Pendiendo de un invisible cabello blanco

David Unger

(Ciudad de Guatemala, 1950). Uno de sus libros más recientes es Sleeping with the Light on (Groundwood, 2020).

Los escritores a menudo hacen una especie de autopsia del pasado, con la esperanza de que un día los libere de su estira y afloja y les dé un poco de paz. No sospechaba que confrontarlo podría hacer enfermar de verdad a alguien. Hace cinco años un evento me reveló que no se pueden anticipar los resultados de la apertura de las cajas de Pandora del pasado selladas herméticamente, en especial si guardan profundos secretos de familia.

1.

En junio de 2015 recibí un correo electrónico reenviado por mi editor. Matteke Winkel, miembro del comité Stolpersteine holandés, que investiga a familiares de las víctimas del Holocausto, le preguntaba si estoy emparentado con Bertha Mugdan Unger y Auguste Mugdan Collin, quienes vivieron durante tres años en Groninga durante la guerra. Winkel había leído El precio de la fuga, novela basada vagamente en el escape de mi padre de Alemania en 1933, y había visto mi dedicatoria.

Günter Demnig, un artista alemán gentil, creó Stolpersteinecomo proyecto artístico en 1992. Su interés personal se alineaba con el deseo de muchos pueblos europeos de recordar a sus ciudadanos judíos muertos. Él había viajado a través de Europa desde 1996, colocando piedras de bronce para marcar la deportación de judíos, romaníes, testigos de Jehová, gays y combatientes de la Resistencia. Demnig iría a Groninga en diciembre para poner piedras en el vecindario donde veinte familias judías habían vivido. Matteke se preguntaba si yo quería asistir a la ceremonia en la que fuera la última residencia de mi abuela antes de ser enviada a Westerbork, un campo de tránsito nazi, el 28 de noviembre de 1942, y a las cámaras de gas de Sobibor tres meses después.

Escribí a Matteke que Bertha era mi abuela y Auguste (Gusti) mi tía abuela. Mantuvimos correspondencia durante un año. Le proporcioné fotografías y cartas, discutimos la posibilidad de que yo asistiera a la ceremonia. Bertha y Gusti habían estado en el infame St. Louis, que zarpó de Hamburgo a La Habana en 1938 con 937 pasajeros judíos. Le envié una foto de dos señoras sentadas felizmente a bordo del barco, asoleándose en la cubierta superior, esperando reunirse con su hermana Julia en Nueva York tras una breve estancia en La Habana. También le mandé una foto de ellas sentadas a la mesa en el patio de su pensión en Groninga, vestidas con elegancia, mirando directo a cámara, tranquilas y serenas, seguras de que habían escapado de los nazis. A diferencia del rostro alargado de mi padre, el de Bertha era redondo y animado; sus ojos suplicantes y su boca curvada hacia abajo sugerían, sin embargo, que la mayoría de las noticias serían inevitablemente malas.

Justo después de recibir la primera carta de Matteke ayudé a Joan Long Solomon, una mujer diminuta de cabello plateado, a colocar su maleta en el compartimento superior durante el vuelo de regreso a Nueva York, luego de la Feria del Libro de Fráncfort. Joan estuvo involucrada en el proyecto Stolpersteine en su natal Maguncia, una ciudad alemana de tamaño medio ubicada a unas veinte millas de Fráncfort. Su abuela y su tía abuela habían terminado en Treblinka. Su abuelo, al igual que mi padre, había peleado por Alemania en la Primera Guerra Mundial y había sido tomado prisionero por los rusos. Mi padre recibió disparos tres veces y fue capturado por los británicos en un bosque belga; pasó los últimos tres años de la guerra como ordenanza de prisioneros en Stafford, en las afueras de Londres.

Después de conocer a Demnig en la ceremonia Stolpersteinede su abuela, Joan buscó en los archivos de Maguncia a judíos sin familiares sobrevivientes. Fue para ella una especie de llamado a colocar piedras para los huérfanos. Si hubiera sido sólo por Joan, se habría mudado de regreso a Maguncia permanentemente, pero su esposo no tenía ningún deseo particular de vivir en Alemania. A pesar de eso, la atracción que ejercía Maguncia sobre ella era tan fuerte que a partir de entonces regresó dos veces al año para seguir investigando.

La pasión y el compromiso de Joan (y la coincidencia de nuestro encuentro) avivaron mi deseo de ir a Groninga. Quería honrar la memoria de mi padre, que había muerto veinticinco años antes y quien siempre dijo que había tenido una relación problemática con su madre. Sentí que había un capítulo inacabado en mi vida que necesitaba cierre: quizá descubriría las razones por las que mi padre era tan reservado acerca de todo, tan ambivalente respecto al hecho de ser judío y tan susceptible a las afrentas superficiales.

En los meses que siguieron, descubrí que dos amigos del mundo editorial tenían una conexión con Groninga. Hilde Gersen trabaja para la Agencia Literaria Antonia Kerrigan en Barcelona. Ella creció en Börger, un pequeño pueblo a veinticinco minutos de Groninga. Cuando era niña, visitaba Westerbork cada año con sus compañeros de clase para aprender acerca de la complicidad holandesa en los campos de exterminio. Más tarde asistió a la universidad ahí. Casualmente, se vería con sus padres el fin de semana de mi visita.

