Palabras inconclusas / Yoon Sung-hee

Después acabé teniendo mucho tiempo libre, y me senté con frecuencia en la barandilla del techo a jugar juegos mentales, rebobinando en mi memoria.    Recordé haber encontrado un billete de mil wons camino a la escuela y haberlo atrapado rápidamente bajo mi pie (por haberme quedado ahí parado esperando a que todos se fueran, llegué tarde a clase); ser llevado a rastras por mi madre a clases de caligrafía china («Señor, tengo una pregunta. ¿Cómo se escribe la segunda sílaba de “trotar” en escritura china? El símbolo que uno usa para la primera sílaba es el mismo que se usa para decir “mañana”, ¿cierto? Presumir siempre terminaba en humillación»); haber pasado una hora encerrado en el baño (nunca descubrí quién fue el que me encerró); haber aprendido la palabra «consternación» de las páginas de una historieta (al encontrarme en situaciones desfavorables, yo siempre gritaba «¡Consternación!» y me dejaba caer fingiendo un desmayo. Este hábito desapareció el día en que me golpeé la cabeza con el filo de un escritorio y me salió sangre); sentir odio cada vez que oía la frase «Deja que tu hermano juegue con él» (yo quería responder con un No, pero a pesar de mí mismo, siempre decía Sí); y cómo deseaba gritar «¡Ya no soy un bebé!» cada vez que alguien me trataba como si aún lo fuera (me sabía muy pocas palabras en aquel entonces). Cada vez que rebobino el carrete y lo dejo correr de esta forma, llega el momento en que me encuentro con la escena más vieja de la que tengo memoria, la primera de todas. Estoy sentado en la parte de atrás de un triciclo que está atorado en una zanja. Hay alguien sentado adelante e infiero que es mi hermano mayor, pues el suéter que esta persona trae puesto reaparece en uno de mis primeros recuerdos. En esta escena tengo seis o siete años y estoy corriendo a alguna parte, y traigo puesto el suéter con el estampado de hojas de arce. Mi hermano lucha por sacar el triciclo de la zanja. Entre más lo intenta, más hunde su pierna derecha en el fango. Una de las rueditas traseras sigue girando, levantada en el aire. Veo la rueda girar, pensando que me gustaría meter mi dedo entre los rayos. Si alguien me preguntara «¿Cuál es tu pasatiempo?», yo le respondería «Sentarme en la barandilla del techo y mirar el sol poniente mientras pienso en la rueda girante del triciclo».
     Toda la familia se sentó en el sofá, esperando el regreso de mi padre. Al observarlos, sentí curiosidad por saber cuál era el primer recuerdo que cada uno de ellos escondía en su memoria. El abuelo incluso tiene los números de su cuenta de crédito de hace cincuenta años archivados en la cabeza, así que bien podría recordar hasta el punto en que usaba pañales. Sin importar la ocasión, mi hermano siempre tenía una libreta a la mano. Ya fuera que estuviese comiendo, viendo televisión, o escuchando los regaños de mi madre, él sacaba una pluma y tomaba nota. Quizás en una de sus libretas está registrada su primera memoria. ¿Recordará haber conducido el triciclo a la zanja conmigo en el asiento? En cuanto a mi madre, bueno, no espero gran cosa. Sólo desearía que recordara apagar la estufa antes de que el caldo hierva y se derrame. Mi hermano bostezó y comenzó a cambiar los canales con el control remoto. «Déjale en la novela», dijo mi madre. «No soporto a esa mujer», dijo mi hermano. «No es como si fueras a casarte con ella ¿o sí?». El comentario de mi abuelo hizo que mi hermano sacara su libreta y tomara nota. «Aquel viejo adivino dijo que, por lo menos, pasarías el examen de admisión». El abuelo acarició el cabello de mi hermano. Según va la historia, mi abuelo fue con un famoso adivino el día en que nació mi hermano. El día en que yo nací, mi abuelo no fue con el adivino sino a la taberna a beberse una cubeta entera de licor de arroz. La visita de mi abuelo al adivino el día del nacimiento de mi hermano no era la primera visita que mi abuelo le hacía. Había hecho lo mismo cuando nació mi padre, el primer varón en la familia en tres generaciones. Mi abuelo abrió el dobladillo de su manga para insertar el papel con los Cuatro Pilares del Destino del bebé —el año, mes, día y hora de su nacimiento— y luego lo volvió a coser. Luego salió en busca de un adivino llamado Han, quien, había escuchado, vivía en la ciudad de G. Lo único que mi abuelo sabía era el nombre del adivino, pero resultó que la ciudad de G era más grande de lo que había imaginado. Al final decidió detenerse en la primera casa con letrero de adivino que encontró. Un hombre que se llamaba a sí mismo Mt. Baekdu Bodhisattva estaba ahí sentado, vestido con el tradicional hanbok blanco. El abuelo anotó en un papel sus propios Cuatro Pilares del Destino, luego se lo dio al adivino y le hizo una propuesta. Si adivinas correctamente si mis padres aún viven o no, te entregaré la mitad de mi fortuna. Pero si te equivocas, quiero que me ayudes a encontrar a la persona que busco. Entonces Mt. Baekdu Bodhisattva miró el papel durante un largo tiempo y dijo, inclinando la cabeza, preferiría no decirlo. Vamos a suponer que yo pierdo. Luego Mt. Baekdu Bodhisattva le dibujó un mapa al abuelo. Han el adivino había dejado la ciudad de G para convertirse en un ermitaño montañés