Oriente [novela liminar] / Adolfo Echeverrí­a

 

 

—Un buen inglés no bromea nunca cuando se trata de una cosa tan formal como una apuesta—, respondió Phileas Fogg. Apuesto veinte mil libras contra quien quiera a que doy la vuelta al mundo en ochenta días, o menos, sean mil novecientas veinte horas, o ciento quince mil doscientos minutos. ¿Aceptáis?
Jules Verne
La vuelta al mundo en ochenta días

 

No acabaría con la enumeración de las torpezas y de los fracasos ocasionados por la circunstancia increíble de que jamás pudimos alejarnos de Longjumeau. Para decirlo en una palabra, somos cautivos, ya sin esperanza, y vemos acercarse el momento en que esta condición de galeotes se nos hará insoportable…
Léon Bloy
Los cautivos de Longjumeau

Estoy por comenzar a escribir una novela. En este preciso momento, me encuentro sentado ante mi mesa de trabajo. Sobre la mesa hay un cuaderno abierto en una página en blanco. Mi mano, aún inmóvil, sostiene un portaminas que se posa de forma casi imperceptible sobre el papel. Me hallo situado exactamente de cara al norte, de modo tal que mi espalda está vuelta —como es obvio— hacia el sur. Soy alguien que escribe en una lengua en la que palabras, oraciones y frases se delinean de izquierda a derecha, motivo por el cual —en razón de las circunstancias que acabo de referir— aquello que escribo se va esbozando e hilvanando, lógicamente, en dirección al oriente. Imagino ahora que mi mano, como si de súbito se animara, empieza a escribir —en efecto, de izquierda a derecha, y de seguro excitada por la misma salida del sol—, puntualmente en el instante en el que acontece el crepúsculo de la mañana, mismo que, dadas las coordenadas geográficas que me circunscriben (19Ëš 29’ 52” N, 99Ëš 7’ 37” W), se produce, hoy, 9 de junio, a las 7:13 a.m. Imagino, también, que esa escritura se dilata y explaya —en la mente de quien escribe— a lo largo de un solo renglón, de una sola línea caligráfica, de un único paralelo —irreal pero verosímil—, y que va confundiendo su trazo con su propio itinerario topológico y, éste, con su propia travesía, con su propio viaje… Así, las palabras que imagino escribiéndose emprenden una migración que las conduce muy pronto fuera de este cuarto en que yo me mantengo quieto. Muy pronto, cruzan calles, avenidas y plazas, y dejan atrás esta ciudad que me rodea para surcar una cordillera de volcanes nevados y una cadena montañosa poblada de pinos y cipreses. (Una manada de ciervos rojos pasta en un valle cercano, y un cazador la acecha —¿armado de un primitivo arco, de un fusil con mira telescópica?— apostado detrás de unos espesos matorrales). Gradualmente, el aire frío y seco de las alturas se vuelve húmedo y cálido, y la vegetación apretada, exuberante, embebida de penetrantes olores. En la lejanía, una ondeante franja de color turquesa anuncia el litoral. Se percibe un aroma impregnado de efluvios salobres. Una estrecha bahía resguarda un puerto en el que hay atracados varios navíos: posiblemente un carguero a vapor, un acorazado, tres o cuatro barcos pesqueros, un bergantín de dos mástiles. (Al final del muelle, una mujer fija su mirada en los confines marinos, aguardando la venida de alguien querido y añorado —¿un hijo, un esposo, un amante?— que prometió regresar hace ya muchos años). Mar adentro, la corriente se torna de un azul con destellos purpúreos. Surge de improviso una población isleña que acaba de ser devastada por un brutal terremoto. (En medio de la conmoción, hay quien revuelve los escombros de muros y techos derrumbados en busca de sobrevivientes, hay quien saquea impunemente la carroña material que descubre a sus pies, hay quien agoniza yaciente en soledad entre las ruinas). Más allá, el océano se extiende como un cuerpo de una densidad inextricable, apenas diferenciable del cielo que se recorta por encima del horizonte. Pero entonces, ¿por qué se tiene la impresión de que empieza a enturbiarse ese lúcido panorama con un presagio de lluvia, con una amenaza de tormenta, con la brutal inminencia de un tifón? Todo se ha convertido, de repente, en un laberinto vertiginoso de nubarrones asfixiantes, de oleadas batientes y encrespadas, de vientos fulminantes, cegadores, estridentes. (Sin embargo, en el vórtice del caos resulta avistable un tramp steamer, fustigado por las atroces embestidas de la marejada —y acaso a punto del naufragio—, que muestra, en la pared de popa, el extravagante aunque curiosamente evocador apelativo de Nan Shan). De manera anormal, así de inesperadamente como se hicieron presentes las inclemencias del temporal, éstas tienden a disiparse. En un abrir y cerrar