Mireille Berman nació en Groninga y trabaja para una organización que promueve la traducción de literatura holandesa. Desafortunadamente, ella estaría en Roma por negocios durante la ceremonia Stolpersteine. Me dijo que la sinagoga de Groninga se usó como lavandería después de la guerra, pero que el edificio fue restaurado en los años ochenta.

2.

Desde temprana edad sospeché que mis padres estaban atravesados por memorias y secretos que los herían a ambos. Mis dos hermanos aceptaban sus reservas con más facilidad que yo. Sabía que no eran inmunes, pero procesaban de manera distinta lo que veían, sentían y percibían. Yo me frustraba y me sentía lastimado fácilmente, mientras que ellos internalizaban el dolor: Felipe, dieciocho meses mayor, se rebeló durante años cuando era adolescente y es un poco bromista, mientras Leslie, con siete años más, es paternal y asume con responsabilidad el cargo de ser la mayor. Sin embargo, los tres estamos implicados y paralizados por el mismo ciclo de ocultamiento, negación y eventual sublimación de lo que nuestros padres experimentaron.

Mi padre se fue de Hamburgo a Guatemala después de que Hindenburg nombrara canciller a Hitler en 1933. Tenía treinta y cinco años y no quería irse, pero su tío le dijo que el futuro de los judíos en Alemania era sombrío y que su hijo Heinrich, un exitoso hombre de negocios, lo ayudaría. Y, en efecto, su primo le consiguió trabajos ocasionales en Guatemala (como boletero en un cine y como vendedor por comisión), pero, descontento con estas labores, mi padre viajó en barco a China y fue empleado nocturno en el Palace Hotel, de propietario inglés, en Shanghái. Allí presenció la brutal invasión japonesa en 1937, vio cómo arrastraban a los trabajadores chinos del hotel para dispararles a quemarropa y fotografió esas atrocidades. Tuvo suerte de escapar de una masacre por tercera vez en su vida y tomó un barco de regreso a Guatemala, vía Panamá, en 1938.

Los padres sefardíes de mi madre emigraron a Guatemala desde Egipto en 1920, cuando ella tenía dos años. Vivieron en media docena de pueblos hasta que por fin se establecieron alrededor de 1930 en Ciudad de Guatemala, donde mi abuelo y su hermano estuvieron entre los fundadores de la sinagoga Mogen David. Mis padres se conocieron luego de que mi papá regresara de Shanghái; ella tenía veintiún años y él cuarenta y uno. Cuando mi madre insistió en casarse en la sinagoga, él rompió el compromiso, alegando que el judaísmo no significaba nada para él. Meses más tarde cedió: se casaron en 1941. Vivieron brevemente en Estados Unidos después de la guerra, pero, cuando yo nací, en 1950, habían regresado a Guatemala como propietarios de La Casita, un restaurante del centro, conocido por su cocina continental.

Mi madre decía que yo era un niño alegre que sonreía mucho y comía con placer. No lo dudo, pero recuerdo sentir terror cuando una moto me arrolló mientras cruzaba una calle con mi niñera y casi caí en una cuneta. Sólo tenía un raspón, pero me sentí abandonado; asumí que nadie me cuidaba, aunque obviamente no era así. (No siempre hay congruencia entre lo que recuerdo y lo que de hecho sucedió. Me he sorprendido muchas veces declarando cosas acerca de mí con seguridad, para que luego mi madre, un hermano o un tío afirmen que ocurrió lo contrario).

Era miedoso: vivía asustado por sombras, imaginaba monstruos que vivían bajo mi cama. Cuando Estados Unidos orquestó un golpe de Estado por medio de un pequeño grupo de soldados guatemaltecos, en 1954, la vida en la capital se volvió difícil: volaron balas, hubo cortes de electricidad, se declararon toques de queda y se lanzaron folletos que anunciaban la destitución inminente de nuestro gobierno de izquierda, que había sido elegido de forma legítima. Estos acontecimientos, por extraño que parezca, aumentaron mi sensación de protección, ya que significaban que podíamos dormir con nuestros padres, bajo la mesa del comedor.

Durante los apagones, mis padres susurraban. El restaurante sólo abría para el almuerzo y los periodistas estadounidenses que cubrían la crisis eran nuestros pocos clientes. Siempre que pudiera ir al parque todos los días y dormir con mis padres debajo de la mesa por la noche, me sentía feliz. 

Comprendí las implicaciones de los susurros cuando mis papás decidieron emigrar a Estados Unidos. De un día para otro desaparecieron. Nos quedamos con la familia de un tío mientras ellos buscaban una casa y un trabajo en Hialeah, Florida. No tengo ningún recuerdo de ese mes sin ellos.

