1.
   Ahí donde ya no hay río, vengo yo a imaginar el río.
   Ahí donde nunca hay nombres,
               que alguien silbe el rumor de lo invisible.
2. 
   Antes de las fincas de café fueron los ríos.
   Luego vinieron los tractores y residenciales.
Y con ellos llegaron los muros
   y los muros se comieron las aceras,
y la electrificación y el asfalto
   dispersaron los fantasmas antiguos.
Con cada movimiento de tierra nos derrumbamos un poco,
   y el futuro se va vistiendo tras los andamios.
La sismología nos advierte que
   istmo somos, y en cisma nos convertiremos.
3. 
   Cada vez cuesta más hallar palabras
   para hablar de estas tapias
   llenas de púas y de gris mohoso.
   Y no es raro porque, a pesar de todo, Heredia
   no obedece a la ruina hablada en Castilla, esa ortopedia
   de idioma que nació de un silencio arenoso,
igual de provinciano.
   La esperanza no es verde: pregúntenle a un centroamericano.
   La penumbra caribe, las campanas de helechos,
   el desborde sexual de algunos aguaceros,
   el musgo en Navidad, Sibö y sus diablos solteros:
   nada de esto fue nunca del color del afrecho.
Y ahora todo el verde se ha manchado
   con las oxidaciones del asfalto. Se ha ahogado
   de tos por tanto humo que atraganta.
   Sobre estas líneas parcas y analíticas
   el jíbaro desborde del viento de antes se torna calma artrítica:
   Villa Cubujuquí, la ladera que hoy es una gris elefanta. 
4. 
   Petricorosos, resbaladizos,
   nos dejamos llevar por los nombres de las cosas.
El olor de la tierra, la geosmina,
   crece en el barniz que recubre las piedras.
   Nadie la ve. Sólo el agua y el aire
   la sintetizan. Sólo la humedad relativa
   la preña. Sólo la tocan las semillas.
Éste es el primer licor que olimos
   destilado en abriles y no en odres.
   Esto es el petricor: el primer cigarro de la memoria,
   el incienso secular de los sentidos,
   la más sentimental biología
   que se permite el trópico cuando se empolva.