(Guadalajara, 1984). Su más reciente libro es Inundaciones (El Fantasma y La Sombra, 2022).
Por no sé qué designio o ventura, alguien me había arrancado de entre la nieve y arrojado, de nuevo, al gélido mar de pólvora, llanto y costras sanguinolentas de la existencia.
Estoy solo —si eso se puede— en un cuarto lleno de desahuciados. Quienes no duermen se aferran a la vida con lamentos y quejas, única lengua posible en nuestras circunstancias, jerga reinante de los últimos días para quienes cometimos el error de nacer de este lado del continente.
Al principio, el estruendo de la guerra aturde: las bombas, las balas, las bayonetas rajando la piel, los nudillos y las botas astillando los cráneos vibran en los oídos y retumban en todos los miembros, como un veneno que paraliza los músculos y afloja los esfínteres. Pero luego el miedo se torna la tela que envuelve al cerebro, el ruido de fondo que ahoga —o, mejor, suple— la vocecilla que solíamos llamar conciencia. Y todo se nubla.
A lo lejos, como un fantasma, Nina aparece en la carpa, con el rostro mancillado de desesperación. Apenas la veo, alzo la mano para distinguirme de entre las hileras de heridos y moribundos. En ese momento emprende carrera. Su abrazo y sus besos me recuerdan el doloroso placer de estar vivo.
—Bernie —balbuceo cuando recupero el aliento.
Nina me mira con pena y me envuelve en un estrecho abrazo, similar a aquel que pensé sería el último al despedirnos mientras el conductor amenazaba con abandonarla si no subía al instante. Su rostro compungido a través de la ventana y su mano aleteando como un pájaro enfermo serían la fotografía guardada a la fuerza en mi memoria, la imagen que me obligaría a proyectar cuando la muerte me atravesara.
—¡No, hermano, no! —sentencia Iván, áspero, cuando Nina le narra nuestro encuentro y yo le expongo mis planes— No vas a volver. Piensa en ti. Piensa en Nina. Bernie está muerto, como todos los demás, ¡como tú si no te hubiese arrebatado a la muerte de ese charco de sangre! ¿No te das cuenta de lo afortunado que eres? Ve a tu alrededor. Aquí no queda nada. Ni para nosotros ni para nadie.
Y tiene razón. Fuera de la enfermería improvisada, del pueblo sólo resisten el rumor de las casuchas aún crepitando y lejos, muy lejos, como en un sueño, el eco de las balas anónimas. El humo de las ruinas apenas si se distingue de la mancha de los árboles dividiendo los blancos del cielo y la nieve, la misma que aquella tarde los extranjeros deformaron al asomarse por el horizonte.
Bernie llegó junto con esa legión en busca de refugio en tierras apocadas, ya porque eran perseguidos, ya porque no estaban de acuerdo con el régimen que poco a poco se fue adueñando a la fuerza de sus ciudades y de su gente. Pero, a diferencia de otros exiliados, los de ahora vestían abrigos y chisteras sin agujeros, y ostentaban baúles de piel en los que en uno solo cabría siete veces siete la historia de esta región. Como si fuese un pacto previo o una tradición, cada visitante eligió la familia que le acogería por tiempo indefinido, y nosotros, casi halagados, los aceptamos sin protesta. Parecía, dirían algunos, que eran ellos quienes habían llegado a salvarnos. Pero no mi hermano. Él, al ver sus figuras romper el plano, musitó: «Esos bastardos traerán la desgracia».
Quizá por una corazonada, o tal vez para imponer mi condición de hermano mayor —probablemente una combinación de ambas—, hice caso omiso a sus murmuraciones, y apenas Bernie esbozó una sonrisa, tomé su equipaje y lo dirigí a la estrecha habitación donde otrora pernoctara nuestro difunto padre.
No bien pasaron un par de horas tras instalarse, Bernie se había apropiado ya de la pieza: camisas y pantalones de lino desbordándose del closet, abrigos colgando de las sillas, cuadros amurallando las paredes con paisajes o batallas o mujeres robustas amamantando bebés o decapitando barbados, y libros: decenas, quizá cientos de ellos apilados en el piso, vomitados por los cofres, estoicos sobre la mesa de noche, agrupados en la cama como una amante voluptuosa e indiferente. Poco quedaba del frugal lecho en el que padre se despidió diciendo: «Sé un hombre ejemplar, que tus huellas sean firmes para que tu hermano y tus hijos y toda tu estirpe puedan verlas incluso sobre el fango, incluso bajo la nieve». Bernie borraría el aliento lúgubre de la muerte de esas paredes e instauraría uno de paz, conocimiento y esperanza.
