Homenaje a José Miguel Oviedo

Ricardo Silva-Santisteban

(Lima, 1941). Su poesía fue reunida en Terra incognita (Obra poética, 1965-2015) (Alastor, 2016).

Permítanme comenzar con el recuerdo de mis últimos días de colegial, cuando tuve la oportunidad de leer los artículos que José Miguel escribía semanalmente y que se publicaban en el Suplemento Dominical de El Comercio. Esos años fueron para mí decisivos y debo reconocer que estos comentarios constituyen mis primeras lecturas de crítica literaria plenas de estímulo para mi camino posterior en la literatura. Para mi generación fue un privilegio poder enterarse de lo que se publicaba y llegaba al Perú mediante estos comentarios semanales. José Miguel, que escribía acerca de libros que previamente había gozado, comunicaba a sus lectores, mediante agudas apreciaciones, las características de las obras bajo escrutinio a la vez que procedía a su valoración. Así, el lector sabía luego a qué atenerse o qué esperar después del análisis de las creaciones literarias comentadas, ya se tratasen de obras poéticas o narrativas.

Fue así como fui ingresando poco a poco en el vasto campo de la literatura contemporánea peruana y universal, que a la vez me permitía descubrir obras y autores de diferentes características. Ignoraba en ese momento que se trataba de una verdadera Edad de Oro de la manera de concebir un suplemento cultural. En él colaboraban los autores más ilustres que uno puede imaginar: Fernando de Szyzslo, Jorge Eduardo Eielson, Mariano Iberico, José María Arguedas, Víctor Li Carrillo, Estuardo Núñez, Alberto Escobar, Julio Ramón Ribeyro, Francisco Miro Quesada y tantos otros que se me escapan en la bruma de la memoria. En el caso de José Miguel se trataba de un comentarista ecuménico. Mencionaré tres de sus reseñas que todavía recuerdo como si fuesen del día de ayer.

En primer lugar, un comentario dedicado a la Antología poética de Saint-John Perse que había traducido en forma radiante el escritor colombiano Jorge Zalamea y que se había publicado en la excelente colección Los Poetas, que dirigía, en Buenos Aires, Aldo Pellegrini. El comentario de José Miguel abría los apetitos de sus lec- tores respecto a la difícil poesía de Saint-John Perse, que en la selección compendiaba casi cincuenta años de escritura, que van de su primer libro, Elogios, hasta el espléndido canto del amor de «Estrechos son los bajeles», que pertenece a Mares. José Miguel trataba con la materia viva que era la poesía de Saint-John Perse en forma apasionada, comunicando al lector con su comentario el acercamiento a un poeta hasta entonces desconocido para mí y para muchos otros.

Yo ignoraba en ese momento, por cierto, que José Miguel estaba cumpliendo con la primera regla —llamémosla así— que debe realizar un crítico literario: provocar al lector a compartir una lectura apasionante. El crítico goza primero un libro como algo vivo y luego ayuda al lector a gozarlo tanto como lo gozó él.

El segundo comentario se trataba de una amplia revisión de El siglo de las luces, que se acababa de publicar en México. El artículo de José Miguel nos introducía en la obra maestra de Alejo Carpentier, e incitaba a su lectura al igual que a los otros libros de este autor. Algo que yo tampoco podía advertir en ese entonces era no sólo la facilidad del comentarista para desmontar la arquitectura compositiva de un escritor eximio como Carpentier, sino que también se las ingeniaba para citar ejemplos de esa prosa ejemplar.

El tercer texto comentado por él es todavía más apasionante. Se trataba de un verdadero estudio sobre La ciudad y los perros, del joven Mario Vargas Llosa, que acababa de publicarse en Barcelona. Ante una obra de tal riqueza y esplendor, era lógico que José Miguel se produjera con una extensión inusitada, como no se había visto en publicaciones periódicas desde los estudios de don Raúl Porras Barrenechea en el diario La Prensa, en los años cuarenta.

José Miguel, pues, era un guía seguro, un lector universal y un comentarista excepcional, dueño de una prosa ágil, llena de nervio, contemporánea, y que nos hablaba de literatura en un momento en que comenzaba la insoportable y dañina «sociología de la literatura», uno de esos virus cuyas cepas, por suerte, ya se encuentran extintas. Como se sabe, la literatura ha venido sufriendo constantemente este tipo de dañinas interferencias de otras disciplinas, interesantes y válidas en su propio campo, pero que empantanan la pradera literaria. La apoteosis ha llegado cuando la crítica literaria se ha visto enajenada por otras corrientes y otros estudios que, creo, se llaman culturales, sobre los que prefiero no hablar para no perder el tiempo.

