NODOS / Estación Ezeiza / Naief Yehya

¿Dónde comienza el bistec y termina el carnicero? No espero tener una respuesta. Ésta es una de esas viejas preguntas que siempre estarán en el aire, negándose a ser contestadas porque, de hacerlo, tendríamos que preguntarnos: ¿y entonces dónde empieza el comensal y termina la vaca? Y hacerse ese cuestionamiento en Buenos Aires es buscar enredarse en un laberinto sin salida, porque a final de cuentas todo bife conecta con otro bife, todo filete es parte de una constelación de proteínas anónimas, pero también es mística, técnica y carne muerta, deliciosas células en descomposición.
     Tenía hambre y sólo podía pensar en reses pastando. Afuera las parrillas doraban asados, chorizos, lomos, matahambres, entrañas y otros cortes con nombres aún más viscerales. Yo jugaba nerviosamente con la envoltura vacía de los m&m que compré antes de abordar el avión que por algún error me llevó ahí. Sentía algo parecido a la angustia ante la idea de deshacerme de ese plástico que aún guardaba el olor a chocolate. Era lo único que había comido en las últimas treinta y dos horas. Levanté por fin la vista, nada había cambiado, sólo el calor, húmedo e intenso. Me puse de pie sabiendo que perdería mi asiento, que docenas de personas vigilaban los movimientos de quienes tuvimos la gran suerte de conseguir un silloncito en esa aislada sala de espera. Sentí un movimiento casi viperino de cuerpos que acechaban mi lugar, listos para saltar sobre él en cuanto me retirara unos pocos centímetros. Perder mi lugar era inútil, nada cambiaría; el vuelo de conexión no llegaría antes, no había nada que ver en esta sala remota del aeropuerto donde ni siquiera había un duty free básico, un puesto de café, un quiosco de periódicos o de lentes oscuros. De todos modos tenía las piernas rígidas como tablones, debía moverlas a riesgo de perder la capacidad de volver a flexionarlas. Di un paso al frente y una mujer pequeña corrió, se deslizó con gracia y chocó contra mí dejándose caer pesadamente en el único asiento libre de toda la sala. Otro hombre también corrió pero era demasiado tarde. Muchos más veían con envidia a la mujer que se acomodó en el asiento triunfalmente.
     Caminé hacia la larga cola que estaba formada frente al pequeño mostrador donde una empleada de la aerolínea trataba de tranquilizar uno por uno a los viajeros inquietos por esta inesperada e interminable escala. Las ocho personas que estaban frente a mí fueron atendidas en unos treinta y cinco minutos. En esos momentos me lamentaba por no haber comprado ese manual que prometía: Hable farsi en treinta horas. O quizás hubiera podido leer todos los libros de Harry Potter o cualquier otra serie de volúmenes obesos que en otras circunstancias nunca hubiera considerado. Pero cargarlos…
     Entonces llegó mi turno.
     —Señorita, ¿tiene usted idea de lo que sucede con nuestro vuelo? Hace horas apagaron la pantalla de información.
     —¿A dónde viaja?
     —A Playa Algarabía, como todo mundo aquí —respondí un poco bruscamente, con un tono que se acercaba al límite de lo que una empleada de aerolínea está obligada contractualmente a tolerar antes de llamar a Seguridad.
     Sonreí para aligerar la tensión.
     —Lo siento mucho, pero seguimos esperando a que aterrice el avión. No creo que tarde más de una hora.
     Volví a sonreír esperando la señal de que había terminado con mi asunto y era tiempo de decir gracias. La cola seguía creciendo detrás de mi. Ella miraba todavía el monitor de la computadora, que debía tener todas las respuestas pero aparentemente no las tenía. Me miró entonces y acercó su rostro al mío. No gran cosa, por supuesto, lo poco que le permitían el teclado y sus pechos, un par de centímetros, pues, pero suficiente para crear un intento de proximidad,
     —La verdad es que puede tardar muchísimo —me dijo hablando bajito y arrastrando la i de muchísimo de manera a la vez coqueta y preocupada.
     —No me diga —dije yo.
     —¿Qué nivel de cliente es usted?