Tomamos un avión de hélice de la aerolínea Pan Am a Miami, e íbamos vestidos con trajes que hacían juego. Las azafatas nos mimaron. Cuando se abrieron las puertas, nos golpeó una ráfaga de aire caliente. No vi montañas ni nubes guatemaltecas, sólo un paisaje plano. Nuestros padres saludaron desde la pista. Los dos llevaban pantalones cortos; me extrañó, porque él siempre vestía saco y corbata, ciertamente con pantalones largos, y mi madre un vestido. Bajé tambaleándome por las escaleras, llorando. Nos abrazamos, nos besamos y nos empapamos con nuestros respectivos sudores. Hablaban inglés, un idioma que no conocía. Años más tarde, cuando vi El mago de Oz y escuché a Dorothy decir: «Toto, no creo que estemos en Kansas», ella expresó exactamente lo que sentí al llegar a Estados Unidos.

No sé cómo sobrevivimos esos primeros años allá. Era difícil ser latinoamericano y judío en la Hialeah anglosajona y monolingüe. En vez de vivir en un entorno urbano vibrante, residíamos en una diminuta casa de tres habitaciones con un enorme patio trasero. El calor, porque entonces no teníamos aire acondicionado, era insoportable. Las salchichas y las hamburguesas no eran los tamales a los que estábamos acostumbrados. Bien podríamos haber estado en la Luna.

No había entendido que mi padre era, en sentido literal, un hombre del siglo xix hasta que lo acompañé a entrevistas de trabajo. Durante esos largos y frustrantes viajes (lo digo porque nunca fue contratado), me di cuenta de que era viejo y estaba agotado: como guatemalteco europeo, se encontraba fuera de sintonía en Estados Unidos. Con el tiempo, uní las piezas del rompecabezas de su vida para completar los datos que faltaban. Había nacido en 1898 en Hamburgo y luchado en Alemania durante la Primera Guerra Mundial. Tenía tres cicatrices (en pierna, brazo y espalda) que ahora a menudo llevaba al descubierto. Comparado con nuestros vecinos de veinte años, Luis Unger, de cincuenta y siete años (desempleado, o más bien «inempleable»), ya había vivido múltiples vidas. Qué vergüenza quedarse en casa para limpiar y cocinar mientras mi madre trabajaba como secretaria en Pan American Airways. O quizá para él estaba bien y yo era el avergonzado.

La familia de mi madre también tuvo un pasado accidentado. Abraham, su padre, y Marcos, su hermano, ayudaron a construir el Canal de Panamá antes de regresar a El Cairo. La esposa de mi abuelo, Salah, no pudo darle un hijo en trece años de matrimonio. Según las normas sefardíes existentes, pidió permiso al rabino Menahem Choueke para cortejar a su hija Esther, de quince años. En dos años se casó con mi abuela sin divorciarse de Salah. Mantuvo los dos matrimonios y sus esposas dieron a luz con un mes de diferencia: Salah a Ezra, el vástago masculino tan valorado en el judaísmo, y Esther a mi madre, Mazel—«Bendición»—, nombre que se convirtió en Fortuna cuando emigraron a Guatemala.

Tras ser capturado por los británicos, mi padre fue recluido en un hospital militar de Londres. Cuando el zepelín atacó, se convirtió en ordenanza de otros prisioneros en Stafford. Regresó a Alemania después del armisticio y, como agradecimiento por su servicio, recibió un traje hecho de papel y el equivalente a veinticinco dólares en marcos. Tras recuperarse en las Tierras Altas, trabajó en Hamburgo y Berlín por unos quince años, primero como aprendiz de vendedor (Lehrling), luego se unió al negocio de importación y exportación de su padre. Se casó con una sudafricana que, a los dieciocho meses, porque añoraba demasiado a sus padres, regresó a Ciudad del Cabo para nunca volver. Consiguió un divorcio rápido en Colombia y trabajó como representante de una compañía de magos judeoalemana en Barranquilla. Cuando terminó su temporada, volvió a Alemania. Nazis y comunistas se pelearon mucho después de que Hitler se convirtiera en canciller, y fue entonces cuando el tío de mi padre le compró un boleto de barco a Guatemala, le dio cien dólares y le dijo que su hijo Heinrich —Enrique en el Nuevo Mundo— lo ayudaría.

Cuando yo tenía diez años, mi padre mencionó a Van Beusecom, un abogado holandés que vivía en Guatemala, quien lo estaba ayudando a conseguir seguridad social y reparaciones del gobierno alemán. Los nazis habían confiscado tres de las tiendas de su padre y robado la joyería de su madre. Fue un proceso de dos años, pero eventualmente empezó a recibir cheques mensuales por parte de Alemania, que dieron a mis padres cierta comodidad financiera que antes no tenían.

Él comenzó a hablar sobre sus progenitores. Amaba a su padre por su humor, su calidez y su sencillez. Era muy popular, siempre le hacía bromas a la gente. Era una especie de socialdemócrata que disfrutaba estar con la gente ordinaria, y era feliz sentado a un lado del conductor del cabriolé. Su madre, por otro lado, era una mujer fría e insensible, muy inteligente, una maravillosa pianista, pero fácil de manipular y débil. Cuando mi padre fue a despedirse de su familia antes de irse a Guatemala, su lloroso padre apretaba una carta que decía que el matrimonio había terminado. Bertha había partido a Mallorca con su hermana Hilde y su esposo Oscar. Ni siquiera trates de seguirme, escribió. Cuando le pregunté a mi padre en 1978 por qué se habían separado, dijo que no quedaba amor en su relación. Punto. Su padre, Sigwart Philipp, murió de causas naturales en 1938, pero ¿qué había pasado con su madre? 