en el pueblo de T. Abundaban rumores que decían que Han incluso había rechazado a un político poderoso que había viajado hasta la montaña para consultarlo. Mt. Baekdu Bodhisattva le dio una pista al abuelo sobre cómo ganarse el corazón de Han. Y le dio esta información sin pedir ningún pago. Dijo que después de haber visto los Cuatro Pilares del Destino del abuelo había sentido lástima por él y quería ayudarlo. El abuelo se fue caminando, mapa en mano. Le tomó más de un día tan sólo llegar a las orillas de la ciudad. Pasó por los pueblos C y L. «Te digo, me perdí en las montañas, comí puro arruruz durante una semana». Fue un hombre que andaba hurgando en busca de ginseng silvestre el que salvó la vida del abuelo después de que éste se colapsó de cansancio. El hombre había extraído tres preciosas raíces de ginseng silvestre esa mañana y le ordenó al abuelo comerse la más pequeña. Revigorizado, el abuelo tomó ventaja de un momento de distracción del hombre para comerse las otras dos raíces. Después de todo, el abuelo había sido el primer varón de la familia en dos generaciones. Desde la infancia, le habían dicho una y otra vez, hasta endurecerse la piel que rodeaba a sus oídos, que era el deber de su familia el cuidar de su cuerpo. Cuando el hombre del ginseng persiguió al abuelo, amenazando con cortarle la cabeza con su hoz, el abuelo prometió compensarlo ayudándolo a encontrar no menos de diez raíces. Aquel día, el abuelo se dispuso a hurgar en busca de ginseng con el hombre. «Primero que nada, un hombre debe cumplir sus promesas». Mi hermano sacudió su cabeza lentamente, y se hundió aún más profundo en el sofá. Yo también sacudí mi cabeza, una muestra de apoyo. Cualquiera que conoce al abuelo sabe bien que él nunca encontró una sola raíz de ginseng. Esto lo sabemos porque antes de que muriera, el hombre del ginseng vino a cobrarle las tres raíces que aún le debía. Hace todos esos años, después de que el abuelo y el hombre del ginseng se separaron, el abuelo continuó en su búsqueda de Han el adivino. El mismo día en que el abuelo llegó a la puerta de la cabaña de Han, en casa se estaba dando una gran fiesta en honor al centésimo día de vida del primer varón en la familia en tres generaciones. Sin pronunciar palabra alguna de bienvenida o explicación, Han se agachó y le quitó los zapatos a mi abuelo. Inspeccionó con cuidado los gomusin de mi abuelo, luego le ordenó quitarse los calcetines. La peste de sus pies llenó la cabaña. El olor era tan fuerte que un gato que había estado dormitando en un rincón despertó de un salto y salió corriendo, y no se atrevió a regresar hasta el día siguiente. Los zapatos de goma de mi abuelo se habían desgastado y hecho jirones durante el tiempo en que deambuló por la montaña con el hombre del ginseng. Han sostuvo los zapatos desgarrados y le preguntó a mi abuelo ¿Qué es lo que estás buscando? «Funcionó, el secreto que me había contado Mt. Baekdu Bodhisattva. Tuve que caminar cada paso para llegar hasta allí sin comprar un nuevo par de zapatos, sin importar cuánto se desgastaran». Y así es como el abuelo consiguió que le leyeran los Cuatro Pilares del Destino de mi padre. Pero a pesar de todas las dificultades que soportó mi abuelo, el destino de mi padre no indicó nada especial. El consejo de Han para mi abuelo fue que su hijo no debería intentar ninguna empresa después de cumplir veinte. Quedarse quieto y cobrar renta, ésa era la vida designada para él. «Si no me hubiera vaticinado longevidad, no habría regresado yo a casa. Merezco algo de devoción filial, por lo menos, en estos últimos años, si es que no puedo esperar nada más de él».
     El tintineo de unas llaves llegó desde la puerta principal. «Deberíamos cambiar a cerradura electrónica», dijo mi hermano. «No soy bueno para memorizar números», dijo el abuelo. Mientras mi padre batallaba con la cerradura, el resto de la familia se quedó sentada en el sofá, volteando sus cabezas para observar al cerrojo girar de derecha a izquierda. Mi padre caminó derecho hasta el sofá y se sentó, metiéndose entre el abuelo y mi hermano. Su ropa apestaba a cigarro. «¿Qué es ese olor?». Mi madre se abanicó la nariz con la mano. Desde que perdió a su madre por causa de un cáncer pulmonar, mi madre fue muy susceptible en cuestiones de tabaco. Cuando a su madre —en vez de a su padre, quien fumó crónicamente toda su vida— le diagnosticaron cáncer pulmonar en etapa terminal, mi madre tomó el baúl de cedro de la abuela, su mueble más viejo y preciado, y lo sacó al patio, donde le prendió fuego. Mi abuela le había prometido a mi madre que, cuando ella muriera, heredaría el baúl de cedro. Si tenías que fumar, lo debiste haber hecho solo en las montañas, o en cualquier otra parte, le gritó mi madre a su padre. Su padre estaba en su cuarto y su silueta era vagamente visible a través de la puerta de papel. Tenía una larga pipa de tabaco en la mano. Después de esa pérdida, mi madre pensaba en el baúl de la abuela cada vez que olía humo de tabaco. Ese baúl había sido transmitido de madres a hijas durante siglos, desde el reinado de Joscon. Ella nunca volvió a ver la televisión.

Traducción del inglés de Eduardo Padilla

 

 

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