     —¿Nivel? —dije dándome cuenta que tenía un cabello pardo y brillante, una nariz puntiaguda elegantísima, unos labios carnosos y un acento que me hicieron repetirme en la cabeza: Qué porteña, Dios mío, qué porteña, Dios mío.
     —Se lo pregunto porque si usted es Cliente Preferente tenemos alternativas superiores de servicio y atención.
     —Me temo que no.
     —Por ejemplo, usted es ahora simplemente Usuario, pero si fuera Cliente Preferente, tendría acceso al salón vip, y el Upgrade es un pago anual muy modesto.
     —¿Y puedo hacer ese Upgrade ahora?
     —Sí, por supuesto.
     Pensando en chuletas y empanadas le di mi tarjeta de crédito. No sabía si volvería a volar con esta aerolínea o si regresaría siquiera a pisar tierra argentina, pero tenía hambre y estaba en una situación vulnerable. La joven, que se veía más y más atractiva a medida que imaginaba un salón vip con platones de botanas y tragos gratuitos, me devolvió mi tarjeta, me pidió mi firma y sonrió, ahora sí radiante, esperando que dijera gracias y me retirara.
     — Y ¿por dónde debo ir?
     —¿A dónde? —preguntó sin dejar de sonreír.
     — Al salón vip.
     —Lo lamento, muchísimo, pero desde esta sala remota no se puede acceder —dijo extendiendo otra vez la i, pero esta vez sin atisbo alguno de preocupación.
     —¿Pero cómo? ¿No fue para eso el Upgrade? —me esmeré en pronunciarlo correctamente y con mayúscula.
     —Sí, por supuesto, pero en estos momentos no se puede — dijo encogiéndose de hombros, levantando las palmas de sus manos hacia el techo y mirando alrededor con una mueca de impotencia—. En su próximo viaje, seguramente podrá aprovecharlo.
     —¿Pero y ahora? —pregunté, más confundido que enojado.
     —Es que ésta es una sala remota. Lo que podría hacer es obtener un Upgrade a la categoría de Viajero Amigo.
     —¿Otro upgrade? —dije, esta vez en minúsculas.
     —Sí, pero éste le ofrece otro tipo de beneficios, como precios especiales en alojamiento y alimentos en más de cuarenta y siete destinos internacionales y veintitrés nacionales, rebajas en los boletos de sus acompañantes y una suscripción anual a la revista Volar sin Límites.
     —¿Y eso cómo me beneficia ahora? —interrumpí.
     —Con su tarjeta se le ofrece el Pase Amigo, con el cual puede ir desde cualquier sala de espera remota a la terminal central del aeropuerto internacional Ministro Pistarini.
     —¿Y cómo llegaría ahí?
     —En un transporte especial para Viajeros Amigos.
     Sin pensar mucho más le di nuevamente la tarjeta. Dijo algo acerca de la buena decisión que estaba tomando y de la fabulosa relación beneficio-costo. No quise saber. Me regresó la tarjeta, firmé el voucher y la miré con una mueca que difícilmente podría interpretarse como una sonrisa. De reojo vi que acababa de gastar más en ese instante de lo que pensaba utilizar en mi viaje.
     —¿Le puedo servir en algo más?
     —Sí, por supuesto. ¿Dónde tomo mi transporte Amigo?
     —Viajero Amigo —corrigió—. Eso sería en la salida c, pero no puede hacerlo ahora.
     —¿Por qué no?
     —Porque no tiene su tarjeta Viajero Amigo todavía y por lo tanto no se le puede emitir el Pase Amigo.
     —¿Cómo?
     —Recibirá su tarjeta en su domicilio en un plazo de entre trece y veintidós días hábiles.
     —¿Pero y ahora? ¿No pueden hacer una excepción? Aquí tengo mi voucher.
     —Eso sería formidable, pero no se puede por restricciones internacionales. Su membresía primero debe ser aprobada por el Ministerio de Transporte. Por seguridad, usted sabe.
     —Pero señorita, usted me dijo que esto me serviría ahora.