Bertha dejó Mallorca en 1936 para vivir con su hermana viuda en Berlín. ¿Por qué regresaría a la Alemania nazi? Mi padre se encogió de hombros y dijo que suponía que ella no era feliz viviendo con Hilde y Oscar, y prefería a su hermana. Después de mi viaje a Groninga, mi hermano Leslie me mandó una carta que encontró en un ejemplar de mi padre de la novela El viaje de los malditos, acerca del S.S. St. Louis. La carta manuscrita en alemán estaba en un papel membretado con las iniciales B. U.

Berlín, 22 de julio de 1938.

¡Mi querido Ludwig! Precisamente hoy, en tu cuadragésimo cumpleaños, tengo que informarte que anoche Padre sucumbió a su doloroso sufrimiento. Como sabes, cuando lo vi la última vez lo encontré muy débil y al día siguiente de mi partida tuvo que ser llevado de nuevo al hospital. Me alegra haber podido estar con él, y él también estaba muy contento por eso.

Será enterrado el domingo, yo viajaré ahora con Gusti y Georg a H[amburgo] para resolver el último papeleo. Zechl y Leine [¿los trabajadores domésticos?] se han portado de maravilla y no puedo elogiarlos lo suficiente.

Padre descansa ahora en paz, la suya ya no era vida.

Espero que hayas llegado a salvo allá y que no te arrepientas de haber vuelto [a Guatemala, después de Shanghái]. Recibirás esta carta reenviada desde Los Ángeles.

Ahora, adiós, mi muchacho, los mejores deseos para el futuro y muchos besos cariñosos de tu madre.

La calidez de la carta contradecía lo que mi padre había contado sobre su madre. «Ella era pretenciosa, parte del Oberschicht [la clase alta]. No era físicamente expresiva», decía. Nunca manifestó tristeza por su muerte, a pesar de que mi madre dijo que, cuando recibió las noticias de su fallecimiento por medio de la Cruz Roja, lloró sin tapujos. Quizá no se vio profundamente afectado debido a que no la había visto en diez años. Además, él estaba viviendo en el Nuevo Mundo con una hermosa mujer sefardí. Un niño venía en camino.

Mi padre se sentía traicionado por los judíos. Repetía a menudo que Heinrich nunca lo había ayudado de verdad a conseguir un empleo decente. Su primo, incluso, había tenido en los años treinta una oportunidad de salvar a cientos de judíos alemanes, apadrinándolos para traerlos al país, pero se rehusó a pagar los sobornos al gobierno fascista argumentando que ya había suficientes judíos en Guatemala, que la competencia los empobrecería a todos. Luego estuvo la vez en que fue a cenar a casa de un amigo a El Salvador, un hervidero de actividad nazi: al terminar la cena, amigos suyos se presentaron para jugar baraja. Un invitado llegó vestido con uniforme nazi completo. Mi padre estaba lívido, pero su amigo le dijo que los nazis eran inofensivos, socios comerciales muy eficaces. Mi padre le dio un puñetazo a su anfitrión y se fue.

Asumí que mi padre perdió contacto con mi abuelo durante la guerra. Supe a cuentagotas que, después dela Noche de los Cristales Rotos (Kristallnacht), la hermana de Bertha y Gusti, Julia, había mandado dinero para reservar un pasaje en el St. Louis. El cónsul cubano en Hamburgo expidió visas de tránsito para que permanecieran en La Habana dos meses, hasta que recibieran las visas estadounidenses. Dejaron Hamburgo con diez marcos cada una (unos cinco dólares) a mediados de mayo y llegaron a La Habana con otros novecientos treinta y cinco judíos dos semanas después. El presidente cubano, Bru, había invalidado las visas de forma retroactiva para prevenir la migración de pasajeros judíos a su país. El trasatlántico permaneció en el puerto seis días, antes de que treinta pasajeros con parientes en la isla o con visas norteamericanas válidas desembarcaran tras pagar una fianza de quinientos dólares al gobierno cubano. El barco se dirigió a Estados Unidos mientras que el capitán gentil, Schroeder, y el Comité Judío Americano de Distribución Conjunta negociaban con Roosevelt el permiso para que los pasajeros hicieran tierra en su país. Sin embargo, el secretario de Estado, Cordell Hull, aconsejó al presidente no dejar entrar a los refugiados. Estados Unidos tenía cuotas estrictas de migración como resultado del nuevo congreso más aislacionista: llegaban veintisiete mil trescientos setenta refugiados anuales de Alemania y Austria, y no todos podían ser judíos. Roosevelt estuvo de acuerdo con Hull. El barco se dirigió a la costa Este, pero el primer ministro canadiense, Mackenzie, respondió de la misma manera: No más judíos.

