Sugerencias para observar el atardecer por nuestra cuenta / César Campos

—Sin control.
—Hermoso.

—¿Carro ñ…
—Replantea el concepto de meridiano.
—Una tarea para las siguientes generaciones.
—¿Un g…
Como si no bastara con la vergonzosa sudoración, el ridículo nos puede llegar a partir la lengua en dos pedales. Por un lado, el acelerador se presiona a fondo cuando enunciamos una mentira con la intención de salvar cierto vacío, pero ésta termina desencadenando una avalancha de falsedades que escupimos sin control. Mientras tanto, a su lado figura el pedal responsable del frenado, mejor conocido por amarrar nuestras cuerdas vocales en forma de un prudente silencio. Sea como sea, mi frustrada participación en el diálogo que referí al principio se asemeja más a la combinación de ambos mecanismos; algo parecido a los jaloneos de un auto cuando el conductor se está iniciando en la tarea. Y si bien no se trata de una humillación en extremo dolorosa, tampoco me siento con el valor suficiente para tratarla en un párrafo tan prematuro.
      La conversación en cuestión se desarrolló como un inesperado pasaje de sobremesa. Había estado disfrutando de la tertulia hasta que repentinamente mis camaradas empezaron a discutir sobre un atardecer que yo aún no había vivido. Horrorizado por la idea de ser descubierto, aunque más molesto por no poder participar en la charla, comencé entonces a pasar un mal rato de transpiración y descontrol de las palancas del habla.
      Con todo y su «ocaso delirante», el sábado veintitrés de marzo parecía haber marcado un antes y un después. Imparables eran los recitales de agradecimiento hacia la naturaleza y su paleta de colores, además de las agitadas conversaciones acerca de los múltiples matices que escondía nuestro sistema solar. Eventualmente, la acumulación de reseñas sobre aquella tarde empezaba a abrumarme y, a medida que se aproximaba su fecha, comencé a considerar que tal vez no sólo valdría la pena presenciarla, como el resto ya lo había hecho, sino que además debería estar preparado.
      Exploré el catálogo de la Biblioteca Vasconcelos con la esperanza de encontrar algún noble instructivo que enunciara las bases para lograr un examen provechoso de las nubes. Pero luego de comprobar la inexistencia de títulos como Atardeceres en occidente, Manual de la contemplación vespertina o Tardes mexicanas: retrospectiva de un pueblo adormilado, resolví que tendría que recurrir a otra técnica.
      Después de merodear lo suficiente, cualquiera puede comprobar que la colección de tomos dedicados al estudio de los mares establece el pasillo más azulado de las bibliotecas. Detrás de este tobogán encontré La Meteorología, de Günther D. Roth. A juzgar por la leyenda que en la portada anuncia «Formaciones nubosas y otros fenómenos meteorológicos», la simpleza de semejante oración hace sospechar que la información de la carátula no sólo pretende dar un adelanto del contenido, sino que en todo caso, aspira a convencernos de que se trata de una publicación útil y, sobre todo, al alcance para quien se enfrenta a la tarea de observar una tarde sin saber lo que ello significa.
      Después de unas páginas, en el acertado capítulo «Sugerencias para observar el tiempo atmosférico por nuestra cuenta», el señor Roth despliega un invaluable compendio de fenómenos naturales, así como la descripción que amerita cada caso. En esta lógica se extiende, por ejemplo, el delicioso relato que corresponde al avistamiento de los relámpagos:
      A menudo se ven caprichosas estelas de luz de diversa longitud. Los relámpagos forman líneas simples, pero también muestran ramificaciones hacia arriba y hacia abajo. Algunos sólo se manifiestan como un resplandor entre la capa nubosa. El relámpago de rosario permite ver durante varias décimas de segundo una especie de collar de perlas luminoso. En ocasiones se han observado rayos en bola con forma de globo de fuego sobre la superficie terrestre. Con frecuencia las descargas eléctricas intensas van seguidas de precipitaciones bastante fuertes.

Tal parece que la intención de párrafos de este tipo, una vez compilados, apunta a la formación de lectores seguros de sí mismos y de su percepción. Seres empoderados, dueños de una confianza indoblegable gracias a este práctico catálogo que nos permite mirar hacia cualquier dirección con la seguridad de que existe un diagnóstico para todo lo que acontece.
      Para Noam Chomsky, los humanos pensamos en términos de «árboles, perros y ríos». Pero «¿qué son esos términos?», se pregunta el autor. El ejercicio se vuelve literal, casi poético, cuando la meteorología responde: pues bien, en el caso del relámpago rosario, no se trata sino de «un collar de perlas luminoso». Gran respuesta, sí. Pero Chomsky no desea conocer qué pueden significar, sino realmente qué son los términos. Es decir, agotar la última barrera conceptual, desenmascarar al fin la distancia entre pensamiento y mundo.
      No obstante, desde luego que sería indigesto emprender aquí una disertación sobre la fragilidad implícita que conlleva el asumir que el término atardecer proviene de un verdadero atardecer que sucede allá afuera. Sería como tratar de derrumbar ese tono tan arrogante con el que muchos se refieren a la tarde, sobre todo cuando dan a entender que la puesta del Sol siempre ha sido evidente y que no hay nada más que agregar, o en todo caso, los únicos comentarios pertinentes son los elogios que suelen arrojar en la sobremesa, mientras que yo me siento como un idiota por no saber de lo que están hablando.
Además, si uno se excede en la cavilación de estas ideas corre el riesgo de perpetrar la negligente destrucción de la ciencia meteorológica, pulverizando el generoso y dedicado trabajo de autores como el señor Roth y su bondadoso ejemplar. Es recomendable entonces volver a sus páginas y entender la obra en su dimensión de herramienta.
      Sobresale también que, en su compromiso con el entendimiento, esta antología de auroras polares, bajas presiones y tintes crepusculares incluye las respectivas ilustraciones (considerado gesto que se adelanta a una posible carencia de nitidez en las descripciones o bien, al caso de que nuestra capacidad imaginativa atraviese por una mala racha, o a ambas opciones).
      Ahora bien, si alguien estuviera interesado en resolver el desfase de días, sobra decir que no hallaría la solución en un libro de meteorología. Primero tendría que controlar el mareo que produce esta demora, vencer las ganas de regurgitar sobre el mantel con el deseo de que la sobremesa aún no llegue para alcanzar a vomitar sobre los platillos de los demás, en plena degustación, anticipándome, advirtiéndoles que no se atrevan a hablar de una tarde o de un desequilibrio estomacal que acaba de arruinar la ocasión pero que aún yo no he vivido. Aclarando que ni toda una biblioteca es suficiente para ponerme al corriente con la fecha que todos vociferan. Que las mentiras que pretenden esconder un vacío en verdad existen para disimular una distancia en el calendario. Para maquillar las secuelas de vivir en otro mes. Expulsando el contenido de mi estómago para decirles que tal vez no estoy con ellos, en esta mesa, en este momento, porque estoy hurgando en la sección de la biblioteca dedicada a los sistemas neumáticos, con la esperanza de encontrar un generoso manual para controlar los pedales de mi lengua, pues no quiero fallar cuando suceda la conversación del principio.

Comparte este texto: