Novela nómada

Mustafa Çöçelli

(Gaziantep, Turquía, 1985). Sus cuentos han sido publicados en revistas nacionales como NotosLacivertÖykülem y Bulanık, así como en la plataforma web de Oggito.

Supongo que he dicho mucho. Por suerte, señores; en realidad había terminado la novela. El resultado era un texto maravilloso que a todos mis lectores les encantaría y no había ningún obstáculo para que el libro llegara al escritorio del editor. Me había quitado una carga de encima. Era hora de distanciarme del texto por un tiempo. Por fin podía realizar un pequeño viaje para reacomodar mis pensamientos.

No sé por qué, comenzó a brotar en mí una sensación de imperfección. No podía contener las ganas de subir a mi estudio y ojear las páginas del libro. Fui al cine a ver película tras película para distraerme, alejarme de los pensamientos absurdos que llegaban a mi mente, y de las páginas del libro. Me reuní con los amigos que no veía desde hacía tiempo. Sin embargo, un estado de inquietud confuso que no podía nombrar no me dejaba en paz. Incapaz de controlarme, irrumpía en mi estudio, revisaba las copias terminadas, cerrando los ojos reconocía de inmediato la escritura mental de cualquier frase. Lo que le iba a pasar al libro era casi evidente. La novela se coronaría con elogios justificados de los críticos y encontraría su camino en la cima de la lista de los libros del año. Muchas de las frases lúcidas serían garabateadas en las paredes por amantes torpes. Todo estaba en orden. Esta situación, que al principio me parecía normal, me hizo encontrar la razón del sentimiento de imperfección que crecía cada vez más en mí. Entonces sentí que el mundo se deslizaba bajo mis pies. Apenas pude evitar tirar todo el texto a la chimenea. Había demasiados yos en el libro. El problema no era más que yo.

Lo más aterrador que le puede pasar a un escritor me había pasado. Me había distanciado de mi libro. Además, por una razón por la que no iba a poder solucionarlo fácilmente y que no me permitiría sentarme en el escritorio a escribir una nueva novela. Me persiguieron días sin conciliar el sueño, sin apetito. Salía a caminar a horas inseguras, me mezclaba con la gente en las calles atestadas y escuchaba el ruido de la ciudad. Mientras intentaba reemplazar las frases que pululaban en mi mente con el sonido de los cláxones y susurros de media noche, una maldita librería aparecía enfrente y me asustaba. Corría al primer callejón, donde quedaba empapado de sudor. Al caminar solo por las calles laterales, los suplementos de los periódicos se enrollaban en mis pies. Ya no dormía, así que caminaba toda la noche en la ciudad. Pero el dolor a causa de la hinchazón en mis dedos no me ayudaba a alejar estos pensamientos de mi mente. 

Estaba a punto de enloquecer. Decidí quemar el libro. Tal vez ya no iba a poder escribir más novelas. En una de las largas caminatas de regreso a casa comencé a preguntarme cómo encontrar una salida. Tal vez tenía un trastorno psicológico sin nombre, ¿quién sabe? El narcisismo me había envenenado durante años, y ahora estaba tratándolo. No iba a tranquilizarme sin eliminar al yo del libro. 

Pero ¿cómo se liberaría el libro de mí? Si borraba mi nombre de la portada, no sería posible eliminar mis huellas dactilares del texto. Mis buenos lectores sabrían rápidamente que el libro me pertenecía. ¿Qué pasaría si intentaba deshacerme de mí y lo distorsionaba intencionalmente? Quizá, si el fastidio llamado estilo no se escondiera para soplarme las palabras, frases, metáforas, signos…

En lugar de visitar a un psicólogo, agendé una cita con el lingüista más viejo, poderoso y con experiencia del país, pidiendo un favor a mis conocidos de la editorial. El anciano, perdido entre libros, borradores e impresiones en su estudio sofocante de la facultad, se reunió conmigo tal vez sólo por diversión. No lo sé. Aunque parecía viejo, sus movimientos, sus reflejos y el fervor de sus ojos lo hacían ver como un hombre joven. 

Saque la lengua, monsieur, dijo. Tuve que hacerle caso. El anciano comenzó a examinar mi lengua de arriba abajo usando guantes en sus manos de anciano. La tomó, jaloneó. Tiene una lengua característica, la estructura de su boca es demasiado grande, a la forma de su mandíbula a la que debe su fealdad se agrega un aire espiritual en su voz, dijo. Tiró los guantes a la basura. Luego dijo aquellas palabras que no puedo sacar de mi mente. Tenemos que trasplantarle una nueva legua para cambiar su voz. Cambiar lo que escribe es mucho más difícil. Supongamos, monsieur, que usted fuera músico. La mejor forma sería que otros canten sus canciones en otros idiomas. Acuda al mejor traductor que conozca. Su libro se distanciará de usted al estar escrito en otro idioma. Ahí es cuando logrará sentirse tranquilo. La receta había sido escrita.

