Pagar por milagros

Daniel Centeno

Los Mochis, Sinaloa, 1991. Su libro más reciente es «No hablaremos de muerte a los fantasmas». (Casa Futura Ediciones, 2021).

Los genios de las historias parecen cobrar con tristeza los deseos que conceden. ¿Quieres volar? Pues vas a volar altísimo, más que cualquier ser humano nunca, más que un cohete, más que un asteroide que luego de surcar todos los horizontes cae precipitado a la tierra, en llamas, a punto de extinguir todo cuanto existe. Por supuesto, el cuerpo se desintegra. Volar es un concepto relativo. Uno puede volar al alzarse sobre el suelo o puede volar en pedazos con una bomba. El genio lo sabe, pero no tiene intenciones de hacer la aclaración. O eso piensa la gente que lee esas historias: que no quiere, y no que no puede.

Mis amigos comenzaron a decirme genio, un poco como una broma local; luego, cuando se refirieron a mí con otros amigos suyos, que eventualmente me trajeron a otros. Algo en el concepto se perdió conforme fue pasando de una boca a otra, y la gente pasó de creer que les ofrecía a una bomba, a que les daría alas. Aquel ejercicio fue lo más parecido que uno puede hacer a una genealogía de la amistad: conoces a los amigos de tus amigos, y a los amigos de estos, y de pronto comprendes muchas cosas, las marcas que unos van dejando en otros, los tics que caen como de abuelos a nietos, saltándose una generación, pero presentes como brillantina sobre piel suave.

Mi tienda estaba en la calle 42, a unos pasos del tren. La gente subía al tren, llegaba hasta conmigo y me decía toda clase de cosas. La gente de la ciudad estaba a un tren de distancia del paraíso.

Por favor, llévele esta pecera a mi hijo.

¿Cuánto cobras por traficar un destapador?

¿Cuál es el truco aquí? ¿Cómo haces para llevar cosas? Sabes qué, no importa. Por favor, lleva esta carta contigo.

Constantemente pienso en esa pecera. En la mujer que la llevaba consigo, con todo el cuerpo temblando… menos las manos, porque tenían que ser firmes, porque una pecera es frágil. 

La señora debía de tener más o menos mi edad, pero se notaba muy mayor, como si ser madre la hubiera hecho brincarse varios años, aunque su reloj biológico aún no se diera cuenta. Me hablaba como si yo fuera un niño y mi negocio fuera un juego y ella estuviera por regañarme porque no había hecho la tarea. Todo en su rostro gritaba mamá.

Esta pecera es de mi hijo, comenzó a decir. Bueno, era de mi hijo. Él ya no está.

Aún sigue siendo suya, la interrumpí.

Las cosas no dejan de ser nuestras sólo porque las dejamos atrás, del mismo modo que nuestra piel aún es nuestra piel aunque se queda flotando en el aire sobre la cama, conforme se desprende de nosotros.

La mujer parecía meditar si mi interrupción, y quizá hasta mi forma de mirarla, tenían escondido alguna clase de milagro. Lo mío, más que un negocio, era una bendición escondida en el capitalismo, porque así es como las bendiciones santas se esconden a plena luz estos días: como un servicio que se puede pagar.

¿Qué datos necesita que le dé de mi hijo?, me preguntó, sin soltar la pecera. Yo le acababa de hacer un gesto con la mano, indicándole que podía dejarla sobre mi mostrador. La mujer negó suavemente, apretando sus uñas apenas lo suficiente para hacer ese ruido tan característico que tiene el cristal. Aunque suave, aquello la perturbó tanto que casi soltó la pecera. Yo pasé de prisa mi brazo por el mostrador y puse mi mano bajo la base, por si acaso hacía falta. Su gesto fue contraerse, como si temiera que se la quitara. Todo pasó tan rápido. Luego, cuando comprendió que trataba de ayudarla, se relajó.

Lo siento mucho, me dijo.

No se preocupe. No es la primera vez que alguien trae un objeto frágil para llevar al paraíso, le dije.

La gente tiene una idea equivocada del paraíso, pero nadie me ha preguntado cómo es. No quieren saberlo. A nadie le interesa demasiado, excepto una cosa.

¿No les falta nada?, me preguntan.

Y yo les digo que siempre faltan cosas. Hay muy pocas cosas en el paraíso. Uno que otro televisor, alguna radio inútil a la que no le llega ninguna señal, corcholatas.

¿Corcholatas?, me preguntó mi mejor amiga, luego de que me pusiera a enumerar tonterías.

Sí. Hay muchas. Hay zonas del paraíso donde la gente va y juega con corcholatas. Las arrojan contra el aire o al suelo, tratando de averiguar quién la arroja más lejos.

