Nodos / La estética del mal: del gran arte al arte chatarra / Naief Yehya

No sabemos gran cosa de Hieronymus Bosch, aparte de que vivió entre 1460 y 1516, en una aldea flamenca cercana a la frontera de Bélgica. Su abuelo, su padre y varios de sus tíos fueron también pintores. Su familia pertenecía a un grupo religioso llamado La Hermandad de Nuestra Señora, y se casó a finales de la década de los setenta del siglo xv. Lo que sabemos es que las visiones infernales que pintó han nutrido desde entonces el imaginario grotesco de la humanidad e influenciado la concepción del horror de incontables artistas y autores en todo el mundo. Bosch era un pesimista, aparentemente convencido de la vulnerabilidad humana ante la seducción del pecado. La esplendorosa colección de atrocidades y espantos que plasmó en las treinta y cinco o cuarenta pinturas que se le atribuyen (y de las cuales sólo siete están firmadas), reúne mitos, parodias, alegorías y folclor en collages escatológicos, dementes y deliciosamente provocadores. Las «diablerías» de Bosch, que a su vez habían sido anticipadas por Jan van Eyck, se volvieron muy atractivas para los coleccionistas de la época, por lo que engendró a numerosos imitadores, deseosos de explotar ese estilo oscuro cargado de ironía, desesperanza y cáustico humor negro. Algunos de sus seguidores fueron artistas notables como Pieter Brueghel, y en menor grado sus hijos, Jan y Pieter, o bien Pieter Huys y Jan Mandyn, entre muchos otros que recibían jugosas y frecuentes comisiones de diversas iglesias y cortes de Europa para proveer visiones pesadillescas y apocalípticas.
     Probablemente la fascinación popular con el mal y sus efectos tiene raíces aún más antiguas, sin embargo el éxito comercial y el impacto cultural de estas pinturas es un buen punto de referencia para contar la historia del poder de seducción de la estetización del horror. El imaginario macabro conquistaba las sensibilidades de la aristocracia y el clero. Las representaciones del averno, poblado por toda clase de demonios e íncubos que atormentaban y abusaban de pobres mortales, eran admiradas y apreciadas mucho más que temidas. En esas pinturas abundaban horrores inspirados en la Biblia y una variedad de tradiciones, pero el propio Satanás brillaba por su ausencia en las pinturas de Bosch y la mayoría de sus seguidores. De acuerdo con La historia del diablo, de Robert Muchembled, Belcebú «fue discreto durante el primer milenio cristiano», ya que si bien interesaba a los teólogos (quienes tenían serios problemas de lógica y coherencia al querer unificar al Satán del Antiguo con el del Nuevo Testamento, el de la serpiente con el seductor tiránico) muy pocos se preocupaban por él y rara vez aparecía en el arte.
     En cambio, en los siglos xvi y xvii tuvo lugar «un verdadero maremoto diabólico», como lo describe Muchembled. El demonio comienza a invadir todos los ámbitos de la cultura. Es entonces cuando Martín Lutero se muestra obsesionado por el Príncipe del Mal, a quien ve como una presencia constante y concreta en la vida cotidiana, capaz de incorporarse en dragones, serpientes, perros, cerdos y muy particularmente en moscas. La presencia de Satán simplificaba nuestra relación con el mal, sin embargo hacia el siglo xviii el Diablo fue perdiendo su posición como explicación convincente del mal, como señala Lars Svendsen en su libro A Philosophy of Evil, y fue siendo desplazado y borrado de la historia al volverse redundante.
      Ahora bien, es importante reconocer que hay una línea sesgada que va de las pinturas de Bosch hasta la pornotortura fílmica de cintas como la franquicia Saw (2004, James Wan; 2005, 2006 y 2007, Darren Lynn Bousman; 2008, David Hackl; 2009 y 2010, Kevin Greutert) u Hostel (2005 y 2007, Eli Roth; 2011, Scott Spiegel), por mencionar dos ejemplos bien conocidos y exitosos de un cine que explota la noción de los infiernos terrenales. Estas cintas se caracterizan por su capacidad deshumanizadora y el poderoso realismo de sus efectos especiales; sin embargo, y a pesar de sus clichés y abuso de las convenciones, su relevancia radica en plantear dilemas morales y castigos ejemplares a los pecadores. Y si bien podemos argumentar que la pintura de Bosch es gran arte y estas películas son meros productos comerciales, ambas obras son reflexiones estéticas del mal que responden a su momento histórico: expresiones provocadoras y heterodoxas, repletas de resonancias contradictorias con igual intención de escandalizar que de despertar la morbosidad y jugar con cierto humor perverso que explota toda clase de abusos y atrocidades corporales.
     Nuestra obsesión con el infierno es el antecedente de la idealización del mal en general y de los villanos en la cultura moderna. De hecho, cuesta trabajo imaginar lo que serían algunos de los géneros fílmicos y literarios más populares sin la celebración del mal. Sin embargo, no debemos olvidar las muy citadas palabras de Simone Weil: «El mal imaginario es romántico y variado; el mal real es sombrío, monótono, estéril, aburrido. El bien imaginario es aburrido; el bien real es siempre nuevo, maravilloso, embriagante».

 

Comparte este texto: