Pelí­culas mudas / Ana Garcí­a Bergua

Las dos hacían tic tic tac. Cuando andaban por la calle, les tictaqueaban los tacones, los aretes y collares largos de cristal de fantasía con que se adornaban, pero sobre todo hacían tic tac las máquinas de las oficinas donde trabajaban contestando cartas y pedidos para jefes exigentes. Y en las noches, en el departamentito que compartían para ahorrar gastos, ambas practicaban el tictaqueo porque querían ser las secretarias más rápidas, ser quizá como Mabel Normand, como esas actrices de las películas que se terminaban casando con jefes simpáticos y millonarios, aunque los suyos fueran más bien abotagados y turbios. Y así, instaladas frente a la mesita del comedor, los dedos de una volaban ágiles sobre el teclado de la pesada Remington y a veces caían arrítmicos, torpes, se tropezaban, demasiado atropellados, impacientes por llegar al final de frases que la otra le dictaba en inglés, para practicar el idioma: cartas de amor a Ramón Novarro que ambas concebían durante las pesadas horas de trabajo y que en la noche tomaban vuelo debajo de la lamparita de cristales que también hacían tic tic tac al entrechocar cuando el techo se cimbraba un poco por las patadas furibundas del vecino.

     Su vecino el pianista habitaba el piso superior, más chico incluso que el de las dos secretarias, y quizá tanto tic tac no le hubiera aturdido tanto si no fuera porque las noches eran su hora de mayor inspiración. El pobre hombre, de atormentado copete beethoveniano, daba clases en las mañanas para sostenerse, en la tarde acompañaba películas con el fin de seguirse sosteniendo y así no le quedaba más que la noche para su creación, que venía preparando desde las tandas en el Cinema Imperial. Ahí practicaba un poco de Liszt, Beethoven y Chopin sin que se dieran mucha cuenta los espectadores, pues los entreveraba con las canciones populares y las tonadas que el público esperaba, esas horrendas partituras que venían con las películas. Pero eso no era importante para él, pues cuando aparecía el rostro de Clara Bow en la pantalla, su música se volvía un sueño, pasaba de Liszt a Debussy, de Beethoven a Fauré, se volvía etérea, mágica como un hallazgo. Y al terminar la función él regresaba volando al apartamento diminuto repitiéndose las notas que Clara Bow le había inspirado en el cine, tarareándolas para que no se le olvidaran. Las garrapateaba en papel pautado mientras se tomaba un café con un pan, y cuando se disponía a ejecutar aquella inspiración en su humilde piano vertical, el tic tac de la maldita máquina entraba como un instrumento impertinente, un charleston demencial que le pasaba un trapo húmedo y sucio a la memoria para borrarla por completo, convertirla en algo confuso y despreciable.
     Un día él mismo fue a tocar a su puerta para decirles de la manera más amable que su Remington le provocaba una enorme infelicidad, pero ellas le respondieron que, en cambio, adoraban su piano. No sabe cómo nos acompaña con sus melodías mientras practicamos, le dijeron, por favor no deje de tocar. Pues dejen de mecanografiar, les respondió. Y ellas le contestaron a su vez que eso era imposible, usted verá, nosotras también queremos progresar. Y él casi se murió de la impresión de que fuera posible tal insensibilidad y se regresó a lo suyo, esforzándose por tocar ya lo que fuera, e incluso se dio cuenta de que ellas tecleaban a veces a ritmo de sus creaciones. Y ese cinismo lo enfurecía, pero no era capaz de seguirles gritando a dos taquimecanógrafas tan descaradas, ni tenía amigos o parientes en la capital, y el único día en que se atrevió a irse a quejar con la portera, ésta le dijo que con gusto los correría a todos, a ellas y a él, porque no la dejaban escuchar La Hora Azul en la radio, y entonces él prefirió no insistir. Mientras buscaba otro sitio al cual mudarse con todo y piano —cosa que no era fácil—, las odiaba tocando a Wagner, a Stravinsky y ejecutaba ritmos muy complicados para que a las secretarias se les enredaran los dedos en la máquina.
     Más las odió, además, la tarde en que distinguió sus siluetas escandalosas y tictaqueantes en la función del Cinema Imperial, levantándose con la multitud de espectadores, casi en la primera fila. No se esperaron a que saliera con la tonada en la cabeza, esa que los ojos de Clara Bow le habían susurrado al batir las pestañas, sino que se dirigieron a él sin mayores preámbulos y osaron darle la mano y felicitarlo por la ejecución. Casi lloro, dijo una de ellas, cuando toca usted en la casa no se inspira tanto. La otra asintió. Pues si dejaran ustedes esa máquina en paz, tocaría mejor, les contestó. Ellas se rieron. Ni soñarlo. Acostúmbrese a la vida moderna, imagínese que estuviéramos en Nueva York. Además le criticaron su cabello alborotado a la Beethoven y le sugirieron, coquetas, que se lo pegara al cráneo con laca al estilo Valentino.
     La soledad puede provocar odios terribles y en el odio a sus vecinas concentró él toda su energía, que no era mucha. Luego de una semana de clases, funciones e inspiración frustrada por los tictaqueos, las volvió a encontrar en el cine, ahora en la premiére de Conspiración, y al siguiente sábado de nuevo. ¿Y si aprovechara la oscuridad para darles un susto, un escarmiento? En casa tenía una pistola de mujer que lo avergonzaba. Se la heredó una antigua amante que murió de tifo, para que se defendiera. Era un arma perfecta por su tamaño. Podría esconderla, y en el momento más emocionante de la película, dispararles con la mano derecha, mientras con la izquierda seguía tocando. La aventaría detrás de los cortinajes que le quedaban a un lado, junto a la pantalla. Nadie pensaría que fue el pianista, pues la música no dejaría de sonar, ni siquiera durante el disparo. Era cosa de estar atento antes de la función del sábado, ojo avizor para verlas llegar, vigilar dónde se sentaban.
      Llegaron armando el consabido escándalo de tacones y collares, como tantas mujeres que iban al cine con el novio, con sus cabellos cortos y sus sombreros como pequeños cascos. Él tuvo la cortesía de ir a saludarlas, ellas la de ofrecerle un dulce pegajoso. Cómo era posible, justo en la película en la que actuaba Clara Bow, la musa, la sublime. Él pensó que era un mensaje del cielo para cumplir su triste misión. Se las imaginó enyesadas, hospitalizadas, no muertas, desde luego, imposibilitadas de escribir a máquina por muchos días. Y se sintió feliz. Esta vez tuvieron el tino de sentarse atrás, cerca de la ventana del proyeccionista, donde podía distinguir sus siluetas perfectamente. Qué ilusión.
     Nunca tocó mejor el pianista que ese día en que pensaba sacar todo el odio, y nunca la música de Debussy llenó el espacio de manera tan incoherente pues la película era más bien una comedia. Y nunca había disparado alguien tan atinadamente al proyector de un cine, asesinando de manera definitiva a Clara Bow, por lo menos en esa tarde. Y nunca se había escuchado otro disparo, también fallido, con el que el pianista se envió a sí mismo al hospital, por tener los dedos pegajosos.

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