de ojos, reaparece el océano en toda su diáfana y homogénea magnitud. Una brisa cada vez más calurosa irrumpe en el ambiente. No lejos de ahí, asoma un pequeño archipiélago de islotes y, allá adelante, se impone la masa ineludible de un nuevo continente que abraza al desierto más grande del que se tenga noticia: es como si se tratara de otro océano, un océano de páramos y eriales, que fuera la prolongación del ancho y profundo piélago que ha quedado ya rezagado. Las torcidas cimas de las dunas sugieren un continuo oleaje de arena serpenteante del que se desprenden algunos médanos que son sacudidos por una fogosa ventisca que alternativamente perfila y desdibuja sus crestas. Ofusca, deslumbra tanto centelleo, tanto fulgor: el terreno es como un candente espejo de bronce que suscita la vista y la ceguera al mismo tiempo. Se diría que, en millas y millas a la redonda, no existe un alma viva. No obstante, guarecido tras una prominente elevación del suelo yermo, perdura —¿desde hace cuánto?— un oasis con algunas chozas de techo de palma, corrales para el ganado y una que otra acequia. En la medianía de la aldea, hay un pozo en torno al cual mujeres ataviadas con vestimentas de vivos tonos se abastecen de agua llenando unas ánforas de estaño bruñido, que luego portan en equilibrio sobre sus cabezas al volver pausadamente a sus precarias viviendas. Algunas llevan, además, un chiquillo atado a cuestas o tomado de la mano. (Una de ellas —posiblemente la más joven y bella de todas, y de nombre Samaah, Kamra, Nadira o Anwar— carga en brazos a un cabritillo de pelaje moteado que será sacrificado, en unos días, durante las fiestas rituales del próximo solsticio). Salvo los niños y los ancianos, no hay otros hombres en la aldea. Partieron en caravana hace muchos días (o varias semanas, o acaso cerca ya de un mes). Usan unas túnicas de color añil o bermejo, y llevan la cabeza y el rostro completamente cubiertos por negros turbantes de los que tan solo asoma una sombría mirada. (En su lengua se hacen llamar imushaq o tuwariq o kel tamasheg, y practican el contrabando de mercancías ilegales con poblaciones apartadas). Pero, aunque perseverantes y experimentados, ningún viajero de esta raza ha alcanzado ni alcanzará nunca —para ver con sus propios ojos— las torcidas orillas de ese río que se avizora ya en la distancia; ni sabrá jamás de la fecundidad de los plantíos que prosperan en sus riberas; ni conocerá a las bestias que ahí merodean (los carnosos cerdos acuáticos, los enormes reptiles de blindados de escamas plateadas, los peces gato que maúllan durante las noches de luna llena); ni tendrá idea de su pasmosa, fabulosa, inconcebible extensión (pues se trata del río más largo del mundo); ni estará en gracia con uno solo de los once reinos que custodian su caudaloso lecho. ¿Y qué sobreviene, qué ocurre después, allá, más allá, siempre más allá? Una precipitada sucesión de voces que son imágenes, y de imágenes que son espacio: un bosque de sequoias y helechos, en el que un lince plateado va y viene en la espesura, un simple paseante al borde de un acantilado que acaba de tomar la repentina decisión de dar un salto sobre el precipicio, un majestuoso palacio de blancas paredes y bóvedas áureas que se repite en un espejo de agua, otro desierto (pero, esta vez, de hielo), un despeñadero y una catarata sobre los que echa a volar una parvada de sinsontes cenizos, un campo de batalla cubierto por la nieve en el que se afrontan dos ejércitos enfilados hacia el aniquilamiento mutuo, una urbe trazada y edificada como un dédalo, en cuyo centro se ha erigido un monumento que representa a una leona con alas de águila y cola de serpiente, otro océano (pero esta vez pródigo en islas, arrecifes y atolones), una salina sobre la que se arrastran escarabajos ciegos, una pradera tapizada de amapolas y genistas. ¿Y más allá, pues? Más allá está la realización del retorno, está la conclusión de este periplo, pues todos convienen ya que la redondez de la Tierra —para quien se desplace siguiendo estrictamente la circunferencia de un único paralelo— le obligará a tornar siempre al punto del que partió. Así que más allá están las plazas, las avenidas y las calles de una ciudad; y, más allá, una habitación en la que un hombre, dispuesto a comenzar una novela, se encuentra sentado ante su mesa de trabajo sobre la que hay un cuaderno abierto en una página en blanco: la mano del hombre sostiene un portaminas que, inmóvil, se posa sobre el papel aún incólume —y es que son las 7:13 a.m. y todavía no ha escrito siquiera la primera palabra.

para Lucián, de ida y de vuelta

Comparte este texto: