cósmica puede observarse este enfoque, ya que, si bien no puede caracterizarse como un proyecto estrictamente personal dado su carácter conmemorativo, fue acometido con el mismo talante interesado en ahondar sobre la naturaleza de las imágenes y en proponer nuevas lecturas de la obra del Dr. Atl a través de la búsqueda de articulaciones con la filosofía, la ciencia y el contexto social.
Dos temas son especialmente relevantes para hacer este abordaje y para dar sentido al contexto en que los espectadores actuales se pueden enfrentar a los cuadros del pintor tapatío: por una parte, la vigencia de una visión paisajística que compite en desventaja en el imaginario colectivo con los formatos mediáticos, desde la televisión hasta la internet y las vistas satelitales, que han acercado el conocimiento del planeta pero a la vez han moldeado de distintos modos la apreciación, el conocimiento y el goce de la topografía, la naturaleza y el paisaje. Por otra parte, está el problema de cómo enfrentar un tópico incómodo pero ineludible, el «fervor ideológico nazi» del Dr. Atl, tema que, antes que ser asumido como un obstáculo, para ocultar o para explicar sus posibles consecuencias sociales, requería ser adoptado como una premisa necesaria para comprender sus consecuencias estéticas.
Para operar con estas variables y establecer un diálogo entre el artista y sus contextos (el actual y el contemporáneo de Gerardo Murillo), Peter Krieger, autor del texto principal del catálogo, propone un elemento mediador que funciona como un valioso dispositivo de análisis: utilizar a Nietszche, específicamente su obra Así hablaba Zaratustra, como un guión implícito para reinterpretar la obra del Dr. Atl.
Dos circunstancias hacen especialmente interesante y fructífero este enfoque metafórico, pues se vinculan con su biografía y su obra: la muy probable lectura de Nietszche por parte del pintor tapatío y la común inclinación por la caminata y la naturaleza entre ambos creadores. De este modo, el texto provee de pistas verosímiles e iluminadoras construidas a partir de similitudes y analogías asociadas a las imágenes literarias y plásticas, así como a determinados rasgos ideológicos. No sé si por coincidencia o influencia Krieger concuerda con el filósofo y psiquiatra francés Fréderic Gros, quien asocia el talante filosófico de autores como Kant, Rousseau o Rimbaud con su adictivo gusto por las largas caminatas, y con el propio Nietszche, de quien se dice que buscaba en sus paseos «la tonicidad y lo energético de la marcha». Por lo visto, esta misma conclusión es aplicable a otros artistas que, como el Dr. Atl, «convirtieron las montañas y los bosques en su lugar de trabajo».
Por su parte, la presentación y los textos de Carlos Ashida en el catálogo representan un contrapunto que ilustra, complementa y se articula con el ensayo principal, en temas específicos relacionados sobre todo con las desmesuradas pretensiones filosófico-científicas y hasta utópicas (¿o distópicas) del Dr. Atl, como el aeropaisaje, la perspectiva curvilínea y la construcción de Olinka, la ciudad creativa destinada para pintores y poetas.
En ese contexto, y sobre todo teniendo en mente la exposición —para quienes tuvimos la oportunidad de presenciarla—, la muestra y el catálogo constituyen, en palabras de Krieger, no «una de tantas rutinas curatoriales que petrifican una obra artística con categorías anacrónicas, sino […] un impacto profundo para los sentidos y la detonación para la comprensión del paisaje como cuerpo de resonancia de la existencia humana». Al mismo tiempo, sin duda este catálogo se constituirá como un referente para valorar la obra de uno de nuestros pintores más importantes, y para «palpar el temperamento de un hombre desmesurado que con frecuencia cruzó la línea que divide lo real de lo ficticio, pero que tuvo la determinación y el talento para dejar una profunda huella en la cultura de nuestro país», según las palabras de Ashida.
Como trabajo póstumo, este catálogo representa el final de un camino. Concluyo diciendo que, al final de su caminata, Carlos podría haber expresado, siguiendo a Zaratustra: «Y sé algo más: Ahora estoy delante de mi última cumbre y de lo que me ha sido ahorrado durante mucho tiempo. ¡Ay! He comenzado mi viaje más solitario».