Otro jardín secreto

Atenea Cruz

(Durango, 1984). Una de sus últimas publicaciones es el libro de cuentos Corazones negros (An.Alfa.Beta, 2019).

para Libertad Pantoja.

¿Aquel cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín

Ha comenzado a brotar? ¿Florecerá este año

O ha perturbado su lecho la escarcha repentina?

T. S. Eliot, La tierra yerma

A punto de cumplir treintaicinco años, Alma renunció a su trabajo en una empresa de importaciones, convencida de que se había deshecho de un peso innecesario. Gastó su finiquito en la última parte del tratamiento. Había transitado la infancia y la adolescencia acostumbrada a la repulsa que sus 152 kilos de humanidad provocaban en cualquier espectador. Tampoco en su hogar estaba a salvo: como un eco, el desprecio se repetía en privado. Desde pequeña aprendió que debía esconderse o fingirse enferma para no incomodar a los invitados con su grotesca figura. Creció al amparo del abrazo adiposo que su cuerpo extendía desde sus hinchados cachetes hasta la punta de sus pies, en los que todos los dedos eran «el gordo». Los kilos de más fueron la barrera entre ella y un mundo que la odiaba por emular su circunferencia. Igual que una servilleta, su existencia estaba marcada por la grasa.

En el pasado intentó todas las dietas, pero no tener nada en la boca la ponía tan ansiosa que terminaba dándose atracones a escondidas. No podía evitarlo. Además del apetito de una persona normal, Alma se sentía poseída por un apetito insaciable, un abismo interior que la atraía y a la vez la aterrorizaba, una vergüenza de existir que sólo podía adormecer al amparo de carbohidratos y azúcares. Ante el fracaso con nutriólogos y entrenadores, se convenció de que su monumental volumen formaba parte de su naturaleza y dejó de luchar.

Era su familia la que no se resignaba: tanto sus padres como sus dos hermanos se volvieron vigoréxicos por contraste, vivían a dieta para obligarla a bajar de peso, tan atléticos como enojados por lo que ellos calificaban como falta de disciplina, a pesar de ser testigos directos de sus sacrificios cotidianos. Con todo, fue Alma quien acudió por su voluntad al bariatra cuando una mañana, al ponerse la ropa, se dio cuenta de que no recordaba la última vez que había visto sus propios genitales.

El asombro propio y ajeno creció en proporción inversa a la grasa que fue desapareciendo de su cuerpo. Perdió de forma lenta pero sostenida esos kilos de más que, en conjunto, hubieran bastado para moldear una muchacha de figura escultural. Acostumbrada a fallar en los estrictos regímenes alimenticios o exasperarse antes de percibir algún resultado del ejercicio, Alma vio nacer en ella una fuerza de voluntad cimentada en las disposiciones de este doctor que la acercaba paso a paso a la mujer delgada que jamás imaginó que podría llegar a ser.

De su nuevo carácter sacó la valentía para renunciar a su trabajo, sin importar los reclamos y amenazas que su familia expuso con su característico poco tacto. No le veía sentido a malgastar su juventud en un empleo mediocre. Tenía los ahorros de años sin vida social, podía tomarse un tiempo para analizar sus opciones. Por primera vez se sentía joven y llena de esperanza. Encontró una vacante en una escuela privada que compensaba el salario bajo con la disposición que tuvieron para aceptarla como maestra de diseño, pese a que no contara con experiencia como docente.

Se acostumbró con rapidez al cariño de los alumnos, estaba ávida de ser amada. En contraste, no terminaba de aceptar a la mujer en el espejo. En lugar de deleitarse en su figura de formas limpias, su mirada se detenía en la piel todavía colgante. Las estrías en sus corvas, caderas y la parte interior de los brazos, que la palidez de su piel camuflaba, eran las líneas indicadoras del camino recorrido. Su nuevo cuerpo era una carretera lista para llevarla a un destino más emocionante y mejor, lo sabía. Sin embargo, seguía pensando como gorda, sintiendo como gorda, siempre a la espera del comentario hiriente o las miradas de repulsa. Las miradas habían sido siempre lo que más la lastimaba, esa manera de juzgarla, silenciosa pero obvia. Sólo el paso de los meses le ayudó a sentirse un poco más a gusto consigo misma. Para algunas no es fácil aceptar la amabilidad.

