El beso francés de Afrodita y Ek Chuah / Ernesto Lumbreras

La primera noticia del cacao como afrodisíaco nos la da Bernal Díaz del Castillo, asombrado de las muchas jícaras de cacáhuatl —frío y espumoso— que tomaba Moctezuma Xocoyotzin antes de acudir a sus aposentos reales, donde lo aguardaban innumerables y ávidas mujeres. Con ese trasfondo «mítico», el chocolate recorrió su periplo europeo brindando a sus bebedores —desde un Marqués de Sade orgiástico a un filosófico Calderón de la Barca— un placer sensual y lúcido de inocultable vigor. Con un toque de conservadurismo victoriano, a mediados del siglo XIX, Cadbury pone en boga regalar chocolates el Día de San Valentín; la competencia replica el acierto, y Hershey contrataca con sus kisses en 1907, ejemplo que sigue Perugina con sus baci en 1922. ¿Besarse con fruición será, entonces, una equivalencia de devorar chocolates? ¿O serán dos actividades complementarias y de mutua inclusión?
     Del fervor amatorio de primeros siglos, el chocolate descendió varios peldaños convirtiéndose en la alegoría sentimental de los enamorados meditabundos y suspirantes. Atrás quedaron las escenas de las novelas románticas donde los amantes alternaban el arte de Eros con la sofisticación de tomar en la cama un vaporoso tazón de chocolate. En las Obras eróticas (1789) del conde Di Mirabeau se recrean ciertos pasajes donde dos pecados capitales, la gula y la lujuria, armonizan a la perfección:
    
     —Fuiste tú, encantadora Babet —le dije, mientras me quitaba el edredón para levantarme y rendirme a los antojos de su ama—. ¿Fuiste tú quien preparó este chocolate extraordinario?
     —Sí, mi señor, fui yo.
     —Me encantaría estar en tu lugar, haciendo espuma bajo tus manos.
     —Un abad, sacando espuma, sería muy agradable.
     —Y muy natural…
     —¿Está burlándose? ¿Cómo se puede hacer eso?
     —Ya verás —le dije, tirándola sobre mi lecho—. Imagina que éste es el mango del molinillo para hacer espuma.  
    
     El chocolate y el cuerpo humano poseen la misma temperatura. Cuando el termómetro registra poco más de los 37 grados, el organismo de ambos trasuda, se torna inestable y palpitante. En esas condiciones enfebrecidas, un bombón o una trufa se tornan imágenes sinestésicas de la cópula: el olfato delira en el encuentro con un aroma indómito, el gusto se extasía al contacto con ese coro de sabores politeístas, el tacto se deja recorrer por ese magma marrón que posee la temperatura del beso, el oído se pone en estado de alerta por la textura crocante que obliga a detener —tras la dentellada del big crunch— la expansión del universo. Para evitar la locura o el éxtasis de Santa Teresa según Bernini, durante este trance de gourmet supremo, es apremiante mantener los ojos bien cerrados.
     En el comienzo trepidante de Noticias del Imperio (1987), de Fernando del Paso, la emperatriz Carlota, en su nostálgico delirio, al final de sus días, relata el inventario que un enviado de México le ha traído a su castillo de Bouchout; entre las maravillas llevadas del mismísimo cuerno de la abundancia resalta «un enorme barril de maderas preciosas rebosante de chocolate ardiente y espumoso, donde me voy a bañar todos los días de mi vida». Con la ilusión de mudar la piel «blanca de ángel de Memling» hasta volverla «oscura como el cacao del Soconusco», a semejanza del color de sus amados indígenas. En el fastuoso hotel de Hershey, Pensilvania, el sueño de la desdichada monarca se puede cumplir a plenitud; incluso los paquetes del spa prometen ampliar la experiencia dérmica con los elíxires del cacao; por ejemplo, el Chocolate Escape Package ofrece, por 390 dólares más impuestos, tres horas y media de placer continuo con un menú que incluye: un baño en tina con cacao recién molido, pastelillos, crepas y helados de chocolate, tazones de chocolate caliente y un masaje con cocoa de una hora de duración.
     La industria del dulce y la repostería, pero también la de los cosméticos, ha explotado las bondades del cacao que la divinidad maya de Ek Chuah divulgó entre los mortales. Pero, sin duda, el elemento erótico y amoroso del chocolate ha resultado atractivo en el imaginario de pasteleros y confiteros. La escuela francesa —es decir, los alumnos del Divino Marqués, más desinhibidos en las lides del cuerpo y del placer— ha confeccionado pequeños objetos que, inevitablemente, provocarían sonrojos, sudoraciones y pálpitos aquí y allá. Francis Miot, confiseur de Pau, es el creador de los bombones que recrean la gimnasia amatoria del Kama-Sutra, de los manjares llamados les coucougnettes du vert galant —literalmente «los testículos o los cojones del mujeriego», delicia en honor del rey Henri iv, quien tuvo cincuenta y siete amantes y veinticuatro hijos reconocidos—, o les tétons de la reine Margot,en homenaje a los escotes de escándalo de la primera esposa de Henri iv, que insinuaban sus rosados pezones.
     Leyendo el lúbrico poema de Oliverio Girondo que dice, en algún momento de su flujo hormonal, «se codician, se palpan, se fascinan / se mastican, se gustan, se babean», es probable que en la mente de un futuro confitero aparezcan los ingredientes y la fórmula de un exquisito bombón para compartir. Un bombón ideal que otorgue cartas de navegación a la pasión extrema de los amantes para seguir conjugando los verbos del poeta argentino: «resplandecen / se contemplan, se inflaman, se enloquecen / se derriten».
    

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