(Guadalajara, 1980). Este cuento forma parte del libro del mismo título que obtuvo el Premio Nacional de Cuento Agustín Yáñez 2014 y que este año será publicado por la Secretaría de Cultura de Jalisco.
a Elda Castelán
Aquel día en que Cirilo se fue las nubes amanecieron pegadas a las ventanas del departamento. Pola y yo vivíamos en un cuarto piso. La noche anterior, entre a medio dormir y exhaustos por los últimos resabios de la mudanza, oímos que corrían por las azoteas de nuestro edificio, pero eran visibles también en el de enfrente: de pronto detenían su carrera y cuchicheaban, tal vez se pasaban información relevante sobre cualquier tema, por ejemplo el clima, lo encarecido de la vida, o los viejos y los nuevos inquilinos. Al rato emprendían de nuevo una zancada endiablada. Aunque ya se sabe que una nube es ligera si no está cargada de agua, alcanzamos a verlas antes de que desaparecieran tras los tinacos: las descubrimos más o menos grises, abultadas. Pero la cosa, con todo, no nos dio mala espina.
Esa mañana de la partida de Cirilo nos hallábamos cercados: el asedio de nubes era general, pero sobre todo una, regordeta, había logrado escabullirse a la sala por el patio, dividiéndose en pequeños cuadros para atravesar la pared enladrillada: era pequeña, casi de cuerpo infantil, y sus ojos colgaban junto al foco apagado. Con arrogancia se paseó por la cocina por unos minutos y fue a acostarse sobre el comedor. La azuzamos para que se marchara. No conseguimos gran cosa y comenzó a desaguarse mientras se carcajeaba.
Pola, asomada ya por la ventana del estudio, me dijo que otras nubes andaban rondando las paredes, trepándolas; saqué la cabeza y las vi: semejaban plantas carnívoras, de grandes hojas que se adhieren y van apoderándose de todo lo que tocan, interponiendo su cuerpo gelatinoso entre la luz y las estancias. En un rápido vistazo podría parecer que actuaban cada una a su antojo, pero, bien mirado el asunto, era posible advertir que se conducían con método y orden. Allá abajo, por calles y aceras iban y venían: dejaban rastros húmedos, hilitos de agua que se abrían paso entre restos de periódicos y el empedrado, como si cada una trajera su propia lluvia dentro y la pariera sin ningún cuidado en el lugar que mejor le pareciera.
Me entretuve en esa visión demasiado tiempo: Pola cerraba a toda prisa el tragaluz del baño porque dos pequeñas nubes forcejeaban, gritaban, querían entrar por ahí al departamento. Las vi pelear mientras buscaba una toalla para contener a la que seguía desangrándose sobre el comedor. Al fin, Pola, con los brazos vencidos y los ojos agrandados de la incredulidad, soltó el tragaluz y cerró tras de sí la puerta del baño: el par de nubes, eufóricas, había concretado un punto en su táctica: hicieron suyo ese cuarto.
La que se hallaba tendida encima del cristal del comedor se deshacía patas abajo, en un reguero lento, me pareció que casi doloroso. Porque no hallé ninguna toalla, Pola buscó en los cajones y alacenas alguna jerga que sirviera por lo pronto para tapar la boca de esa nube y que no siguiera vomitando agua. Al fin, de entre algunos cubiertos sacó un pedazo de tela y se abalanzó sobre la nube, que no tuvo tiempo de hacerse a un lado. Se enfrascaron, por un momento, en una lucha inusual: el agua y las venas nubosas iban desapareciendo en la tela. Ya se escuchaban golpes del otro lado de la puerta de madera del baño: las dos nubes querían salir al pasillo. Pola, concentrada, mientras tanto, había logrado vencer y secar a la nube: se alejaba del comedor con rumbo al lavadero del patio, según dijo, a exprimir los restos.
El sol, sigiloso, casi amedrentado, se introducía de a poco por las ventanas, con una cautela exagerada: las persianas corridas le daban paso seguro, sin embargo. Una huella, diminuta, primero; un círculo del tamaño de un balón, después; y unas líneas alargadas, rectangulares, se adivinaban ya en la sala. Un aliado, nos dijimos. Pero como sombras aladas que caen en picada, cuatro nubes descendieron de la azotea por las ventanas y se montaron voraces sobre esos fragmentos de sol. Buscaban sofocarlo, y, por la celeridad mostrada, hacerlo pronto. A continuación, tuvo lugar una batalla descabellada, de la que salieron victoriosas las nubes, y el sol, la cabeza gacha, acabó por retirarse. De un momento a otro todo se había vuelto oscuro.
Para cuando nos dimos cuenta, las nubes ya se habían desperdigado por todo el departamento. Caminábamos en agua, prácticamente. Sus posiciones semejaban, en el avance, el cierre de una pinza. Las veíamos treparse a todos los muebles, brincar sobre una sola pata, rebotar en el techo, jugar a perderse y a surgir, como en ráfagas, de donde menos se les esperaba: las alacenas, los libreros, las lámparas, el refrigerador. En ese tenor transcurrió la mañana. Pasó la tarde. Batallamos con ellas durante todo aquel día. Con la ayuda de la noche hicieron del departamento su reino a oscuras: manchas, plastas, charcos, humedales en la alfombra y los tapetes; los cuadros y las lámparas goteaban, los sillones y el escritorio daban una ligera imagen de alberca hecha a retazos, a medio llenar.
Agotados, temerosos, las dejamos ahí, a sus anchas y decidimos ir a descansar. Necesitábamos reparar fuerzas para intentar, a la mañana siguiente, expulsarlas del departamento. Cosa que a esas alturas nos parecía imposible. Antes, nos vimos obligados a sacar de la recámara unas cuantas: se solazaban, despatarradas, haraganas, obesas, abominables, sobre el colchón. Aseguramos la puerta colocando sobre ella una vieja cómoda, pesada, de madera sólida, y en el piso un par de cobijas para impedir que se filtraran algunos hilos de agua que, después, se transformaran en gruesas formas nubosas con el vientre abultado. Del otro lado de la puerta se oía que discutían, unas más jugaban cartas y hacían estrambóticas apuestas, otras se amaban, y también algunas pedían un espacio seco para tirarse panza arriba, para flirtear, para no más que divagar sobre cualquier vano asunto. A Pola y a mí nos resultó difícil, pero al fin pudimos dormir.
Cuando desperté, Pola, con un gesto de alegría, me llamaba para que mirara por la ventana: las nubes que habían ocupado nuestro departamento se arrastraban rodeando el edificio de enfrente, se preparaban para entrar en un departamento vecino: al que ayer mismo habían llegado nuevos residentes. De eso se trataba, concluimos: los recién llegados éramos, entonces, los blancos. Y pudimos ver que una mujer y un tipo se movían desesperados, tratando de impedirles el paso: como es de esperarse, no lo lograron. Algunos fragmentos de nubes ya colgaban de sus ventanas y ellos salían despavoridos escaleras abajo. Otro. Un departamento más. Resignado, corrí la persiana y le dije a Pola, nada más que por decir algo, ojalá que Cirilo ya haya regresado.