Octubre. Hay un cielo que baja y es el cielo, de Nadia Escalante / Nidia Cuan

Siempre he pensado que de alguna manera los libros nos encuentran. Me gusta creer que no nos topamos con ellos por azar, que no somos nosotros quienes decidimos leer éste y no aquél, así como tampoco decidimos bien a bien de quién enamorarnos. Octubre. Hay un cielo que baja y es el cielo, de Nadia Escalante, poemario ganador del Premio Internacional de Poesía Mérida 2013 y editado por Textofilia,dio conmigo en medio de un viaje de vuelta a casa, a la orilla del mar y muy cerca del cielo que en «Asperatus», poema que inaugura el libro, es también «un mar visto desde abajo» (p. 10), pero al mismo tiempo sustancia vital que recorre todo cuanto nos rodea, como se advierte en los versos: «Toco el margen de las cosas, / sus espinas ocultas a la vista: / la savia que las recorre es otro cielo, / se va nublando como si creciera y, sin llover, nos inundara» (p. 10). Leí estos versos justo antes de llegar a mi destino y tuve la certeza de que este libro me había encontrado, la sensación de que con la lectura emprendía un viaje en paralelo para hallar también trazos de mí.
     El poemario se divide en siete secciones en las que es perceptible una voluntad de exploración formal, pero también una voz propia, alejada tanto de la complacencia y la poesía facilona como del vano artificio. Pero más allá de su factura, me gustaría hablar de lo que he encontrado en este libro: un canto vital, un descubrimiento del pulso implacable —amoroso— que nos une y palpita incluso en lo inanimado. Así lo advierte esa muchacha sentada a la mesa en «La casa que fue» al observar en el mantel «el encaje que se descose tras segundos, terceros remiendos», y ahí «huellas más pequeñas, cicatrices de manchas antiguas en los hilos más delgados», que hablan, irremediablemente, de otras vidas, de otras manos, otro latido que incita a la mujer a fundirse en un abrazo con esa mesa donde aún «hay algo de árbol ahí que permanece, de crecimiento humilde, de tronco fiel a los círculos del tiempo, de raíz que busca un camino entre las piedras» (p. 16).
     En medio de la desesperanza que vive nuestro país, esa desesperanza a veces iracunda que he visto en el rostro de los más jóvenes, en el ceño de mi padre y en la mirada de un vagabundo que atestiguaba como desde otra esquina del mundo la Marcha por la Paz, Nadia Escalante ofrece este poemario donde nos recuerda no sólo que la poesía puede iluminar un viaje —ya de vuelta a casa, ya el de la vida—, sino que «lo sembrado con miedo crece a pesar del miedo, / fiel a la tierra, / busca un camino propio rebelándose al desaliento» (p. 17).
     Y es que el otoño, época en la que se entrelazan nostalgia y esperanza, es un periodo en el que justamente la naturaleza nos hace ver que la vida, impetuosa, siempre sigue su curso. Más allá de las manos trémulas, de las hojas que caen y mueren, más allá de la incertidumbre y el desasosiego y, especialmente, más allá de las ausencias, que, por otra parte, nunca lo son del todo,que si acaso sólo nos dejan entrever nuestra fragilidad por un segundo porque la huella de quien se ha marchado es indeleble. De esta manera, mientras la víspera de Navidad recordaba a los ausentes, los versos de Octubre se convirtieron en un conjuro: «todo era más sólido cuando estabas, pero ese vigor permanece de algún modo» (p. 19).
     Arrasada por la extrañeza que produce ver a la distancia los propios pasos, el despiadado roce del tiempo en los parques de la infancia y en los rostros conocidos, el libro de Nadia Escalante me hizo recordar que celebrar la vida es, por supuesto, celebrar la transformación y la muerte. Ahí los versos de «Antes del invierno», donde se nos invita a bailar: «Baila hasta que tus ancestros despierten, sacudan / las varas de los flamboyanes / junto contigo, desgranen las hojas de la ceiba» (p. 36); o los de «Víspera de todos los santos» que sentencian: «no repetirás la historia que haya sido segada por tus ancestros» (p. 38) para que su vida no sea en vano. Ahí los de «Trueno», ese árbol de ramas chamuscadas y oscuro tronco que calienta las manos aunque sea sólo por una estación, mientras «donde estuvo el árbol viejo, entra la luz el monte» (p. 32); o los de «Puerta que mira al mar», poema en el que los peces son también el latido del océano, una dádiva que con amor se solicita y que convierte el hogar en una extensión del pulso del mar.
     En Octubre. Hay un cielo que baja y es el cielo percibo una y otra vez la revelación de ese momento en el que algo se convierte en otra cosa, sea por una inevitable partida, por el choque que produce el encuentro con lo otro o con un Dios que quizá se filtra gota a gota por las grietas, como en «Un cielo entre montañas»: «La palabra de Dios / desciende con el jabón y la mugre / por las tuberías rotas del drenaje, / y el techo se hincha como nube de tormenta» (p. 46).
     Terminado el viaje, sentada en el aeropuerto de la Ciudad de México, con un frío intenso colándose por los cristales, lejos del hogar de mi infancia y sin haber llegado aún a la que ahora es mi casa, pensaba en algún fragmento de ese mismo poema: «De nada sirve contemplar el cielo encapotado / lejos de tu casa, / en otro huso horario, mientras tu casa / se mancha y te lleva dos horas de ventaja, / y tú la abandonas desde el pasado» (p. 46). Mas los versos finales me dieron la certeza de agua siempre limpia, de otros reencuentros, de otras batallas: «Pero Dios está en esos nubarrones, / preso entre las montañas, / como agua en una cubeta / donde caen los desperdicios del mundo. / Pero la lluvia que de allí se forma / nunca es gris, y siempre limpia, / aunque revuelva el fango» (p. 47).
     Este poemariotiene esa virtud que reconozco en los libros entrañables, partir de lo más cotidiano —un par de tordos, una mesa, una araña tejiendo sus redes— para develar algo del misterio de la vida. Al leerlo, de la misma manera que uno ve el cielo por largo rato y de pronto las nubes comienzan a revelarse como figuras con bordes bien delineados —digamos allá una barca, más acá unas oropéndolas—, se tiene la sensación de que, en efecto, hay un cielo que baja hasta nosotros, sea gris o luminoso, y es el cielo.

Octubre. Hay un cielo que baja y es el cielo, de Nadia Escalante. Textofilia, México, 2014.

 

 

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