Además de las satisfacciones que le daba ser maestra, su trabajo le brindó un regalo inesperado: entre sus colegas conoció a un hombre que se fijó en ella, Jorge, un profesor de matemáticas popular entre los alumnos por su incisivo sentido del humor. El noviazgo reforzó su autoestima. El 14 de febrero Jorge la sorprendió invitándola a pasar la noche en una cabaña en la sierra, a lo que ella accedió, nerviosa pero feliz. El espacio había sido preparado para una velada romántica: la cama rodeada de velas encendidas y cubierta de pétalos de rosa, la chimenea puesta a punto y sobre la mesa copas y una botella de vino. Salieron al patio trasero y se tendieron sobre la hierba fría para contemplar las estrellas en el limpio cielo serrano. Envueltos por la oscuridad del bosque, Alma fue dejándose quitar la ropa, a pesar del temor a que los descubrieran. Todo era nuevo, emocionante. Apenas le dolió cuando le entregó su añeja virginidad a Jorge y se olvidó de sus cicatrices.
Volvió a su casa ya de mañana, con los botines de tacón en la mano para no hacer ruido. Abrió la regadera y bajo el agua tibia, con la luz apagada, trató de reproducir las caricias de Jorge. No fue hasta el día siguiente que notó las florecillas enredadas en su pubis. Las retiró con una sonrisa discreta, estaban tan trenzadas a su vello que al cortarlas sintió una punzada.

Pocas mujeres se han asustado tanto como Alma la mañana que descubrió que de sus pezones, besados una y otra vez por su novio, habían brotado dos minúsculos bulbos de lirios color rosa oscuro. Su tentativa de arrancarlos se vio frustrada por el dolor que le causó tratar de retorcerlos o apretarlos: parecían formados a partir de su propia piel, de hecho, eran mucho más sensibles que ésta. Al final del día el pubis volvió a llenársele de diminutas flores blancas. En las axilas, en lugar de los vellos comunes, surgieron dos o tres pequeñas flores amarillas, parecidas a girasoles.

Aquella proliferación de vida en su cuerpo, además de molesta, era poco práctica. Encendió su laptop para buscar más casos como el suyo: no encontró ninguno siquiera similar. Su timidez la empujó a podarse en lugar de acudir al médico. Cortaba aquellas flores con nervioso esmero todas las mañanas para echarlas a la basura. El resto del día lo pasaba cubierta por blusas de manga larga, pantalones sueltos y tomando analgésicos. Fue triste decir adiós a sus hermosos vestidos, algunos todavía sin estrenar. Con la llegada de la primavera a la vuelta de la esquina, Alma temió lo peor. Sus sospechas fueron acertadas: el 21 de marzo despertó con un tulipán saliendo de su vagina, el vello de sus brazos y piernas se vio sustituido por finísimas briznas de hierba y las estrías habían tomado un tono verdoso que las hacía lucir como enredaderas.

Empezó a inventar excusas para no salir con su novio, temía atraer a las abejas y las moscas, ya bastante tenía con las hormigas que por las noches se metían entre sus sábanas. En su hogar mantenía a raya a los insectos rociándose a diario con insecticida para casa y jardín. Cerca de las vacaciones de Semana Santa se le acabaron los pretextos para no salir con Jorge, quien, cansado de tener novia sólo en teoría y suponiendo que lo engañaba con otro, le puso un ultimátum. Alma creía que hubiera bastado con una escapada romántica para contentarlo, pero la sola idea de que él viera el fenómeno en que se había convertido la horrorizaba. Ni toda la noche del mundo podía ocultar esto. De igual modo, era casi seguro que si le contaba lo que estaba pasando pensaría que estaba loca. Todas las opciones se le figuraban desastrosas. No tuvo más remedio que acudir con un médico.