Para Hitler fue una gran victoria propagandística. Clamó que nadie quería a los judíos. Schroeder siguió con las negociaciones hasta que logró que varios países europeos aceptaran a los pasajeros sin Estado. Francia, Bélgica, Gran Bretaña y Holanda les ofrecieron asilo. Los trescientos veinte judíos que fueron a Inglaterra sobrevivieron, excepto uno. De los seiscientos veinte que llegaron a Europa continental, doscientos cincuenta y cuatro fallecieron en la Shoah. De los ciento ochenta y uno que terminaron en Holanda, sólo ochenta y cuatro sobrevivieron.

Bertha y Gusti llegaron a Holanda en junio de 1939 y vivieron brevemente en el barrio Heyplatt de Róterdam antes de ser reubicadas en Groninga, doscientos cincuenta kilómetros al noreste, donde vivieron en el hotel Kiek, propiedad de la familia Rosenthal.

Cuando Alemania invadió Holanda, en mayo de 1940, Bertha y Gusti se unieron a los Rosenthal en el distrito de los pintores de Groninga. En varias ocasiones, las hermanas intentaron obtener un permiso de tránsito para visitar Portugal y Nueva York. En octubre de 1941, su solicitud fue denegada. Volvieron a presentar una solicitud al Consejo Judío de Ámsterdam, pero nunca recibieron respuesta.

3.

Llego a las cinco treinta de la mañana del 8 de diciembre de 2016 al aeropuerto de Schiphol y hago el viaje de tres horas en tren a Groninga en absoluta oscuridad. Como dormí poco, estoy adormilado, pero emocionado.

Liefke Knoll, una cineasta que filmará mi visita, se reúne conmigo en la estación del tren. Me lleva a mi hotel junto al enorme Hospital Central. Tengo treinta y cinco minutos para registrarme, lavarme y cambiarme antes de la entrevista.

Ella y dos camarógrafos me recogen a las diez en punto y me llevan adonde mi abuela y mi tía abuela vivieron durante dos años con otros siete judíos. La fachada del edificio de ladrillo rojo y columnas decorativas marrones está en mal estado: la argamasa entre los ladrillos está picada y la mitad de las ventanas están parcialmente rotas o agrietadas. Liefke me dice que cuatro estudiantes viven ahí, pero que no podemos visitar la vieja casa de huéspedes hasta que los colegiales se despierten.

La entrevista tiene lugar en la casa de un miembro del comité que vivió en el edificio de mi abuela, a finales de los años sesenta. Está ubicada a menos de cincuenta yardas de donde Bertha vivió. Tiene detalles arquitectónicos similares a los de la casa de mi abuela, pero está en prístino estado. Sus paredes color crema están decoradas con buen gusto con pequeños cuadros, la ventana panorámica que da al patio luce impecable. Me recuerda a la foto de Bertha y Gusti sentadas al sol en el patio de su edificio de Groninga, con los brazos extendidos sobre la mesa. Me viene a la mente la palabra alemana Gemutlichkeit, que refiere a un estado de calidez, simpatía y buen humor. Sin embargo, estoy exhausto por mi papel de participante y observador. Siento que mi padre me sigue, gentilmente, con los brazos cruzados detrás de su espalda. ¿Qué está pensando?

Caminamos por Wassenberghstraat hasta Het Palet por café y galletas, con otras familias judías que asistirán a la ceremonia. La primera persona que reconozco es Matteke. Tiene el cabello corto y recogido y una sonrisa irónica. Le doy tres besos en la mejilla, al estilo holandés, y la adopto como familia. Me cuesta apartarme de ella.

Conozco otras familias que han venido de Amberes, Ámsterdam e Israel. Cada uno de sus integrantes tiene su propia historia de cómo sus parientes encontraron la muerte. ¿Cómo se puede salvar la brecha de tal pérdida? Me acuerdo de las «Cartas de amor de mi abuela»,
de Hart Crane:

En un espacio de esas dimensiones,
es necesario dar pasos muy cuidadosos.
Todo pende de un invisible cabello blanco,
y tiembla como ramas de abedul que tejieran una red en el aire.[1]

Estamos a punto de ir a poner las piedras cuando Demnig entra, llevando su característico sombrero marrón. Viste una camisa de
trabajo de mezclilla, de manga larga, y un chaleco azul oscuro sobre pantalones grises, la barba bien recortada. Calza zuecos negros y una bufanda roja se enrolla ceñidamente alrededor de su cuello. Cuando le agradezco, sonríe con incomodidad, como diciendo: ¿Por qué tanto alboroto?

Aunque un equipo hace las placas, Demnig coloca las piedras solo: lo ha vuelto un arte consumado. Trabaja los ladrillos de concreto, pone las piedras conmemorativas, se apoya en almohadones para proteger sus rodillas de las banquetas heladas. Varias cubetas de arena y cemento, baldes, mazos, cepillos, una regadera, una escoba y un recogedor están almacenados en su camioneta roja. Le duele la conversación: cuando habla, lo hace con sentido de autoridad y propósito, pero sin mucha personalidad. Me pregunto cómo puede pasar día tras día, semana tras semana, desde hace ya veinticuatroaños, colocando piedras. Viaja por toda Europa; en 2015, por ejemplo, visitódoscientas ciudades europeas instalando «piedras de memoria». Para finales de ese año, más de cincuenta y seis mil fueron colocadas en más de mil doscientos pueblos.