Hui de la ciudad esa noche. Fui discretamente a Londres a ver al amigo que había sido traductor de mis libros durante años. Sin que la editorial supiera, le pedí que tradujera el libro al inglés. Después de que le rogué un poco, aceptó. Hizo lo que le pedí. En unos meses me entregó la traducción del libro. Estar en Londres me hizo sentir bien. El sabor del guante del viejo lingüista no se me quitaba de la boca. Tampoco sus palabras. Desistí de regresar a mi país. ¿Alguna vez han visto una bola de nieve que se convierte en una avalancha solamente rodando? Supongo que Julio Verne estaba aburrido en su tumba, tratando de escribir sobre mí. Fui a Francia. Tan pronto como recibí la copia en inglés, contraté un traductor desconocido para que lo tradujera al francés. Por supuesto, la copia no llevaba mi nombre. Mi operación estaba en marcha sin que el intérprete supiera algo al respecto. Viajé por Francia durante semanas. Conocí a un director de biblioteca en la región de Gascuña. El director era un caballero que hacía justicia a su trabajo. Sabía de vinos tanto como de libros. Durante nuestras largas horas de conversación le hice una petición. Quise que tradujera la copia francesa del libro a su idioma local, gascón. Aceptó con la condición de que recibiera una copia para la biblioteca. Por supuesto, mi aventura no terminaba aún. Tenía que retraducir la copia de los idiomas locales al inglés o al español. De lo contrario, iba a tener dificultades entre dos idiomas no tan conocidos. Pues, así… Después de viajar por Europa con el libro en mis brazos por un tiempo, volé a América a visitar a los árticos. Mandé a traducir el libro al iñupiaq, hablado por una pequeña comunidad esquimal, y de allí pasé al estado de California para que me lo tradujeran al hupaca, idioma que solamente sesenta indios americanos hablaban. Dormía en tiendas de campaña, me alimentaba de animales de caza, recogía ramas secas con la tribu y masticaba tabaco junto al gran fuego que ardía por la noche. En una de esas noches desperté temblando. Mi cuerpo ardía, estaba empapado. El jefe de la tribu estuvo a mi lado. Me dieron de beber preparaciones curativas y oraron en su lengua hupaca junto a mí. Así pasaron unos días. Por suerte me recuperé. Los miembros de la tribu me aceptaron como uno de los suyos. Pensaban que yo era el hombre que iba a mantener viva su lengua. Al menos es lo que había entendido yo. Pasaron semanas. Regresé más silvestre. Tal vez había vuelto a mi origen. No usé champú durante meses. Adelgacé. Me metí a las aguas heladas, comí pescado crudo. Hace unos siglos, se creía que los escritores más débiles y enfermizos, incluso los que tenían tuberculosis, eran más exitosos. No sé si quise experimentar esta nostalgia o no. Tuve suerte, no contraje tuberculosis, tampoco neumonía. Un día, el jefe de la tribu llegó con la copia del libro en hupaca.

Otras personas del mundo tradujeron la copia en hupaca a otros idiomas del mundo. Habiéndome perdido, estaba vagando por toda América con copias del libro en diferentes idiomas en mis brazos. Quería que fuera traducido a otras lenguas nativas americanas que estaban a punto de desaparecer, pero sus miembros no eran más que los dedos de una mano y no tenían suficiente conocimiento para realizar mi deseo. Así que decidí que había permanecido lo suficiente en América y finalmente fui a África. Salí a una cacería de lenguas a orillas del Nilo, mismo que calmaba la sed de toda África. Mandé a traducirlo en zulú, que es hablado por muchos africanos. Entré a las junglas de África con guía. Cruzamos Tanzania, Uganda y Sudán. Me bañé en ríos donde deambulaban los cocodrilos, comí pescado crudo que atrapé en las cuencas. Quedamos atrapados en medio de los enfrentamientos de las fuerzas separatistas en Sudán. Sin forzar demasiado nuestra suerte, encontramos la forma de cruzar a Nepal. Digo cruzamos porque un pequeño grupo de personas me empezó a seguir. No sabía quiénes eran ni cuándo se habían reunido. Algunos pensaban que buscaba un texto sagrado y otros creían que tenía el libro que hablaba sobre el Día del Juicio. Hubo quienes creyeron que llevaba las oraciones del profeta Jesús para resucitar a los muertos. Algunos pensaban que obtendrían oro como recompensa al final del viaje, mientras que otros muy probablemente buscaban aventuras. Un niño que estaba en el grupo quiso participar solamente porque no tenía a nadie. 

Escalamos los Himalayas durante semanas. Juntos nos purificamos en los templos escondidos detrás de las nubes. Olfateamos inciensos con los monjes calvos vestidos de color naranja. Nos perdimos en los arrozales. Después de unos días nos encontramos en donde nos habíamos perdido. Al final de unos meses, descendimos de los Himalayas con la copia que fue traducida por los monjes.

De allí viajamos a Oriente Medio. Mientras Bagdad era bombardeada, nosotros estábamos con los traductores en los búnkeres. Durante la temporada de peregrinación, mientras millones de personas daban vueltas alrededor de la Kaaba, nosotros estábamos en los suburbios de la ciudad ordenando el libro de derecha a izquierda. Mientas explotaban las bombas a la salida de las oraciones del viernes en Basora, buscaba sobre una mula, en las aldeas escondidas entre la arena, hermanos árabes que supieran sumerio.

Si tuviera el don de hablar con los pájaros, pediría que lo cantaran; si pudiera hacer amistad con los lobos, querría que aullaran el libro… 

No sé después de cuántas copias, no sé después de cuántos idiomas, tuve la traducción del libro nuevamente a mi idioma. Esta última copia llevaba un pedazo de todos estos viajes que he realizado; se alimentó con la riqueza y la pobreza, la diversidad y las deficiencias de cada idioma. Ni siquiera recuerdo la primera versión de la novela. Tampoco los nombres de los personajes. Ahora el libro no me pertenece. Era lo importante. El libro se liberó de mí y ahora vive por cuenta propia.

Traducción del turco de Beyza Firat.

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