Ya en el consultorio se limitó a quitarse la ropa. No tenía caso tratar de explicar lo inexplicable. El doctor se quedó sin habla, fue ella quien debió describir los síntomas respondiendo a un cuestionario imaginado durante sus constantes vigilias. Hizo una pequeña demostración de lo complicado que era arrancarse las flores con los dedos y cuánto le lastimaba hacerlo. El médico insistió en fotografiarla con su teléfono para documentar el caso y le pidió que volviera al día siguiente para que la revisara un concilio de doctores que, si bien no eran los más avezados en medicina moderna, tenían a su favor la sabiduría insustituible de la experiencia.

Reunidos en torno a la florida desnudez de Alma, la cegaron con el flash de las cámaras profesionales que pidieron prestadas para la ocasión, zumbando como abejas ante el perfume dulzón de sus muslos. Acordaron ponerla bajo observación. Sus familiares, en cuanto supieron que no se trataba de algo grave sino extraordinario, se negaron a verla, hartos de los problemas que desde niña les había dado. Ningún doctor se atrevía a cortarle un pétalo, esperaban que se deshojara por sí misma. Desde el hospital, Alma llamó a Jorge y confesó. Cuando fue a visitarla, pidió verla desnuda. La contemplación fascinada de Jorge ante el carnoso tulipán entre sus piernas la sorprendió. Alma accedió a que la tocara, aliviada, mientras él paseaba por su cuerpo como por un jardín botánico, fotografiándolo con curiosidad cuasi científica.

Superado su temor al rechazo, Alma hizo las paces con aquella mutación, incluso encontró un asomo de belleza en su exotismo. Solicitó el alta en el hospital y, puesto que se trataba de una condición que no afectaba su salud de forma evidente, autorizaron su salida. De vuelta en casa, ni sus hermanos ni sus padres le dirigían la palabra, habían renunciado a cargar con aquel elemento que siempre encontraba la manera de impedirles ser una familia normal.

Alma no se desanimó: retomó su trabajo, fantaseaba con que su relación con Jorge avanzaría hasta que se casaran y comenzaran a construir su propio hogar, uno donde estaría prohibido denostar lo diferente. No contaba con que su novio era un hombre tan consciente de su propia simpleza que le afectaba demasiado la posibilidad de que conociera a alguien que le pareciera mejor que él, sus celos se tornaron enfermizos. Se convirtieron en una de esas parejas que se comunican mediante peleas. A finales de octubre ella supo que no tenía caso seguir un noviazgo que los dañaba a ambos.

El despecho de Jorge por la ruptura puso a Alma en el mapa: para vengarse filtró en la red sus fotografías privadas. La noticia proliferó como una plaga. Cuando el nombre y el rostro de Alma se volvieron virales, el concilio de médicos faltó a su juramento hipocrático e hizo circular imágenes todavía más explícitas con el pretexto de la divulgación científica. Los quince minutos de fama de Alma se volvieron perennes: bastaba con que alguien compartiera la nota en internet para volver a ser novedad. Le fue imposible retomar su vida. Entre las proposiciones para formar parte de un reality show de rarezas o entregar su cuerpo a la ciencia, Alma se decantó por la segunda opción, pensando en ahorrarle semejante calvario a las mujeres floridas que vinieran después de ella. Sus familiares, que se daban por bien servidos con quitársela de encima, recibieron con suma alegría la pensión mensual que la universidad pública encargada de estudiar a Alma les ofreció; lo sintieron como una suerte de restitución moral.

Con el invierno ya próximo, los investigadores convinieron en poner en pausa la investigación, pues no estaba arrojando ningún dato trascendente. Para evitarse molestias y gastos, ofrecieron en comodato al jardín botánico de la ciudad una Alma medio marchita, sin voluntad para oponer resistencia. Los encargados adaptaron un espacio para ella en el aviario, que llevaba más de una década fuera de uso. No se escondía. Se acostumbró a que los niños que las escuelas llevaban para visitas guiadas le aventaran dulces o las sobras de su merienda. De cuando en cuando alguna maestra se acercaba a la malla ciclónica que las separaba para preguntarle qué se sentía vivir con esa condición. Había un dejo de compasión en las voces curiosas, pero, sin importar las palabras que usaran para darle consuelo, en sus miradas Alma alcanzaba a distinguir el asombrado asco de la época en la que era una mujer gorda.

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