No sé si era mi seriedad o que yo jamás jugué a algo así, pero me creían. Nunca pusieron en duda que lo que les dije fuera verdad. A lo mejor la amistad es eso: decir algo increíble, y que otros te crean.

En otra ocasión fue un amigo quien llegó a mi tienda, fingiendo que me visitaba. Me dio un abrazo, incluso me dijo que me quería. Me preguntó cómo estaba, luego de lo que le pasó a Alejandro. Él nunca me había preguntado, aunque habían pasado años de eso.

Yo estaba acomodando cosas en las repisas. Se me habían acumulado pedidos esa tarde, y cuando cerrara tendría que ir varias veces al paraíso si quería que estuviera todo en orden para el día siguiente. Tenía en la mano una libreta, en la que iba verificando todo: los objetos con los nombres, que nada me hiciera falta ni que se hubiera perdido o roto o tuviera escondida alguna otra cosa dentro. Algunas personas esconden cosas en los objetos que quieren que lleve, y me deshago de ellos.

Ahí estaba mi amigo, sonriéndome nervioso. Tenía un ligero tic en el ojo que sólo se notaba cuando estaba más estresado. En realidad no eran nervios ni estrés, sino un pánico muy bien disimulado.

Y dime, estos objetos, estas cosas que llevas, ¿son bien recibidos?, me preguntó.

Era la primera vez que alguien me lo preguntaba. No supe qué responderle, así que me encogí de hombros y seguí acomodando cosas.

No, pero en serio, insistió. ¿Cómo se lo toma la gente? ¿Alguna vez te han devuelto algún objeto?

Sí, le dije, escuetamente. Me llevé la mano al mentón porque tenía comezón, pero también porque estaba pensando. Alguna vez me regresaron un abrigo, le dije. La persona no tenía frío y no sabía qué hacer con él, le fastidiaba tener que cargarlo.

¿Y qué más?, me preguntó, imitando mi gesto, con su mano también en la barbilla.

Qué más, le dije. Pues también me regresaron unas botas, porque eran muy pesadas y no le gustaba caminar con ellas. Me dijo que algo por lo que se alegraba de haber muerto era que ya no tendría que usar ningunas botas.

¿Y qué más?

Un álbum de estampillas, porque estaba incompleto. Alguien seguramente robó una o dos en el funeral, y odiaba la idea de tener una colección incompleta.

¿Y por qué no le llevaste las que le faltaban después?

Porque no se puede, le dije. No puedo entregar más de un objeto por persona. Es romper demasiado las reglas.

Mi amigo de pronto se cruzó de brazos, rascándose el costado de su pecho y conteniendo en su rostro un pánico que se le estaba quebrando en los gestos, igual que un cristal que se estrella a golpes.

¿O sea que sólo tenemos una oportunidad?

Sí, le dije. ¿Estás seguro de qué es lo que quieres que le lleve a tu muerto?

Había tardado demasiado en comprender a dónde iba con todo eso, y apenas lo hice supe que él no daría el paso, así que tenía que darlo yo. Me acerqué a él, firme, con el rostro alzado, para que sintiera que ahí era yo quien tenía la autoridad, para que se quitara de encima el peso de tomar una decisión. Sería mía. Su peso sería mi carga. Yo elegiría por él. Luego podría culparme a mí, enojarse conmigo, jamás hablar conmigo de nuevo.

¿Me vas a dar el objeto que quieres que lleve? Hoy tengo llena la tienda y estoy por cerrar.

Podría venir mañana, me dijo.

No, le corté. Mañana voy a salir, y no sé cuándo abriré otra vez.

En realidad no pensaba hacer otra cosa que trabajar, como todos los días. Pero él tenía que sentir que el tiempo se le agotaba y que no daría el paso jamás.

Entonces sacó un montón de papel picado de su bolsillo. Protegido en el papel, como si se tratara de un nido protegiendo un huevo, estaba un collar.

Quiero que le lleves esto a mi hermana, me dijo.

Tuve que obligarme a mantener el rostro alzado, la voz fuerte, la postura inquebrantable, porque yo no sabía que su hermana había muerto. No fui al funeral, ni le di nunca el pésame. Apenas estaba cayendo en la cuenta de que en realidad no éramos tan amigos, y hacía años que no nos veíamos ni hablábamos, pese a que mi instinto había sido tratarlo como si lo hubiera visto ayer y no hubiera pasado tiempo entre nosotros. La amistad, igual que el paraíso, es un lugar sin tiempo, al que de vez en cuando le faltan muchas cosas. Alguna bebida hidratante, algún juego, un par de tenis cómodos. Un tícket del camión al que te subiste para visitarlo.

