Conozco el olor de mi piel,
aunque no puedo percibirlo
de forma inmediata en cada intento:
la cercanía de los brazos contrasta
—en cuanto a posibilidad—
con el reverso de los muslos.
Estoy a punto
de perder el vuelo
que debía llevarme
al exilio voluntario.
Descártese la decisión como causa,
y entiéndase el augurio como destino.
Primero consideré
la alternativa del tren,
pero los rieles despiertan el espanto.
Ninguna máquina que se deslice
sobre bandas paralelas
puede dar nacimiento a la confianza.
Ahora,
un avión se eleva
con el mismo brío
que las bestias enormes.
Yo quedo a ras de suelo,
nueve kilómetros atrás.
El tren, por su parte,
sucumbe al precipicio.
Los insensatos que lo abordaron
merecen morir entre el metal.
De toda suerte,
el autoexilio fracasó.
Mientras espero una bala
en la raíz de las neuronas,
huelo la pimienta de mis dedos
y el barniz de mis rodillas.
Moriré con la dignidad
que hoy les faltó
a los descarrilados.