—¡¿Cómo puedes ser tan egoísta?! —Los gritos de Iván a mi espalda casi me obligan a dar media vuelta—. ¡Si sigues andando, mejor olvídate de nosotros!
Pero atravesar la ventisca, congelarse los dedos de los pies y arriesgar la cabeza en busca de una esperanza para los tuyos puede ser todo, menos egoísta. Ese apelativo, quizá, le convendría más a él que no está dispuesto a acompañarme, a los extranjeros que a nadie alertaron de la invasión y que ahora regresan en busca del peculio que tanto serviría a los sobrevivientes de estas ruinas sin porvenir.
Mi hermano nunca entendió el papel que alguien como Bernie jugaba en nuestras vidas o, a fin de cuentas, en la vida de cualquiera. Desde el día uno, Iván se resistió a, siquiera, compartir la misma habitación; mucho menos, los alimentos. A la hora de la comida, se perdía en el pueblo con la excusa de un ambiguo trabajo; a la cena, prefería irse a la cama con el estómago vacío y, como en nuestros peores tiempos, confundir el hambre con sueño. Ni hablar de cuando, en la sobremesa o al pie de la exangüe chimenea, al caer el sol, Bernie encendía su pipa, contemplaba el vaho de la taza de café y rememoraba sus viajes por los continentes, las pieles broncíneas y atezadas, el azafrán, el marfil y la seda, los rezos, los motores rugiendo y los hilos de electricidad danzante, el aroma de los dátiles y las frutas carnosas, lenguas lejanas que hablaban de los dioses, del alma, de las posibilidades, de un pensamiento oculto en nuestras cabezas, potente y misterioso, místico y terrenal, capaz de descifrar el idioma de las nubes y los caballos, de la tierra entre nuestros dedos y del temblor en los ojos del hombre.
Para Iván, pues, todo eso era charlatanería, embrujos para vulnerar a pueblerinos ingenuos en su ya de por sí endeble voluntad. Pero, para mí, Bernie —sus palabras, su aliento acompasado, sus manos ajadas— era la prueba de que el mundo no se limitaba a un paisaje blanco y paredes de madera roída, sino que guardaba secretos y maravillas reservados para aquellos que supieran leerlo, que dedicaran sus días al estudio y sus noches a la reflexión. El verdadero prodigio del ser humano florecía allá afuera, en tinta y papel, en los lienzos, en la música, en las calles pavimentadas de flores y librerías y cafés, mas no en el sino de una gaveta enmohecida, cerrado bajo llave por la visión chata de un pueblo y una religión terminantes.
Ver tu vida reducida a un cascote da una sensación de irrealidad que se manifiesta en un temblor en las piernas. Se siente un vacío en el estómago, un mareo, y luego parece que alguien o algo te toma por detrás de los ojos, te despega del cuerpo y te aleja tanto como para hacerte creer que nada de eso es cierto, que no hay tiempo, ni espacio, ni brazos, ni pechos, ni padres, ni hermanos; que eres un pestañeo, un grito ahogado y nada más.
De aquello que alguna vez llamé hogar sobreviven cimientos amorfos sepultados bajo una nieve salpicada de pólvora, ceniza y sangre, dentro de un agujero nostálgico. Cavo con las manos desnudas que raspan el frío y las astillas hasta abrir un hueco suficientemente amplio. Entro arrastrándome y, poco a poco, a unos cuantos metros, puedo erguirme casi por completo. Guiado por la memoria y la intuición, llego a la habitación de Bernie. El silencio es denso. Veo su mano asomándose entre la nieve. Me apresuro a escarbar alrededor hasta desenterrar parte de su cuerpo. Su rostro, gélido y violáceo, es el de alguien que duerme un sueño intranquilo, quien teme nunca despertar de su pesadilla. No puedo reprimir las lágrimas. Sufro por mí, por él, por lo que pudo ser, por esta guerra que nadie pidió, que no sé de dónde viene ni para qué, por los hombres sin rostro que la sufren, por quienes la gozan, por los que la perpetúan y no se han dado cuenta.