Eduard van Messel vivía en Wassenberghstraat 8a. Su hijo da una especie de discurso estándar del Holocausto: Esto no volverá a ocurrir, gracias al Estado de Israel y a la disposición de sus nietos a morir por su tierra judía. Quiere que el público comparta su rabia, pero, de hecho, los clichés que usa desalientan el contacto y una conexión más profunda. Los palestinos son asesinos macabros, dice en voz baja. Rostros holandeses conflictuados: les gusta el hombre, pero no su defensa a pleno pulmón de las acciones de Netanyahu.

La corriente fría de aire del norte arrecia. Estamos encerrados en una frígida humedad, en especial alrededor de tobillos y pies. Los seis niños del vecindario que ponen rosas en cada Stolpersteine brincan de frío sobre un pie, atentos y conscientes de la gravedad de los procedimientos de la tarde. Cuando cantan, son ángeles rubios salidos de las «órdenes angelicales» de Rilke.

Antes de colocar las nueve placas en el número 24 de Wassenberghstraat, el alcalde de Groninga habla sobre la importancia de la memoria. Más de ciento cincuenta residentes de la ciudad están con nosotros. Cuando termina, es mi turno de recordar a mi familia.

Hier woonde
Bertha
Unger-Mugdan
Geb. 1875
Gedeporteerd 1943
Uit Westerbork
Vermoord 13.3.1943
Sobibor

Hablo sobre cómo pensaron que habían escapado de Hitler, sólo para ser capturadas cuatroaños más tarde y terminar en Westerbork. Menciono a los refugiados iraquíes y sirios que llegan en torrentes a Europa, y felicito a la alemana Angela Merkel por acoger a cerca de un millón de refugiados árabes, con el gran riesgo político que ello implica. Lo que sucedió en los años treinta en Europa está pasando otra vez: estos refugiados necesitan techo, comida, hermandad. No podemos cerrar los ojos ante su difícil situación.

La última Stolpersteinees colocada por Casper Antonius Johannes Naber. Él fue arrestado, encarcelado y torturado por los nazis en Scholtenhuis, un punto de referencia de Groninga, utilizado por el comando nazi para interrogar a miembros de la Resistencia holandesa. En lugar de revelar los nombres de sus camaradas, Naber saltó a su muerte cuando un guardia abrió la ventana del ático.

Entonces visitamos la sinagoga de Groninga, una enorme estructura etérea construida en 1910. Su mitad frontal es ahora una galería de arte de la ciudad; su parte trasera tiene suficiente espacio para cien fieles, con secciones separadas de hombres y mujeres para los menos de cincuenta judíos que aún viven en la ciudad. Un rabino lubavitch de Ámsterdam recita el kadish. Yo no soy judío practicante, pero durante los últimos treinta años he ayunado para Yom Kippur, el Día de la Expiación, e ido a los servicios de Yizkor. Es mi manera de recordar a mis padres.

Mientras el rabino recita plegarias para sí mismo a un lado, un grupo de descendientes de sobrevivientes se acerca a la bimah y canta el Malei Rachamim, una oración hebrea para las almas de los difuntos, una especie de réquiem para los judíos de la Shoah. Su voz se eleva hasta la bóveda de la sinagoga. Judíos y gentiles derraman lágrimas cuando su canto llega a un repentino y desgarrado final. Me duele el corazón, en parte porque no fui capaz de decir el kadish que había ensayado para mi abuela y mi tía abuela, pero también por el hermoso canto.

Tiempo para vino y pastel de café en el salón social. Un asistente con una pequeña kipá me arrastra del brazo hacia las calles. Me advierte que tenga cuidado con los ciclistas (Groninga tiene más bicicletas per capita que ninguna otra ciudad europea) y con las multitudes que por las tardes se dirigen hacia los bares. Llueve lúgubremente. Caminamos tres cuadras y paramos en la Stolpersteine que mide un metro de largo y conmemora la muerte de casi todos sus familiares. La forma de la «piedra de memoria» es única, también tiene letras en hebreo. Mi guía está orgulloso de haber vencido la resistencia de Demnig a su práctica establecida.

Nos apresuramos de vuelta a la sinagoga. Son las seis treinta de la tarde, todo el mundo se va. Koos, vecino de Matteke y tesorero del comité, insiste en llevarme a mi hotel, aun cuando él se verá con su esposa cerca de la sinagoga para cenar. Se niega a dejarme ir solo. En el hotel, me abraza y desaparece.

Al día siguiente, Hilde, su esposo y sus dos hijas me recogen. Vamos en auto a Borger para dejar a las niñas con sus padres. Mientras nos aproximamos a la casa, ella señala un monumento de piedra en un pequeño parque. Es un memorial para dieciséis judíos que fueron deportados a los campos, que alguna vez residieron en la misma calle donde sus padres ahora viven. Me cuenta que Holanda invirtió mucho en recordar los eventos de la Segunda Guerra Mundial. Siempre estuvieron en sus mentes, y cada enero los nombres de ciento dos mil judíos muertos son leídos en voz alta.