     —No, yo le dije que le serviría en una situación como ésta. ¿Cómo podría yo ofrecerle violar normas de seguridad internacional que están por encima incluso de las leyes argentinas? —nuevamente se encogió de hombros, esta vez con dulzura.
     La fila detrás de mí seguía creciendo y los viajeros se ponían más y más inquietos viendo que yo tenía ocupada por demasiado tiempo a la representante de la aerolínea.
     —Pero, señorita, no sé si usted entiende mi situación. Necesito comer algo ahora mismo.
     —Lo siento mucho, señor, pero no puedo hacer nada más por usted. La única opción que se me ocurre sería un Upgrade a la categoría Socio de los Aires.
     —¿Otro Upgrade? ¿Se está usted burlando de mí? —dije, subiendo el volumen de mi voz a peligrosos niveles de semiagresión.
     —De ninguna manera, señor —e hizo un intento por pronunciar mi nombre—. Al pertenecer al selecto grupo de Socios de los Aires, usted es prácticamente uno de nosotros. Recibirá nuestro boletín mensual, descuentos en todos, fíjese, todos nuestros vuelos, contará con atención personalizada con su propio agente de cuenta, tendrá la oportunidad de seleccionar asiento hasta un mes antes de su vuelo, con un mínimo de millas, podrá recibir una promoción para viajar en Primera Clase y Business en vuelos selectos, se le ofrecerán bebidas y alimentos de cortesía en todos nuestros vuelos y todas nuestras salas de espera, y muchas otras cosas más.
     —¿Incluyendo en esta sala remota?
     —Incluyendo en ésta.
     —¿En este mismo momento? ¿Sin tener que esperar a que reciba mi tarjeta dentro de veintidós días?
     —Así es.
     —Me da usted su palabra de que no hay trucos ni cláusulas de exclusión secretas.
     —Claro que se la doy. Y no hay nada de cláusulas secretas —dijo riéndose, y no como si se estuviera burlando de mi.
     —Es decir que, si me vuelvo socio, puedo en este momento recibir comida y bebida de parte de la aerolínea sin pagar un centavo más.
     —Así es, y como usted es Viajero Amigo, el costo de todo estos fabulosos privilegios es muy razonable.
     —Pero no tengo aún mi tarjeta de Amigo.
     —No se preocupe, como este trámite es informatizado, no la necesita porque usted ya está en el sistema.
     Le di mi tarjeta resignado, pero esta vez, antes de hacerme el cargo, la empleada escribió una cantidad en un papelito con el logotipo de la empresa y me lo mostró.
     —Este es el costo del programa Socio de los Aires.
     Miré la serie de números y tardé en entender si estaba viendo el papel por el lado correcto. Conté mentalmente los dígitos para insertar comas que me permitieran entender de cuánto estábamos hablando.
     —¿Y esto está en pesos, dólares o millas? —pregunté.
     La agente sonrió y escribió con una letra cursiva de niña las palabras dólares americanos. Quise decir: «Adelante, cóbreme», pero mi boca permaneció sellada. Me di la vuelta y comencé a alejarme del mostrador. Pude escuchar que la bella empleada mascullaba un: «De nada». No regresé ni me di la vuelta. Aún tenía la envoltura de m&m hecha un nudo sudoroso en mi mano. La olí buscando la fragancia de chocolate pero tan sólo reconocí un hedor a grasa y suciedad. No había ni un solo asiento disponible.
     Me acerqué a un pasajero como de unos cuarenta y tantos, con bigotito, un saco avejentado y un maletín gastado sobre las piernas.
     —Disculpe. Éste asiento está designado para Viajeros Amigos, como yo. Me temo que le voy a tener que pedir que se levante —inventé sin pudor.
     —Con gusto, nada más muéstreme su tarjeta —respondió sin moverse.
     Me dejé caer en el piso. Quise silenciar mi cabeza pero una voz me repetía: bife de costilla, bife ancho y bife de lomo. Podía imaginar que detrás de los muros de la sala remota pastaban novillos, vacas, novillitos y vaquillonas que, al quedar satisfechos, se dirigían felices al matadero para entregar sus carnes marmoleadas, tiernas y jugosas al carnicero.

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