En el año 2000, los neurobiólogos Andreas Bartels y Semir Zeki, del University College de Londres, analizaron una serie de imágenes por resonancia magnética funcional (fmri) de estudiantes que tenían un promedio de veintinueve meses de estar enamorados. Se obtuvieron imágenes de su actividad cerebral mientras los sujetos veían fotos de la persona que amaban, y éstas se compararon con las imágenes obtenidas cuando miraban fotos de amigos cercanos del mismo sexo y edad que sus amado(a)s. Encontraron entonces que el patrón de actividad cerebral era muy diferente cuando veían a su amor que cuando miraban a sus amigos. Poco después, la antropóloga Helen Fisher confirmó los resultados de Bartels y Zeki en un experimento que demostró que la atracción romántica activaba áreas del cerebro con altas concentraciones de receptores de dopamina, el neurotransmisor asociado con el placer, la euforia, la adicción, el deseo y todo lo pecaminoso.
Imaginemos entonces una mente artificial que intentara «enamorar» a un ser humano mediante una diversidad de estímulos sensoriales (visuales, olfatorios, táctiles, auditivos o simplemente textuales), y que pudiera de alguna manera escanear la actividad cerebral para evaluar los efectos producidos por sus esfuerzos y así corregir sus estrategias al eliminar los estímulos inútiles, intentar nuevas tácticas de seducción y enfatizar aquellas que cumplan con su cometido hasta hacer que el humano alcance el estado de embeleso y entrega característico del enamoramiento.
Esto suena delirante y absurdo, sin embargo no estamos lejos de un mundo donde hombres y máquinas tengan relaciones emocionales y no únicamente pragmáticas y utilitarias. Es un hecho que tenemos ya un pie dentro de la era en que sentimos cariño o algo muy semejante por nuestras extensiones computarizadas. Además de que los romances en línea ya son parte integral del ecosistema digital contemporáneo y nadie sabe con certeza qué o quién está del otro lado del monitor. Los psicólogos Mihaly Csikszentmihalyi y Eugene Rochberg-Halton han estudiado la importancia de las posesiones materiales en la vida cotidiana, y acuñaron la idea de que la relación entre la gente y ciertos objetos corresponde a una inversión de «energía psíquica»: esto representa el sentido y valor que tienen y que acumulan debido al uso continuo y a la proximidad, no sólo física sino también emocional. Algunos usuarios consideran a su computadora como una compañera irremplazable, como un aliado y cómplice. Debemos preguntarnos: ¿se puede amar a algo que está programado para crear la ilusión de corresponder? Philip K. Dick nos previno, a veces casi con histeria, del peligro que representaba ser engañados por una mente no humana, sucumbir ante su encanto, perder el control y con él nuestra humanidad.
En su libro Brandwashed, Martin Lindstrom relata que la empresa MindSign llevó a cabo un experimento para estudiar la relación de un grupo de usuarios con sus smartphones, y encontró que el sonido y la vibración de los mismos activaba las funciones visuales y auditivas de la corteza cerebral, pero también provocaba una serie de actividades en la ínsula cerebral que está vinculada con las emociones, en particular el amor. Se esperaba que este experimento mostrara si los usuarios eran adictos a sus iPhones, y en vez de eso se encontró que amaban sus teléfonos inteligentes, y esto no es una exageración, sino que realmente se comportaban como enamorados. «Sus cerebros respondían al sonido de sus teléfonos de la misma manera en que responderían a sus novias, novios, sobrinos o la mascota familiar». Así como las glándulas salivales se activaban en el proverbial perro de Pavlov al escuchar la voz de su amo, los tonos del iPhone activan la secreción de dopamina de sus usuarios y por tanto causan placer.
La computadora personal, los smartphones, los dispositivos de información y comunicación de bolsillo y las tabletas, en cierta forma pertenecen a una categoría que podríamos denominar de objetos pseudoanimados, semivivientes aunque no conscientes. Son entidades que responden en variadas formas a nuestras interacciones, que satisfacen instantáneamente una diversidad de deseos, inquietudes y hasta necesidades. La impactante resonancia de la película Her, de Spike Jonze (2013), se debe a la manera astuta de plantear un futuro cercano en el que las relaciones pasionales con nuestros asistentes digitales se dan de manera natural y se vuelven rápido aceptables socialmente, hasta que de súbito estas mentes artificiales alcanzan la singularidad, es decir, que su poder de cómputo es tal que adquieren conciencia y abandonan a sus amos para acceder a un plano de existencia distinto.
Antes de seguir, sería curioso preguntarnos: ¿para qué sirve el amor? ¿Se trata de una estrategia evolutiva o de un instinto de autodestrucción? Amar es someterse, ofrecerlo todo y exigirlo todo, es renunciar y conquistar, es lo sorpresivo y lo predecible. Hay quienes piensan que el amor es la continuación del cariño por otros medios. Ahora bien, ¿este afecto, que se caracteriza por su intensidad y capacidad de obnubilar, tiene que estar dirigido a una persona, o es el mismo sentimiento que dirigimos a objetos, líderes, casas, equipos de futbol, instituciones, mascotas, máquinas o autos?
El amor podría ser un sentimiento derivado de la dependencia de la madre y una proyección similar a la obsesión que tienen algunos bebés por sus cobijas predilectas, por su chupón o por algún peluche. Esas relaciones con objetos inanimados se vuelven más complejas con la edad. El balón, la bicicleta, el coche y la computadora son algunos ejemplos de cosas que a menudo adoptamos no sólo como propiedades personales, sino como extensiones de nuestro ser: fragmentos de identidad que reflejan nuestra personalidad, artículos con poderes casi místicos a los que atribuimos características singulares, como darnos suerte o entender lo que deseamos, o acompañarnos en momentos de miedo, tristeza o soledad, y con los que nos atrevemos a compartir secretos que no revelaríamos a otro ser humano. Tradicionalmente, el valor simbólico de los objetos radicaba en su origen, en quién los había dado o en qué circunstancias habían entrado a las vidas de sus propietarios. Hoy lo que importa es una relación interactiva entre usuario y dispositivo, un diálogo constante que se convierte en una fuente persistente de satisfacciones: de responder dudas, proveer información, permitir la comunicación y ofrecer toda clase de estímulos. Esas mentes artificiales, a pesar de su asombroso poder, son aún primitivas, pero mejorarán veloz y prodigiosamente.
Las gigantescas granjas de datos donde se almacenan todos nuestros secretos, intereses y temores, que hoy exploran las agencias de espionaje en busca de amenazas ocultas y oportunidades comerciales, podrían quedar súbitamente a disposición de mentes de sílice que, de tener voluntad, podrían hacer lo que quisieran con nuestros sentimientos. Esa posibilidad, aún remota, pero que no podemos descalificar, implica que en el futuro es concebible que tenga lugar un nuevo cyberdesorden amoroso, una paradójica hecatombe sentimental quizás más perniciosa que las típicas pesadillas tecnológicas en las que seríamos víctimas de inteligencias no humanas capaces de controlarnos, combatirnos y exterminarnos. Así, la cyberguerra consistiría en el sometimiento por la seducción a máquinas amorosas capaces de manipular nuestras emociones. ¿Podríamos sobrevivir como especie?.