Me enjugo el rostro y comienzo a sacudir la nieve de las pertenencias de mi finado amigo. Lo primero que descubro es el libro. Tierra baldía. «T.S. Eliot», leo debajo del título; recordaba el tomo, mas no el autor. Abro las primeras páginas. «Abril es el mes más cruel, hace brotar / lilas en tierra muerta, mezcla / memoria y deseo, remueve / lentas raíces con lluvia primaveral», escucho a Bernie leer en voz alta como la noche anterior, horas antes del holocausto. «Imagínate», explicó al ver mi rostro entumecido, «cómo es saber que la vida florece tras la devastación, una y otra vez, en un eterno ciclo; ese recordatorio de que la vida nos mirará, indiferente, en nuestra decadencia, y nos olvidará en cuanto hayamos muerto». Me fui a la cama angustiado por esos versos. Hasta entonces, jamás había pensado en lo inhumana que podría ser la existencia, en el vacío, en la desesperación y el deterioro que en ese momento contrastaban con la respiración satisfecha de Nina a mi lado. Esos pensamientos, después de no sé cuánto tiempo, fueron sumiéndome en un sueño intranquilo, interrumpido de pronto por el estrépito de las detonaciones y los alaridos. Desperté a Nina en el acto. Le puse un abrigo encima y corrimos fuera de casa. En un extremo del pueblo, la muerte resplandecía con su aurora de violencia; hacia el otro, confundidos y aturdidos, huían aquellos que padecían de insomnio o de un sueño lo suficientemente ligero como para sobrevivir a la primera escaramuza. A las afueras, algunos vehículos estaban listos para llevarse de ahí a quien pudieran. «Vete tú, yo te alcanzaré», le dije a Nina, lleno de culpa porque el instinto me había hecho olvidarme de mi hermano y de Bernie.
Caminé a contracorriente, tropezando con jóvenes con la cabeza rota y miembros fantasmas, padres protegiendo a sus críos y madres enajenadas por la pérdida y la brutalidad armada. Pero no había señales de mi hermano. Avancé gritando su nombre. Me detuve en un páramo, esperando que mi voz rebotara en el vacío y llegara a sus oídos. De pronto escuché unos pasos tras de mí y sentí el alivio del asceta que prueba bocado tras semanas de ayuno. Pero aquél no era el rostro de Iván. No era, de hecho, el rostro de nadie: sólo un conjunto fantasmal de botas, casco y rifle. Cerré los ojos y me esforcé por traer a mi mente la silueta, los ojos, los labios, la mano, las uñas de Nina.
Escucho movimiento a lo lejos y sé que hay poco tiempo para salir de aquí. No hay nada que pueda hacer por Bernie, pero sí por su recuerdo y sus palabras: «Cuando sea el momento, llévate lo que te sirva». Tomo uno de sus baúles y meto lo que voy desenterrando: libros, libretas, dibujos, acetatos. Sobre todo, libros: hay demasiados. Adonde sea que vayamos, seguro podré vender una buena parte. Los otros, aquellos que Bernie me haya leído o mencionado, los guardaré para comenzar mi biblioteca, que tal vez, si el destino me brinda la oportunidad, heredaré a mis aún nonatos.
Pienso que he perdido mucho tiempo. Lleno el baúl sin prestar atención a los títulos. Quiero regresar por donde entré, pero el estruendo de afuera, cada vez más cercano, ha removido la nieve y ésta ha bloqueado el camino. Sobre mi cabeza vislumbro la luz del sol. Golpeo el techo para abrir un agujero y salir, pero apenas me apoyo en la superficie, la estructura colapsa. Caigo sobre mi espalda, junto al cuerpo tumefacto de Bernie. Cuando intento reincorporarme, un socavón se abre debajo de nosotros. El peso del cadáver y de la nieve me oprimen el pecho. El aire y la vista se me agotan. Estoy resignado a morir. Entonces, una mano atraviesa la nieve como una saeta, toma mi brazo y me jala a la superficie.
—¿No se supone que el hermano mayor es quien debe cuidar del menor, y no al revés? —pregunta Iván, con sorna, cuando emerge mi rostro.
