Permiso C / Joseph Incardona

 

1

Mi padre había perdido su trabajo, y de nuevo teníamos que cambiarnos de casa. Ya comenzaba a acostumbrarme. Sin importar el lugar, bajaba a la calle y encontraba a otros escuincles con una pelota, bastaba con que a alguno de los dos equipos le hiciera falta un jugador. No, cambiarse de casa ya no era un problema, excepto por esas historias de escuela: llegar en medio del curso empezado significaba dar y recibir golpes. En cuanto a la energía prevista para ello, bastaba con sentarse atrás de un pupitre sin dejarse chingar porque uno fuera el nuevo o el italianito.   
      Llegamos a ese barrio conformado de torres y de fraccionamientos a bordo de una camioneta rentada. Habría preferido que fuera entre semana, habríamos evitado dar show bajo las ventanas de los edificios. En 1978, la mayoría de la gente tenía una chamba. 
      Recargados en un Opel Manta anaranjado, dos sujetos de camisa a cuadros escuchaban las interferencias de su radio cb cuya antena formaba un semicírculo sobre el toldo de vinil negro. Otros, de camiseta, se fumaban un cigarro, apoyándose en el balcón. Mujeres en bata nos espiaban detrás de las cortinas. Pero lo peor eran los escuincles sentados en la escalera de la entrada que se reían como mensos dándose de codazos. Mi papá era así: cambiarse de casa tenía que hacerse el sábado, punto. De todos modos, los trancazos del lunes ya serían problema mío.
      —André, quédate cerca de la troca, ordenó mi papá. Con la mamma, nosotros vamos a buscar las llaves. 
      Me habría gustado estar en otra parte, muy lejos. Pero yo no era más que un niño de 12 años que obedecía a sus padres y se tragaba la vergüenza frente a otros chamacos. 
      Apenas se volvió a cerrar la puerta con vidrios de la estancia detrás de ellos, y una piedra aterrizó en mi espalda. Yo hice como si nada, pero una lluvia de estas comenzó a caer sobre mi cabeza y a rebotar sobre la lámina de la furgoneta. Me volteé y una me dio en la frente. Los escuincles se rieron. Los conté, eran cinco. El cabecilla era el más grande, algo gordinflón pero fuerte. En todas partes era así, siempre había uno. Las piernas me temblaban, tenía ganas de vomitar. Pero después me hirvió la sangre, sentía mi cara ponerse como un jitomate. Estaba listo para agarrarme a moquetazos si no había de otra. Para agarrarme a moquetazos o para huir.
      Mi padre regresó con el portero. Un tipo inmenso con una panza que se le desparramaba por encima del cinturón del pantalón. Le dio un zape al que yo había identificado como el jefe.
      —¡Lárguense de aquí! —dijo el portero.
      La pandilla se esfumó, menos el jefe, que se tomó su tiempo. Cuando mi padre y el portero desaparecieron detrás de la camioneta, él me señaló con su índice, por largo rato. Yo tuve que contraer mi vejiga para no hacerme en los calzones.

Al final del día, muebles y cajas yacían apiladas en el departamento. El lugar se parecía al anterior, como si los arquitectos se pasaran los planos de los del hlm, ese movimiento social que se encarga de buscar casas o departamentos de renta accesible en beneficio de las clases menos favorecidas. Mi padre se fue a devolver la camioneta y mi madre preparaba sándwiches en una esquina de la mesa de formica de la cocina. 
      —¿De atún o de jamón? —me preguntó.
      Yo estaba un poco preocupado por aquello de desempacar todas esas cajas.
      —¿De qué lo vas a querer, entonces? ¡¿De atún o de jamón?!
      —De atún —respondí—. Con mayonesa.
      —No hay mayonesa —me dijo, y fue ahí cuando mi madre se echó a llorar.
      Yo sabía que no era por la mayonesa por lo que estaba llorando. Lo sabía porque, desde hace mucho tiempo, eso la agarraba de improviso. Con las manos se tapaba la cara y el cuchillo para cortar el pan se entremezclaba con su cabello rubio. 
      Me acerqué a ella, quise acurrucarme entre sus brazos. Insistí y recibí un leve golpe en los dientes. A veces, era mejor que la dejara sola. Hice como si no me estuvieran doliendo las encías.
      Desde mi cuarto, la oí esculcando en la bolsa en donde guardaba su medicina. Saqué mis patines de una caja. Estábamos a finales de abril y yo me preguntaba si, tal vez, ella me dejaría salir a jugar antes de que se hiciera de noche.  
      2

Nos pasamos el domingo instalándonos. En cuanto a salir a jugar, ya podía seguir soñando. Yo ayudaba pasándole la herramienta a mi padre, ese tipo de cosas. Mi madre señalaba un punto en la pared y mi padre echaba a andar el taladro. Los vecinos se quejaban por el ruido. A veces, la pared se resistía y la broca se rompía.
      —Porca puttana!, despotricaba mi padre. 
      —No digas groserías, Carlo, no digas groserías enfrente de tu hijo, ¡por el amor de Dios!
      —¿En dónde estamos? ¿En una iglesia? Respóndeme, ¿estamos en una puta iglesia?
      —¿Ves? Lo haces a propósito, ¡maldita sea!
      La gracia de mis padres era poner los muebles tal como estaban en el departamento anterior. Con los del hlm eso no era tan complicado, sólo que, con el diseño de este, teníamos un cuarto menos y el burro de planchar se disputaba el lugar del estuche del chelo. Mi padre lo tocaba de un modo básico, mantenía el tempo y se salía de él con un rock and roll no muy rápido.
      Mi madre preparó unos hot dogs que nos comimos frente a la televisión. Estaba orgullosa de su máquina para preparar hot dogs. Toda proporción guardada, me digo que ella debía de ver eso como una forma de emancipación, de modernidad. Mis padres tomaban cerveza y parecían estar de buen humor. Me encantaba comer en medio de cajas de cartón y de objetos que aún no encontraban su lugar. Era como si estuviéramos de paso y que, mañana, habría un departamento en otro lado y que ese sería diferente. Me gustaba creer que ese departamento en otro lado estaría mejor.
      No hacía mucho que me permitían ver el noticiero de la tele. Mi madre tenía miedo de que las imágenes pudieran impactarme. Esa noche, la información era más bien tranquila: una entrevista con el japonés Naomi Uemura que había atravesado el Polo Norte solo, las controversias políticas ligadas al próximo Mundial de fútbol en Argentina y que Aldo Moro seguía siendo mantenido como prisionero por parte de las Brigadas Rojas. Nada de sangre ni de imágenes perturbadoras en la pantalla. Dormiré tranquilo.
      Al momento de irme a la cama, yo ya no era un nómada en un territorio en transición: mañana tenía que ir a la escuela. Mi madre me había inscrito la semana pasada y la directora ya me esperaba.
      Madame Olga Schanz.

[Fragmento]
      Permis C (Giuseppe Merrone Éditeur, 2016)
      Traducción del francés de Roberto Rueda Monreal

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