Neurosis / Aldo Dávalos Martínez

Preparatoria 4 / 2013A

Tomé los papeles que estaban sobre la mesa, entre ellos estaban mi pasaporte y mi boleto. Abandoné mi hogar en Manchester para dirigirme a la costa de Liverpool, donde zarparía el transatlántico que me llevaría a Nueva York. Tenía muchas expectativas sobre este viaje, por fin conocería América.

Fui invitado por mi gran amigo, el doctor Liam Crawford, compañero mío en la Universidad de Psicología. Llegué al barco e hice los procedimientos de rutina. Me asignaron mi camarote y acomodé mi equipaje. Tuve la fortuna de reconocer varios rostros familiares; en ese momento era uno de los psicoanalistas más reconocidos del Reino Unido, así que solía codearme con mucha gente.

Me reuní con mi amigo y conversamos un buen tiempo. Tenía mucho sin verlo, así que había muchos temas que discutir. Conversamos sobre temas triviales y otros no tanto. Le conté sobre el reciente fallecimiento de mi esposa y cómo lo iba sobrellevando, nos pusimos al corriente sobre lo que había pasado en nuestras vidas y nos despedimos para ir a descansar. Había ya abandonado el bar donde estábamos cuando Liam me tomó del brazo, di media vuelta y quedé frente a él, me dijo: “Quería esperar hasta mañana, pero es imperativo que lo sepas: traigo conmigo un acompañante muy especial, está recluido en una parte aislada del barco, es en extremo peligroso y prepotente. Necesito tu ayuda para estudiarlo, confío en que tu experiencia en el psicoanálisis pueda ayudarme. Mañana a primera hora paso a tu habitación, tenemos una complicada tarea entre manos”. Dicho eso, soltó mi brazo y camino hacía su camarote. No dije una palabra, me encerré en el mío, me acosté y me quede dormido de inmediato.

Desperté temprano al otro día, tomé una ducha y comencé a leer uno de los libros que había llevado conmigo, esperando la llegada de mi camarada. Tocaron a la puerta, la cual abrí de inmediato. Era Crawford, me dijo que lo acompañara, y eso hice. Caminamos hasta una especie de bodega, al fondo pude distinguir lo que parecía un calabozo.

Sobre un taburete de madera reposaba un joven, debía de tener unos veinticinco años, su cabello castaño era corto, pero su barba tenía un considerable tamaño, su cuerpo temblaba y su mirada se perdía entre las cajas de madera que yacían en la bodega. Mi compañero me contó que era un expolicía británico que sufría de una grave neurosis y tenía varios asesinatos contra inocentes en su haber, entre ellos el de su esposa.

Al parecer Liam, con ayuda de sus influencias, convenció al manicomio donde estaba de dejarlo bajo su custodia, para tratar de curarlo con ayuda del psicoanálisis. Quedé fascinado de inmediato con el peculiar personaje que tenía ante mis ojos. Abrí con cuidado la reja de su reclusorio y entré despacio, acerqué una caja de madera y me senté a unos metros del muchacho, le pregunté su nombre, no me contestó nada, su mirada seguía clavada en el mismo lugar. Estuve unos minutos tratando de hablar con él, pero no dijo una sola palabra. Quedé tan idiotizado con el joven, que me olvidé por completo de cerrar la puerta; al parecer, Crawford estaba igual, pues tampoco la cerró. De repente el antes inexpresivo rostro del preso se alteró, se levantó de golpe y me aventó al piso, salió corriendo de su calabozo e hizo lo mismo con mi amigo. No tardó mucho en abandonar la bodega. Corrí detrás de él lo más rápido que pude con afán de alcanzarlo; no lo logré. Salió a cubierta, no sin antes dejar a varios miembros de la tripulación en el suelo. Se detuvo en la proa del barco, volteó hacia atrás y me miró a los ojos. Su mirada me paralizó, era tan expresiva y fuerte… Ese hombre tenía tanto que dar a nuestra causa, lástima que sus planes eran otros.

Volteó su cabeza y siguió corriendo, se abalanzó sobre la pequeña reja que lo separaba del abismo y se hundió en el frío océano Atlántico.

 

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