Conducimos a través de llanuras con árboles sin hojas, y ovejas y ganado pastando, hacia Westerbork. Senderos de bicicletas y mesas de pícnic bordean la carretera. Hilde me dice que los bosques se llenan con residentes del pueblo que se divierten en verano. «Holanda es más una ciudad grande que un país. Los bosques son nuestros patios traseros».

El norte de Holanda en diciembre es un presagio. Hay apenas siete horas de luz y el sol se esfuerza para aparecer, siempre bajo en el cielo. Una espesa niebla envuelve el paisaje, recordándome las películas de guerra donde niebla y llovizna son elementos permanentes.

El gobierno holandés construyó Westerbork en octubre de 1939 para internar a los refugiados que habían entrado a Holanda de manera ilegal. En 1941 tenía una población de mil cien, en su mayoría judíos alemanes, que vivían en barracas de madera. Había una escuela, talleres de arte y música, pequeños calentadores de gas para combatir el frío.

Cuando los nazis implementaron su Solución Final (la Operación Reinhardt), Westerbork sirvió como campo de tránsito. A principios de 1942 los alemanes lo ampliaron y, en julio, su policía de seguridad tomó el control total. Erich Deppner fue designado comandante y empezó a deportar refugiados al Este. Entre julio de 1942 y el 3 de septiembre de 1944, deportaron a noventa y siete mil setecientos setenta y seis judíos: cincuenta y cinco mil a Auschwitz, cinco mil a Theresienstadt, en la actual República Checa, tres mil setecientos a Bergen-Belsen, incluida Ana Frank. Treinta y cuatro mil fueron a Sobibor. La mayor parte de los enviados a Auschwitz y Sobibor fueron asesinados al llegar, incluyendo a Bertha y Gusti, quienes partieron el 10 de marzo de 1943 y murieron en Sobibor (de acuerdo a la Cruz Roja) tres días después. Menos de cinco mil judíos de Westerbork sobrevivieron.

Después de la guerra, este lugar recibió a moluqueses e indonesios durante el intento holandés de controlar las Indias Orientales Holandesas. Para 1971, todas las barracas, talleres y escuelas habían sido destruidos. En 1992, el gobierno decidió convertirlo en un sitio conmemorativo de la Shoah.

El museo alberga parafernalia nazi, reliquias familiares, fotografías y filmes. Hay abrigos marrones con la estrella amarilla de David y un estuche con una suástica negra que adorna la bandera roja nazi, un casco y un rifle. También hay emotivos recordatorios de que, aunque el lugar es conocido por sus deportaciones masivas, sus víctimas eran todas personas distintas. Hay exhibiciones de maletas de cuero, cada una el diorama de una vida individual: en una, un traje doblado con un despertador, una brocha de afeitar de pelo de tejón y varios jabones; en otra, frascos de medicamentos, sales aromáticas, polvos, una jeringa, Lysol y torniquetes que pertenecían a un farmacéutico; otra más perteneció a un padre con sus dos hijos, contiene una kipá bordada, unos tirantes y un regalo envuelto con una nota: «Voor Josef». Hay camillas de cuero para transportar a los enfermos o ancianos obligados a abandonar sus hogares, a menudo sin previo aviso. Hay un violín, un arco, partituras sueltas, programas que enlistan sonatas y conciertos de Bach, Beethoven y Brahms. 

El campamento real está a cerca de un kilómetro del museo. Unas cinco mil personas lo ocuparon en todo momento cuando estuvo activo, pero su conservación es crudamente minimalista. Los únicos restos son una cerca de alambre de púas, veinte o treinta pies de rieles con parachoques dobles rojos que señalan el final de la línea, una torre de vigilancia y el esqueleto verde de un cuartel. Hay vagones de ganado, cada uno para transportar a sesenta judíos; se ven pequeños, o empequeñecidos, en comparación a como aparecen en las películas. ¿Cómo sobrevivieron mi abuela y mi tía abuela, de sesenta años, los tres días hasta Sobibor, en la frontera entre Polonia y Rusia? ¿Qué comieron? ¿Dónde? ¿Cómo podían dormir? ¿Defecar? ¿Llegarían medio muertas?

Todo es demasiado real.

Hay un monumento poderoso y singular a los judíos que fallecieron: ciento cinco mil cubos de cemento rojo de dos por dos pulgadas con estrellas de David colocadas en la parte superior, dispuestas en cincuenta a sesenta filas irregulares, tal vez para conmemorar la cantidad de trenes que salieron de Westerbork. También hay doscientas o trescientas fotografías en clips de metal que se elevan de unas columnas en un intento de humanizar a los muertos: eran personas reales, con hijos y padres; tenían vidas, anhelos, aspiraciones y temores. No eran masas sin rostro.