Sobre el particular, apelo al magisterio de Mario Vargas Llosa, en un luminoso artículo suyo publicado en 1994, titulado «Posmodernismo y frivolidad». En él, entre otros, proscribe con mucha razón la deconstrucción:

Cada vez que me he enfrentado a la prosa oscurantista y a los asfixiantes análisis literarios o filosóficos de Jacques Derrida he tenido la sensación de perder miserablemente el tiempo. No porque crea que todo ensayo de crítica deba ser útil, sino porque, si la literatura es lo que él supone —una sucesión o archipiélago de «textos» autónomos, impermeabilizados, sin contacto posible con la realidad exterior y por lo tanto inmunes a toda valoración y a toda interrelación con el desenvolvimiento de la sociedad y el comportamiento individual—, ¿cuál es la razón de «deconstruirla»? ¿Para qué esos laboriosos esfuerzos de erudición, de arqueología retórica, esas arduas genealogías lingüísticas, aproximando o alejando un texto de otro hasta construir esas artificiosas deconstrucciones intelectuales que son como vacíos animados?
[…]

No es de extrañar que, luego de la influencia que ha ejercido la deconstrucción en tantas universidades occidentales (y, de manera especial, aquí, en Estados Unidos), los departamentos de literatura se vayan quedando vacíos de alumnos (y que se filtren entre ellos tantos embaucadores), y que haya cada vez menos lectores no especializados para los libros de crítica literaria (a los que hay que buscar con lupa en las librerías, donde no es raro encontrarlos en rincones engañosos, entre manuales de judo y karate y horóscopos chinos).

Comprendo perfectamente a Mario Vargas Llosa, que debe de sufrir, como muchos de nosotros, esta invasión vejatoria de una barbarie cuyo único objetivo pareciera ser el intento de acabar con la Literatura, con mayúsculas, al espantar o frivolizar a los lectores. Ya se sabe que la crítica literaria no es una actividad científica, como enseñan algunos ilusos, sino que esta profesión trabaja, como decía William Shakespeare en versos me- morables, «con la materia de los sueños». El ingreso, pues, a un texto literario ocurre de una manera muy sutil y provoca a su contacto múltiples interpretaciones. Entre las más importantes se encuentran la apreciación estética y la experiencia humana que se vierte en ella.

José Miguel, por supuesto, conocedor de estos desvíos y delirios de la crítica literaria, prefirió perma- necer en el campo del equilibrio y el acercamiento sano y enriquecedor de la lectura, y continuó ofreciéndonos magistrales ensayos y estudios sobre la literatura hispanoamericana. Entre ellos debe mencionarse un gran libro, Mario Vargas Llosa: la invención de una realidad, que continúa siendo el mejor, con mucho, de los que se le han dedicado a nuestro gran novelista.

Su oficio de profesor y su apetencia universal lo llevaron, gracias a su prestigio, a la enseñanza en uni- versidades norteamericanas y, mediante la docencia, expandió sus lecturas de la literatura de nuestro continente. No puedo hacer un resumen de estos años de florecimiento y abundancia de sus estudios sino refiriéndome al libro que muchos años después los compendió: su Historia de la literatura hispanoamericana, obra monumental, publicada entre 1995 y 2001, pero que, hay que decirlo, es producto de toda una vida.

Aunque, según algunos críticos, la época de las Historias de la Literatura, redactadas por una sola per- sona, parece tarea del pasado. Como bien dice T. S. Eliot: «existe el especialista que ha sacrificado demasiado por demasiado poco, o que ha nacido tan especialista que no ha tenido nada que sacrificar». Ocurre que la especialización conspira contra ellas debido a la preferencia por estudiar cortos períodos literarios que tornan imposibles las empresas individuales mayores. Aquí se da aquello que el propio José Miguel comentaba sobre Alfonso Reyes: que había realizado en El deslinde una labor que se podía haber encomendado a todo un equipo. Igual cosa podría decirse de su historia monumental de la literatura hispanoamericana. Algo que destaca en ella es la arquitectura de su construcción. En el modo por el que José Miguel ha optado de leer el pasado desde el presente, ofrece, como bien dice:

un cuadro vivo de las obras según el grado en que contribuyen a definir el proceso cultural como un conjunto que va desde las épocas más remotas hasta las más cercanas en el tiempo, obras cuya importancia intrínseca obliga a examinarlas con cierto detalle, mientras se omite a otras.

