Mario Goloboff (Carlos Casares, Argentina, 1939). Aguerridas musas es uno de sus libros más recientes (Alción Editora, 2016).
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.
Augusto Monterroso
Los imponderables medios, los arduos y astutos periodistas, los sabios comunicadores, los opinólogos de todo borde, las buenas conciencias de la atormentada sociedad, las autoridades del pensamiento contemporáneo, sostienen que esta pandemia va a darle vuelta a todo, que después de ella nada va a ser igual, que habrá cambios radicales y sustanciales en nuestras vidas. El público lo lee o lo escucha, lo repite y lo difunde, como si el dicho fuese, una vez más, la palabra revelada.
En verdad, la gente está bastante aturdida por los hechos, por estas enfermedades misteriosas y sus muertes masivas, por estas cuarentenas y estos confinamientos, por esta avalancha de nueva y novedosa información médica, biológica, microbiológica y terapéutica, por estas prevenciones, jamás tomadas ni contempladas, por este miedo que le meten y difunden todos, y apenas si sabe bien dónde está parada y en qué país, en qué pedazo de tierra, de qué mundo.
Otras retóricas se vinculan con aquélla vaticinadora, que es la que más cunde, la futurológica, sin alcanzar a ser centrales: la complotista, que desvía la ciencia según sus pareceres, ideológicos, políticos, y hace de esta pandemia un hecho deliberado, cuando no elaborado, del enemigo; la naturalista, que insiste, no sin razón, en el daño que producen al planeta la extracción, la explotación, el menoscabo, la depredación; la antihomocéntrica, que defiende una vez más al reino animal y hasta llega a sostener que ésta es su reacción y su defensa. Y, en fin, las diversas charlatanerías, como las que florecen en algunas religiones y prácticas mágicas en el Brasil de Bolsonaro, y en algunos países africanos, donde según Le Monde «la grande guerre contre les hémorroïdes a laissé place à la lutte contre le coronavirus» (la gran guerra contra las hemorroides ha dejado lugar a la lucha contra el coronavirus), por parte de santones y curanderos. Pero ninguna parece tan potente y actuante como las primeras, tal vez porque lo que hacen es ocultar las otras, y hablar de un futuro en el que todo ello se haya obviado.
¿Qué es lo que va a cambiar? ¿Por qué «ya nada va a ser igual» después de esta pandemia? ¿Por qué «el mundo no va a ser el mismo»? ¿Por qué las relaciones económicas, sociales, productivas, y hasta las afectivas, no van a ser las mismas? ¿Qué producirá «el ocaso del Imperio»? ¿Qué es lo que va a transformarse tan rotundamente? ¿Por qué esta pandemia traerá una derrota tan flagrante del capitalismo y del neoliberalismo, en la teoría y en la práctica? Frases y consignas que suelen prender con facilidad en bocas nuestras, sin que nos preguntemos, seriamente, por su significado, por su verdadera razón. ¿No habrá más ricos y pobres? ¿No habrá más clases? ¿Cambiará la esencia del sistema? (aquí y en otros lados). ¿De dónde sale esto?
Fundado en algo que suele calificarse, poco modestamente, como modesta experiencia, y en lo que creo que puede ser mi conocimiento de la realidad, de la organización económica y social del mundo y de los seres humanos que lo habitan, a los que he visto comportarse a lo largo de más de siete décadas, creo, si se me permite, que van a cambiar muy pocas cosas fundamentales. Si no cede el complejo agroindustrial alimentario, que infecta el ambiente, los seres animales, vegetales y, por cierto, humanos, y los gobiernos siguen quedándose quietos como en estos últimos cincuenta años (por dar alguna fecha), que nadie espere cambios. Si continúa la contaminación a mansalva de las aguas, de los mares, del aire y de la tierra, de todos los productos vegetales y animales con que nos alimentamos; si, además, no cambia el papel de los Estados en la organización, en la atención, en el cuidado de la salud de las poblaciones, si ésta sigue en manos de empresas privadas (sí que capitalistas salvajes), poco va a mejorar la condición de esa salud y su dudosa protección. Si el capitalismo, la ganancia y el individualismo siguen primando, de manera proclamada y pública, autorizada, procurada, desembozada, cómplice, sobre los distintos tipos de parciales solidaridades colectivas, poco habrá de cambios a verificar, más que en algunas áreas específicas.
Por otro lado, los sistemas políticos, así como están, se hallan bastante cómodos en el mundo de hoy: hay derechas (liberales, financieras, supercapitalistas, hambreadoras y explotadoras) e izquierdas (contestatarias, más o menos reformistas, más o menos consecuentes). Ninguno de esos sistemas está, que se vea, en lo fundamental a punto de caer. Salvo casos excepcionales (Irán, bien contradictoriamente; Venezuela, menor y tan verbalizado), conviven en el planeta sin mayores sobresaltos, y se ha visto, durante esta pandemia, una colaboración y asistencia mutuas y recíprocas que llaman la atención (de lo que no son el único ejemplo, aunque sí sumamente destacable, las brigadas cubanas).
Que me disculpen los ortodoxos de siempre, los nuevos cientistas, los muy modernos renovadores del dogma, los vigilantes del pensamiento antitotalitario y del más o menos totalitario: en tanto que haya clases, y por consiguiente lucha de clases, las cosas, pasada esta pandemia, seguirán igual (o peor). Hasta que haya un tope, y al fin se junte todo, en un momento, en un periodo, donde se manifieste, palmariamente, que los de abajo no quieren más y los de arriba no pueden más. Y todo empiece realmente a sacudirse. Mis visiones llegan hasta ahí. No soy un previsor ni un anticipador ni mucho menos un vaticinador de nuevas sociedades. Me queda demasiado grande cualquiera de esos nombramientos