Cuenta con ello, le dije.

El collar era un relicario, uno de esos objetos que en realidad son dos, en donde las reglas se tuercen un poco, porque un relicario sin foto es otra cosa, igual que un álbum sin estampillas. Hay partes que, estando juntas, forman una sola.

Y aunque no se lo ofrecía a todo el mundo, le dije también:

¿Quieres que le diga algo? ¿Algún mensaje? No puedo llevar dos objetos, pero puedo decirle lo que quieras que le diga.

No tenía idea de que ofrecieras ese servicio, se precipitó.

Ya no pude más y le dije que estaba bien si lloraba.

Mi amigo, como si hubiera hecho magia sobre su corazón, comenzó a llorar por todo lo que había perdido con la muerte de ella, y todo lo que se quedó con él.

¿Tú qué le llevaste?, me preguntó, distrayéndose un poco de su propia tristeza con una muy próxima: la mía. ¿Qué fue lo que le dijiste a Alejandro cuando lo viste?

Me quebré ahí frente a él, pero para que no me viera lo abracé porque así mi cara se caería a pedazos sobre su espalda.

A tu hermana le encantará el relicario, le respondí, y no pude decir más.

Los muertos a veces devuelven otras cosas que les recuerdan demasiado que alguna vez estuvieron vivos. Una rasuradora, por ejemplo. Su vello ya no crece, ¿qué se supone que van a cortar? Un cortauñas. Una liga para el cabello, luego de que habían muerto con apenas unos pelos sobre la coronilla. Recién ahora comienzo a pensar que no toda la gente envía objetos a sus muertos por amor. También hay odio en los envíos, un poco de desprecio y duelo mal manejado.

Venganza.

Alguna vez me dejaron una carta que no hacía sino culpar al muerto por haberse ido, y tuve que abrazarlo en el acto porque , desde que había muerto, se había desacostumbrado a sentirse triste. En general, se había desacostumbrado a sentir, y se vio abrumado por las emociones.

Tranquilo, le dije, esto pasará. Me iré y no recordarás de dónde salió esto.

Yo tampoco recuerdo, cuando ha pasado mucho tiempo. Así ocurre casi siempre. Excepto que a la señora de la pecera jamás la podré olvidar. Cuando al fin la soltó en mi mano me habló de su hijo, que había muerto en la calle luego de años de escuchar historias de su padre, de cuando él salía a jugar toda clase de cosas fuera de casa.

Pero las calles ya no son lo que eran, me dijo. Tú lo sabes, imagino. No nos llevamos tantos años.

Era obvio que todo había sido distinto. El paraíso no cambiaba tan rápido como cambiaba el mundo. Allá era todo más o menos igual siempre, de forma que sin importar cuántos años hubieran pasado desde que comencé, sabía exactamente por dónde ir, a dónde llegar, lo que estarían haciendo. Pero la realidad se llena de cosas que desaparecen, de tierra que es reemplazada por pavimento, y de pavimento que se llena de autos, que se van desgastando por el uso y los choques. Entendía lo que la mujer me decía. El vértigo de estar vivo radica, en parte, en que las historias que nos contaron son de un mundo que ya no existe, y cuando tratamos de replicarlas descubrimos que ya nada está en su sitio y, al no estarlo, nosotros tampoco.

Así que ahí estaba mi niño, me dijo, creyendo que podía jugar en la calle como su padre, pero no es así.

Yo le pregunté:

¿No preferiría enviarle algo con lo que su hijo pudiera jugar?

La señora de pronto se puso risueña, como si pensar en su hijo no pudiera ponerla sino feliz, a pesar de toda la tristeza que la estaba rompiendo.

Mi hijo siempre quiso tener un pececito. Decía que nadie le ordena a un pez en dónde nadar, que era libre. A veces me reclamaba: Si fuera un pez, no me dirías que no puedo salir a la calle. Yo andaría por ahí, volando en el cielo como los pececitos vuelan en el agua. Mi hijo no se daba cuenta de que nuestra casa no era distinta a la pecera, y el pez tampoco era libre.

Señora, qué cruel, quise decirle.

En cambio, asentí en silencio y le dije:

¿Cree que allá su hijo al fin haya conseguido un pez?

Quiero pensar que en el paraíso no hay muchas cosas, según entiendo, pero están las suficientes, las indispensables al menos.

¿Y un pez es algo indispensable?

