Mutantes

Augusto Effio Ordoñez

(Huancayo, 1977). Algunos cuerpos celestes (peisa, 2019), su último libro de relatos, mereció una mención especial en el Premio Nacional de Literatura 2021, otorgado por el Ministerio de Cultura del Perú.

Sopa de arena, arroz con muy-muy y el primer beso que le di a una chica. Ese verano castigué a mi estómago con manjares para los que no estaba preparado.

La sopa de arena me la sirvieron el mismo día que llegué a casa de mis tíos, en Villa El Salvador. En realidad, fue una sopa de menudencias. Pero yo sentí los grumos de arena en cada bocado. Era la forma que tenía el desierto de darme la bienvenida.

El arroz con muy-muy lo comí la semana siguiente, luego de conocer Playa Venecia. Mi primo Jonás y yo juntamos nuestras monedas y alcanzó para un plato. La gorda que vendía esos renacuajos de panza gris nos mintió. No tenían sabor a pollo.

El beso lo recibí de una chica llamada Jade. Lástima que fue un beso con sabor a caca que me dejó una infección de la que no termino de curarme.

Llegué a Villa El Salvador porque Casilda, la hermana de mi madre, se ofreció a darme refugio mientras mis padres vendían lo poco que nos quedaba en Huancayo. Nos mudaríamos a Lima para volver a empezar, como lo habían hecho Casilda y su esposo, Arón. Ellos pensaban que la sangre llamaba a la sangre, que su hijo Jonás se sumaría al esfuerzo de acogernos en nuestro nuevo hogar. Pobres. No sabían que Jonás me odiaba.

«Me llegas al huevo, serrano de mierda», me decía apenas poníamos un pie en la calle. Luego de unas semanas de vivir juntos encontré la manera de devolverle el insulto: «Por lo menos yo no me corro la paja con mutantes». Me refería a los dibujos que heredó de su hermano mayor, Samuel. Samuel y Jonás. Así llamó mi tío

Aarón a sus hijos varones para seguir la tradición bíblica de su familia. Hacía dos años que Samuel había des- aparecido sin despedirse de nadie. Sólo Jonás conocía su plan: partió rumbo a México para intentar cruzar a Estados Unidos y trabajar en dc Comics. Parece que lo único que Samuel sabía dibujar eran mujeres mutantes. Mujeres de piel púrpura, azul, verde, cubiertas de escamas, con tres ojos, con cola, piernas musculosas, botas, alguna cicatriz, el pelo hasta una cintura estrecha, armadas con trinches, ballestas, bazucas. Aunque los dibujos estaban regados por el cuarto que debía compartir con Jonás, jamás se me ocurrió tocarlos. Me di cuenta de que él entraba al baño con un dibujo distinto cada día y demoraba horas en salir. Cada vez que Jonás quiso humillarme porque yo venía de Huancayo y no hablaba, no mechaba, no trepaba, no jodía como él y sus amigos, yo respondía: «Y tú eres capaz de pajearte con la mamá de Godzilla».

La única tregua que Jonás me concedió fue cuando nos hablaron del pozo. Playa Venecia estaba a tres horas de caminata. Alguien nos dijo que a cuarenta minutos había un pozo. Agua fresca, quieta, llena de chicas que iban de Lurín y San Pedro. Sus amigos del barrio le dieron la espalda. No tuvo otra opción que incluirme en sus planes. Cuando llegamos se sacó el polo y lo estiró sobre la arena húmeda. Desde esa porción de tierra recién conquistada empezó a tantear el material. Yo desconfié. Desconfié del color del agua. De las plantas y carrizos que crecían sin ganas alrededor. De ese tubo burbujeante que alimentaba al pozo. Y, sobre todo, desconfié del profundo olor a caca que todos se esforzaban en ignorar.

Estaba a punto de gritarle a Jonás: «¿Acaso no hueles esta mierda?», cuando ambos descubrimos a Jade en la orilla opuesta. Un top blanco dejaba ver sus pezones oscuros en forma de estrella. Pelo crespo. Quijada en punta. Ojos achinados de tanto reírse. El calzón del bikini le quedaba grande, pero en nada desmerecía su culito arrogante. Ese cuerpo tenso, dulce, se había tostado con la miel que chorreaba al entrar y salir del pozo. Jonás y yo nos buscamos con la mirada. Nos reímos. Nerviosos. Asustados. Llenos de dicha. Ahora sí teníamos una verdadera razón para odiarnos. Lo mejor fue que no necesitamos planear nuestro acercamiento. Jade cruzó el pozo nadando. Sin salir del agua, nos saludó con la mano, mientras lamía las gotas que le caían por la punta de la nariz.

Las semanas siguientes peleamos cada segundo de atención que Jade estaba dispuesta a regalarnos. Como yo me negué a entrar al pozo desde el primer día, Jonás me sacó ventaja en el agua. Mil veces la cargó, la hundió, simuló rescatarla. Yo triunfé en sus horas de descanso, tendidos en la arena y hablando de cualquier cosa. Me contó que a veces comía barniz. Su papá tenía un taller de muebles que funcionaba en lo que nunca fue la sala-comedor de su casa. Creció con ese olor que siempre la hizo sentir segura, ligera, satisfecha. Aunque la vigilaban, no podían evitar que pasara el dedo por una cómoda o catre a medio hacer, y se lo llevara a la boca.

Quizá hubiésemos compartido a Jade con la misma rutina el resto del verano, si yo no hubiese tenido a mi favor los domingos. Jonás estaba obligado a ir a la iglesia con Casilda y Aarón. En eso eran muy estrictos. Conmigo no perdían el tiempo porque sabían que mis padres eran ateos. Sin Jonás distrayéndola con sus paya- sadas, le demostré que no sólo era bueno para las confidencias. Logré hacerla reír hasta que se meó en el pozo. De pronto supe que era el momento de dejar la orilla e internarme en tierra firme para recibir mi recompensa. Jade salió del agua de un salto, buscó mis labios y su lengua se metió en mi boca como si estuviera ante una deliciosa lata de barniz.

No celebré mi victoria ante Jonás porque caí enfermo. Me pasé las semanas siguientes con una diarrea que alimentó el genio de mi primo para el insulto: «Me llegas al huevo, por serrano y por cagón». La gracia le duró poco. Todo empezó con un sarpullido en los sobacos y el ano. La fiebre no lo abandonó más. A los días, Jonás era una masa de llagas, purulencias, boquetes de sangre que reemplazaron su piel. Recién en ese momento Casilda y Aarón se enteraron de que todos los días íbamos a nadar a un pozo lleno de caca. Ya era tarde. Me explicaron que Jonás murió porque en la tráquea le salieron unas escamas que le cortaron la respiración.

No pude evitar pensar en Jade. Prometí sanar e ir a buscarla. Rogué que no le hubiese pasado lo mismo que a Jonás. La encontré en el pozo. Nadando. Feliz. Hermosa. Como si nada. Su lengua, otra vez, estirándose para sorber las gotas que caían de su nariz y brillaban sobre sus labios. Sabía que la volvería a besar, pero esta vez lo haría por mi primo Jonás, que siempre quiso ser amado por una mutante <

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