Soy un muñeco de trapo expulsando nieve de ojos, oídos, boca. Poco a poco voy recuperando los sentidos. Abrazo a mi hermano y quiero romper en llanto, pero él me toma de los hombros y me dice que no hay tiempo.
—Hay gente allá afuera. Son los extranjeros. Han vuelto para recuperar sus cosas y rapiñar nuestros escombros y nuestros cadáveres. Detrás de ellos, vienen los militares a terminar su trabajo. Debemos irnos ya.
Iván tira de mi brazo, aunque alcanzo a zafarme. Le digo que sí, que nos iremos enseguida, pero que antes necesito su ayuda. Señalo el baúl que yace despanzurrado en el suelo, con los libros desordenados a su alrededor. Mi hermano suspira, fastidiado, y a regañadientes va tras de mí para auxiliarme con mi empresa. Estamos a un par de libros de llenar la maleta cuando una voz encima de nuestras cabezas llama nuestra atención.
—Disculpe, ¿es acaso ése el Codex Leicester? —me pregunta un caballero de bigote prominente. Ignoro de qué habla. Miro al hombre, luego a mi hermano, luego al baúl. Observo el libro que sostengo y, tras leer la portada, afirmo con la cabeza—¿No le interesaría hacer un intercambio?
Ante mi silencio, me muestra un par de monedas. No lo pienso demasiado. Le extiendo el libro y no puedo evitar sonreír. Quizá no llegaremos sin nada a cualquiera que sea nuestro destino.
No bien las monedas caen a mis manos, veo otros rostros aparecer tras el hombre, todos oteando el interior de lo que fuera mi casa, interesados en los tomos desperdigados en el piso y dentro del baúl. Algunos levantan las manos para llamar mi atención, otros me ordenan que les muestre algún tomo en específico. La casa de pronto está llena y ya hay quienes entran para husmear dentro del baúl. Iván me ve con preocupación y, tal vez, algo de encono. La gente sigue llegando. Ya ni siquiera intercambian palabras. Toman lo que necesitan y me dan las monedas o las arrojan a la maleta.
Una detonación interrumpe el incipiente mercadillo. Algunos caemos sobre nuestros traseros; otros se van de boca, y unos más permanecen petrificados. Aún con el estallido zumbándonos en los oídos, regresamos a lo que estábamos haciendo, pero ahora con angustia y desesperación. Iván vuelve a tomarme del brazo y me ordena con ojos y dientes que nos larguemos de aquí. Yo vacío la maleta de libros e introduzco todo el dinero que puedo. Nos encaminamos a la salida, pero otra explosión, ahora más cercana, nos sacude. Le siguen gritos desesperados, llantos y disparos. El cuarto se llena de miedo, y más gente, salida de no sé dónde, intenta entrar. Quieren que el lugar sea un búnker, pero no es más que una trampa, una ratonera. Los libros, los cuadros, los muebles, todo cae, todo se rompe. De pronto escucho la voz de Nina clamando mi nombre. Grito el suyo y escucho sus pasos. Nina se asoma y elevo mi voz y mi brazo estrujados por la barahúnda. Los ojos de Nina se vuelven agua, se derriten al verme, y estira su mano para alcanzar la mía. Nuestros dedos están a punto de rozarse cuando una sombra se alza sobre ella, y sus garras, unas garras cubiertas de pólvora y mugre y sangre, la toman del cabello y la arrastran lejos de mí. Otras sombras se amontonan sobre nuestras cabezas. Entorno los ojos y reconozco aquel fantasma que ostenta casco, botas y rifle, aunque ahora su semblante amorfo se ha multiplicado por cuatro, por seis. Y entonces, sin mediar palabra, apunta hacia nosotros una cantidad incontable de rifles y nos bañan de fuego y sangre.
Los cuerpos caen. La nieve y la muerte y luego el silencio nos sepultan. No hay nada más que ver. No hay nada más que sentir ni que pensar. El rostro de Nina viene a mi mente y yo lo evito con todo mi corazón. No quiero llevarme nada. Ni suspiros, ni caricias, ni golpes, ni este odio que me aplasta. Quiero que llegue abril y borre nuestro recuerdo, que nadie encuentre nuestro cuerpo bajo la nieve.