Antes de volar a casa, pasé un día en Ámsterdam visitando el Museo Histórico Judío, el Museo del Holocausto y el Memorial del Holocausto. El primero toca la historia de los judíos de Ámsterdam, con nombres como López, Ríos y Suazo, que llegaron de Sefarad, España, luego de los decretos de expulsión de Fernando e Isabel en 1492. Hay un tributo a Spinoza, excomulgado por líderes judíos por defender el humanismo y la integración con la vida cristiana. Hay ketubahs centenarios, manuscritos ilustrados y libros de aforismos, kits de peluquería, mangos de rollos de Torá, pectorales y punteros; cientos de fotografías de judíos en su vida cotidiana; una mikveh del siglo xviii descubierta recientemente, donde las mujeres se bañaban después de la menstruación.

Hay un memorial a los fallecidos en el Teatro Schildhaus, donde los comandantes del Tercer Reich los obligaron a registrarse. Los apellidos de los deportados de Holanda están inscritos en una pared de mármol negro. Encuentro el de mi abuela. Al otro lado del camino hay un monolito negro totémico sobre una estrella de David de concreto: parece casi banal, después de lo que he visto. Me impresiona un mapa de los principales campos de concentración nazis: Bergen-Belsen (Alemania), Theresienstadt y Mauthausen (República Checa), Auschwitz y Sobibor. Lo último que veo son exhibiciones de zapatos de niños, las botas marrones muy desgastadas de, digamos, uno de cincoaños, y las pantuflas que parecen zuecos de una niña de unosseis. ¿Qué amenaza eran estos niños para la Alemania nazi? ¿Qué amenaza representaban Bertha, de 68 años, y Gusti, de 65?

Sobibor está a unas tres millas al oeste del río Bug (Buh) y a cinco millas al sur de Wlodawa, en Polonia. Fue construido en la primavera de 1942 como el segundo centro de exterminio de la Operación Reinhardt a lo largo de la línea ferroviaria Chelm-Wlodawa, en una región boscosa, pantanosa y escasamente poblada. Como en muchos campos, había una oficina administrativa, un centro de recepción donde desnudaban a las víctimas y el área de matanza, que incluía cámaras de gas, fosas comunes y cuarteles para los prisioneros asignados a trabajos forzados.

Las operaciones regulares de gaseado comenzaron allí en mayo de 1942, cuando llegaron a la estación entre cuarenta y sesenta vagones de carga. Los deportados entregaron sus objetos de valor, se desnudaron en el cuartel y corrieron desnudos por un tubo que conducía directo a cámaras de gas engañosamente etiquetadas como duchas. Una vez que sellaron las puertas, se introdujo monóxido de carbono, matando a todos los que estaban dentro en cuestión de minutos. Los cadáveres fueron trasladados por prisioneros judíos y enterrados en fosas comunes. En total, los nazis mataron al menos a ciento setenta mil personas en Sobibor.

Después de que mi abuela y mi tía murieran en el otoño de 1943, aproximadamente seiscientos prisioneros iniciaron un levantamiento. Mataron a casi una docena de trabajadores y guardias alemanes. Unos trescientos prisioneros lograron escapar ese día; de ese número, cien fueron capturados en el bosque cercano y en los campos, la mitad de los cuales no vivieron para ver el final de la guerra. Tras la revuelta, Sobibor fue desmantelado y fusilaron a los judíos que no lograron huir durante la rebelión. La ubicación exacta de las cámaras se desconoció durante ochenta años, hasta 2014, cuando fueron descubiertas muy por debajo de una carretera asfaltada.

De acuerdo con Nina Siegal, del New York Times, «Entre setenta y cinco y ochenta por ciento de los judíos de los Países Bajos murieron durante la guerra, la tasa más alta en Europa Occidental». De los treinta y cuatro mil enviados a Sobibor, sólo dieciocho sobrevivieron.

Epílogo

En la víspera de año nuevo, tres semanas después de mi viaje a Groninga, me desvanecí mientras conducía para llevar a mi esposa a su estudio, a una milla de nuestro departamento en Brooklyn. Me desvié de la carretera y subí el auto a una banqueta. Reaccionando a unos gritos, esquivé por poco a un corredor que pasaba por ahí y enderecé el vehículo para volver a la carretera. Incapaz de encontrar los frenos, choqué con un auto en el semáforo. Nunca perdí el conocimiento, pero estaba en estado de trance. Disociado.

Una ambulancia nos llevó al hospital. En el camino, respondí a los médicos complicadas preguntas secuenciales que implicaban recitar días de la semana, números y meses en orden inverso. Aun así, no estaba realmente allí, sino en una especie de estado atontado en el que el tenor de lo que casi había hecho, matar a un corredor, se me escapó de la conciencia.

Pasé un día completo en el hospital. Una semana después, otro episodio similar, aunque mucho menos grave, me obligó a regresar. Tras meses de pruebas, los médicos no pudieron encontrar la causa de los dos extraños episodios.

No hubo explicación médica para mis desvanecimientos. Mi viaje a Groninga, y todas las revelaciones y coincidencias, quizás habían interrumpido la narrativa de que yo era simplemente un estadounidense de primera generación con raíces latinoamericanas, de Medio Oriente y europeas.

De hecho, también fui un sobreviviente del Holocausto.

Traducción del inglés de Iván Soto Camba.


[1] Traducción de Ezequiel Zeidenwerg.

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