(Guadalajara, 1965). Crítico de cine y profesor del ITESO, colaborador de la revista Magis.
Para los pioneros del cine, el color fue una tentación y una ambición. En más de un caso, una realidad artesanal. La tecnología y los insumos existentes a finales del siglo xix (se considera que el inicio «oficial» del cinematógrafo fue el 28 de diciembre de 1895, en la célebre función que tuvo lugar en el Salón Indio del Grand Café parisino con algunas películas de los hermanos Lumière) sólo hacía posible el registro en blanco y negro. Sin embargo, desde esas épocas más de un realizador se las ingenió para añadir color a sus filmaciones. La forma de hacerlo era pintar a mano en una copia positiva, fotograma por fotograma. Así fueron concebidos cortometrajes que con el tiempo han ganado celebridad. Es el caso de Annabelle Serpentine Dance (1895), dirigido por William Kennedy Dickson y producido por la compañía de Thomas Alva Edison. Georges Méliès ofrecía copias coloreadas de más de una de sus películas, y han pasado a la posteridad Viaje a la Luna (Le voyage dans la Lune, 1902) y La danza del fuego (Danse du feu, 1899), entre otros. El español Segundo de Chomón, que colaboró en algún momento con Méliès, realizó por su cuenta numerosos cortos; algunos pasaron a la posteridad, como Les œufs de Pâques (1907) o Les papillons japonais (1908). En la primera década del siglo xx el norteamericano Edward Turner filmó el color directamente en la cinta monocromática por medio de filtros: han sobrevivido algunos fragmentos de corte documental (al estilo Lumière), en los que puede verse lo mismo una pecera que algunos paisajes urbanos.
Pasaron algunas décadas para ver el primer largometraje en color. La historia consigna La feria de las vanidades (Becky Sharp, 1935), inspirada en la conocida novela homónima de W. M. Thackeray y dirigida por el cineasta de origen georgiano Rouben Mamoulian, como la primera gran película en colores naturales (como puede leerse en el afiche promocional, aunque el color no era muy natural, justo es precisar). El proceso utilizado fue desarrollado por Technicolor y es conocido como «de tres tiras»; consistía en impresionar simultáneamente, y filtros mediante, tres películas monocromáticas. Posteriormente, en 1941, esa compañía desarrolló el Monopack, que utilizaba sólo una tira y demandaba el uso de una cámara menos pesada que el proceso anterior. Los resultados, por otra parte, eran diferentes. Como señala Martin Scorsese, «mientras el proceso del color cambiaba, el color cambiaba». El cineasta neoyorquino asevera que la transición de las tres tiras al Monopack cambió «la naturaleza del color». De ahí que si uno revisa las películas realizadas en diferentes décadas podrá observar colores más o menos saturados, más o menos brillantes. Inevitablemente la pátina de la imagen y las características del color revelan la época en la que fue filmada tal o cual película, y actualmente, cuando se quiere recrear una época en la que ya existían películas en color, se emulan las características de los procesos que estaban en uso en esos momentos (Scorsese deja constancia de este afán fiel en El aviador).
La incorporación del color —así como en su momento ocurrió con la del sonido— al inicio tuvo la intención de reproducir con fidelidad lo que los ojos captan en la realidad. Pero pronto dejó de ser una curiosidad y se convirtió en un elemento expresivo y significativo. Porque «el color significa algo, incluso cuando no buscas que así sea […] filmar simplemente porque es en color, no tiene sentido», subraya Scorsese. El ruso Sergei Eisenstein —que en un texto lúcido predijo con certeza que el sonido sería utilizado en el cine convencional como mero acompañante de la imagen, como de hecho sigue sucediendo— dedicó un ensayo al uso del color y su relación con el sonido; ahí examina las diferentes atribuciones que se hacen, en ese caso, al color amarillo, que ha tenido connotaciones positivas o negativas. Y si bien es cierto que, como en otras disciplinas artísticas —como la pintura—, ya existía una gama de significados para ciertos colores en particular, el cineasta ruso llega a la siguiente conclusión: «No obedecemos una ley “que lo abarca todo” en cuanto a “significados” y correspondencias absolutas entre colores y sonidos, y a relaciones absolutas entre éstas y emociones específicas; por el contrario, significa que nosotros mismos decidimos qué colores y sonidos servirán más para la expresión o emoción que necesitamos».
El norteamericano Sidney Lumet plantea con humildad su ruta con el color, que es ilustrativa de lo que sucedió con múltiples cineastas. En su libro Así se hacen las películas reconoce su dificultad para «descubrir cómo usar el color». A mediados de los años sesenta había filmado la mayor parte de sus películas en blanco y negro; las dos que había realizado en color hasta entonces lo dejaron insatisfecho. Anota que «el color parecía falso. El color hacía que las películas parecieran más irreales aún […] obviamente, no estaba usando bien el color, o, para ser más exactos, no lo usaba en absoluto». Entonces tuvo una revelación: vio Desierto rojo (Il deserto rosso, 1964), de Michelangelo Antonioni, en la que «al fin se usaba el color con fines dramáticos, para ayudar a la historia y profundizar en los personajes». Contrató entonces al fotógrafo de esa cinta italiana, Carlo Di Palma, con quien realizó su siguiente largometraje: Una cita (The Appointment, 1969). (Di Palma tuvo una fructífera carrera en Estados Unidos, en particular al lado de Woody Allen, con quien colaboró en numerosas ocasiones. El neoyorquino afirma que el cinefotógrafo «tenía instinto artístico y un gusto exquisito para el color, la composición y el movimiento»; es, insiste, «un magnífico iluminador de atmósferas» y domina a fondo el color. Eric Lax, biógrafo de Allen, remata comentando que la madre de Di Palma era florista «y él creció rodeado por los vivos matices de las flores, cosa a la que atribuye cierta influencia sobre su manera de trabajar»).
En mayor o menor medida, de forma voluntaria o involuntaria, el color expresa y significa, como afirma Scorsese. Sin embargo, en manos de algunos cineastas ambiciona algo más que apoyar la narrativa y el drama: puede aportar matices poéticos, notas espirituales. Es el caso del ruso Andrei Tarkovski. En su célebre libro Esculpir el tiempo revisa todos los aspectos del arte cinematográfico; reflexiona sobre el color, que a su juicio es «uno de los problemas más serios en el cine», un problema que presenta tintes fisiológicos y psicológicos. Considera que el color es una exigencia comercial más que una categoría estética, y que «es absolutamente imprescindible reflexionar sobe la paradoja de que el color dificulta considerablemente la reproducción fiel de sentimientos verdaderos.» De ahí que haya «que esforzarse por neutralizar el color y evitar un efecto activo del color sobre el espectador. Si el color como tal pasa a ser el aspecto dominante de la toma, entonces el director y el director de fotografía están tomando prestados de la pintura métodos eficaces para influir sobre el público». La reproducción mecánica del color supone la ausencia del artista: «éste ha perdido su papel configurador», remata.