Con semejante principio en consideración, se ofrecen penetrantes comentarios de las grandes contribuciones a la literatura universal de la literatura hispanoamericana. Se trata de un libro que se encuentra organizado con solidez y con el conocimiento de una literatura multiforme, como lo es la hispanoamericana, que por su misma variedad sólo recibe visiones parciales cuando no injustas debido a la ignorancia de ricas parcelas en obras de distintos momentos en el tiempo, de géneros diferentes o de espacios alejados. A José Miguel debemos considerarlo más bien como un hu- manista interesado por todo cuanto trate sobre literatura, dotado con una gran penetración para caracterizar con pocas palabras un texto literario, y dotado, además, de un estilo oral y de equilibrio espiritual. Léanse los lúcidos principios, sus ponderadas consideraciones y sus pertinentes ejemplos de la «Introducción» a su gran Historia para certificar lo que vengo afirmando.

Pero también debemos admirar cumplidamente en ella la arquitectura sobre la que ha sido montada. En primer lugar, ¿cómo dividir un espacio tan vasto, tan distinto uno de otro, con tradiciones que colindan, que se entremezclan o que divergen? De una manera luminosa, José Miguel las divide en cinco regiones y les añade unas zonas intermedias, con lo que la división opera estupendamente al momento de desarrollarla. Respecto a la división temporal, los dos primeros tomos alcanzan hasta el movimiento modernista y los dos siguientes, más voluminosos, se encuentran dedi- cados al siglo xx. Podría pensarse en un aparente desequilibrio: unas ochocientas páginas dedicadas a cuatrocientos años contra unas mil cien dedicadas a apenas un siglo. Como muy bien explica el yamatólogo norteamericano Donald Keene respecto a un problema similar en una antología literaria japonesa que había preparado: la desproporción se explica largamente en términos del volumen de la literatura que se ha vertido en tiempos recientes.

La literatura hispanoamericana del siglo xx es riquísima y se ha expresado en multitud de obras y movimientos. De ahí la necesidad de imponer un filtro a las obras menos interesantes o inertes desarrolladas en determinado perío- do, como bien explica José Miguel en las páginas preliminares de su historia. Mediante estos procedimientos, el crítico literario realiza una función que podemos llamar creativa. Sucede lo mismo que con un antologador, porque lo que hacen ambos, en realidad, es levantar un monumento literario formado con textos de otros escritores pero dentro de un nuevo diseño compositivo. El propio José Miguel lo ha afirmado en un discurso titulado «La escritura crítica»: «Es sobre todo en los niveles superiores de la erudición y el ensayo que la crítica asume su mayor responsabilidad: la de crear el concepto mismo de literatura que, de otro modo, no existiría tal como lo conocemos» (p. 24).

Pero va más allá todavía con una provocativa afirmación acerca de la literatura y de la crítica literaria:

Así, cuando hablamos de literatura, nos referimos a textos que en sí mismos danzarían, aislados, en el aire hasta que el crítico no establece los conjuntos, los perfiles específicos del proceso total en el que las obras encajan. Su aporte es señalar que el aparente vacío es, en verdad, una vasta constelación cargada de sentido y en la que las obras se comunican y contaminan unas con otras, se interpenetran y producen —por roces o choques— relaciones de muy diversa naturaleza. Se podría llegar a decir, entonces, que los críticos son, o pueden ser, los verdaderos creadores de la literatura, que es un invento suyo tejido a partir del invento de otros.

Estoy seguro de que esta última afirmación resultará escandalosa a muchos, especialmente a los creadores «natos», poetas o novelistas, pero igual la hago con profunda convicción. Es más, me animo a complementarla con otra, que es como su reverso: no hay buen creador que no sea, en el fondo, un buen crítico, sobre todo de sí mismo.

Debo, pues, afirmar que, en su faceta de crítico literario, José Miguel posee dos características fundamentales e imprescindibles en quienes se dedican a esta labor: penetración y profundidad, así como extensión en el tiempo y en el espacio. Pero, además, José Miguel se caracteriza por dos virtudes capitales: su claridad expositiva y la seguridad de sus afirmaciones. Por otro lado, nunca utiliza terminologías abstrusas ni se desencamina en divagaciones ajenas al asunto que trata. Ya se sabe, este tipo de críticos convierte la lectura en penosa no sólo por verterse con amplitud pero sin penetrar en los rasgos esenciales de una obra literaria, sino también gracias a su desencanto estilístico.

Sólo me queda decir, para terminar, que agradezco, aquí públicamente, todas las enseñanzas que a través de la lectura de sus ensayos y críticas me han enriquecido a través de los años, y que me precio no sólo de ser su amigo, sino también su ferviente admirador <

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