Lo que tienes que entender es que yo le regalé una pecera, me dijo, para que se quedara a cuidar al pez y así no quisiera salir tanto a la calle. Claro que un pez no es una criatura muy divertida, pero mi hijo igual se divertía observando los movimientos de sus aletas, y sus ojos abiertos siempre. Claro que nunca imaginé que él saldría corriendo a comprarle comida al pez, sólo porque no la vio donde siempre, porque la recogí mientras limpiaba la sala. No dudo de los milagros del paraíso, insistió, susurrando para ella un par de veces más. Si hay una pecera, se llenará de agua y en ella aparecerá un pez. Y si así no funciona el paraíso, lo hará para mi hijo.

La mujer me dejó la pecera, no sin antes poner su mano sobre mi hombro, acariciando dulcemente. Por un momento me sentí como su hijo, aunque debíamos tener la misma edad. Supe que yo no sería capaz de replicar ese gesto y me entristecí de que ella no pudiera ir en persona.

Los genios tienen mala fama, ya lo dije. La gente no sabe recibir obsequios. Creen que tienen consigo algo escondido, un mensaje oculto, una deuda que van a tener que pagar algún día. Incluso los muertos en el paraíso someten a escrutinio lo que les doy, apenas lo pongo en sus manos. Tratan de encontrar otras cosas escondidas, algo que pudieran no estar viendo, quizá un mensaje en clave. Los vivos, en cambio, se ponían recelosos al decirles que yo no cobraba por hacer lo que hacía.

¿Qué obtienes de nosotros, entonces?, era la pregunta de todos.

Así que comencé a cobrar. Apenas lo hice, la gente se sintió segura. ¿Cuál iba a ser el secreto de mi oficio, si les estaba cobrando? No era distinto a un panadero que no le cuenta cómo hornea a quienes se comen las piezas que pone a la venta. Aunque mi oficio no fuera dar, sino recibir para otros.

Miro la tienda, ya sin personas, ya sin objetos en las repisas, y me pongo a llorar.

Alejandro está en el paraíso, lo sé, lo vi. Ahí estaba, y yo le llevé algo con mis manos sin saber que lo hacía. Nadie me pidió que se lo llevara. Nunca había llevado algo antes. Era mi primer intento de entrar al paraíso, buscándolo. No sabía que existían reglas, ni cuáles eran. Estaba lleno de dolor. La tristeza era el agua que me rodeaba, y yo no comprendía aún que no hay agua fuera de la pecera, que sólo me hacía falta brincar de ahí. O que, igual que el pez, no era libre, y si trataba de salir de la pecera moriría al no poder respirar. La tristeza era para mí como el agua para el pez. Y yo tenía los ojos siempre abiertos, inmóvil.

Ahí estaba él, y yo traía rollo de papel en mis bolsillos. ¿Quién no lleva un poco de rollo por si acaso? Últimamente lloraba mucho. Verlo me hizo llorar y mirarlo y llorar como si más que el paraíso se tratara del infierno, aunque luego comprendería que ambos son el mismo lugar. Que la gente no sólo malinterpreta las historias de los genios, sino todas.

Traté de limpiarme con mis brazos, pero no pude.

¿Traes un poco de rollo?, me preguntó, amablemente.

Lo saqué y él lo tomó para limpiarme las mejillas, la nariz, la piel que rodeaba mis ojos.

¿Estás mejor?, me preguntó. ¿Ya puedes verme?

Yo no había dejado de parpadear. Aunque trataba de mirarlo, las lágrimas no me dejaban.

Un poco, sí, le dije.

La gente no entiende cuál es el costo de mi servicio, y por eso les cobro. No entienden que yo jamás pude llevarle nada a Alejandro, porque ya le había dado algo. Yo había querido darle tantas cosas. Yo habría podido llevarle lo que fuera.

Y lo único que le di, lo único que pude darle, fue mi tristeza.

Cuando le llevé la pecera al niño, no le dio vueltas, ni miró en su base buscando algún código secreto. La pecera, a diferencia de la mayoría de los objetos, no sólo estaba vacía de un modo obvio, sino que era transparente, como el amor de su madre. Lo que el niño hizo fue negar con la cabeza, señalando hacia algún punto arriba de él, como si ahí aún estuvieran las nubes.

Mi pececito ya no la necesita, ¿no ves?, me preguntó. La madre había tenido razón en algo. No sería el paraíso el que le daría a su hijo lo que necesitaba, sino su imaginación. Él sería por siempre un niño. Jamás le faltaría nada. Cualquier cosa que le hiciera falta, él podría imaginarla.

Algunas tardes me consuela pensar que Alejandro también era como un niño, y su imaginación le hará compañía.

Los pececitos vuelan en el aire, insistió. ¿No te lo dijo mi mamá?

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