Museo

Mario Heredia

Orizaba, Veracruz, 1961. Su libro más reciente es «La necesidad de las cosas de allá». (Atípica Editorial, 2023).   

¿Crees que con una prueba resucitará el mundo?

Konstantin Lopushansky, Cartas de un hombre muerto, 1987

En tiempos difíciles la moda siempre es extravagante

Elsa Schiaparelli

A Gabriela Hernández

1

Un ciervo camina entre los pasillos y las salas de un museo, el ciervo es joven y son muchas las salas y muchos los pasillos. Imposible saber de qué museo se trata, sólo un gran conocedor lo sabría, un buen conocedor que, al ver alguna pintura que no estuviera tan estropeada, o una cabeza, un brazo de mármol, un folleto, dijera: es el Museo…

                                     de lo que sí se puede estar seguro es de que este fue uno de los grandes museos del mundo, un museo de arte, con obras tan antiguas como los gatos momificados del Alto Egipto y tan modernas como los perros globo de Jeff Koons. Pero eso no lo sabe el ciervo, que mira con desconcierto aquellos enormes cuadros destrozados que, con gran celo, muestran apenas fragmentos de una escena mitológica donde se retuercen seres descomunales, o las urnas cuarteadas llenas de brazaletes y coronas que han perdido su brillo por completo, o las vitrinas humedecidas con copones de oro y fichas ininteligibles y dioses olvidados. La luz del sol invade una sala, el techo ha cedido y ha dejado que la naturaleza la invada, no sólo con su luz y su lluvia, sino también con troncos, lianas y raíces, insectos y serpientes. Muchas paredes antes cubiertas de papel tapiz han dejado su intención a lo primigenio y se han convertido en simples rocas, y otras, más audaces, han tragado agua de tal forma que ya son parte del misterio de una gruta. El ciervo prosigue su camino, se detiene en un estanque, una fuente, un charco y, cuidándose de las sombras, bebe agua turquesa en donde se refleja el cielo. El sonido de sus patas se escucha sobre el mármol manchado, luego se pierde en la mudez del pasto o en el murmullo de la fina hierba. El museo es un bosque dentro de otro bosque, una historia dentro de otra historia…

                             pero si ya no hay hombres no puede haber historias, no puede haber memoria y por lo tanto no pueden existir las consecuencias, quizá sólo una escena, eso sí, como una de esas fotografías instantáneas que se deshacen en el segundo piso del museo, entre montañas de tuercas y sillones despanzurrados

                                     cada paso del ciervo elimina al anterior, borra todo. A diferencia de este edificio que trata de acumular memoria, la vida del ciervo es, solamente, y anula lo que le rodea, metáfora o reflejo de lo que fue el hombre y en lo que acabó. Románticos despojos iguales a los que la vista del explorador captaba en las ruinas de Creta, de Etruria, de Copán. Pero que hoy, en este momento, a nadie pueden ya asombrar porque no hay nadie. Nadie podrá contar a las generaciones venideras lo que ve el ciervo:

                                  1. porque no hay nadie y

                                  2. porque no habrá generaciones venideras

                                 el ciervo se acerca a una carpeta, quizá un libro de registro. El animal, quien vive, sólo vive, como hubieran querido vivir los seres humanos, sin tanta filosofía, terapias y pastillas, no sabe que ahí están registrados miles de nombres de gente que visitó hace muchos años este lugar, que apuntó sus impresiones sobre las maravillas que se atesoraban, sobre ese absurdo laberinto donde se perdieron y que ni siquiera les pertenecía. Pero el ciervo no sabe leer, ni le importa leer, ni le importa el tiempo, ni el universo. El ciervo, con sus inmensos ojos profundos, huele el papel y lo muerde, y lo come hasta que se harta de ese sabor a tinta y celulosa húmeda y vieja del último libro, porque quizá ese es el último sobre la Tierra, porque los libros se deben haber extinguido después de que aumentaron su demanda por ser tan inflamables y calentar a los miles de hombres que, tarde o temprano, se murieron.

2

El ciervo come pasto, tréboles, pequeñas flores…

                                no sabe que en otro tiempo fue una imagen idílica que el ser humano recreaba una y otra vez…

                              pero el ciervo sólo come pasto, tréboles y flores para subsistir, para permanecer, para encontrar otro ciervo y procrear. De pronto levanta la cabeza, ha escuchado algo que se acerca, ha percibido el fuerte aroma de la bestia, mira hacia un lado y hacia el otro, sus patas se tensan, también sus orejas; su nariz tiembla buscando ese tufo que le indique hacia dónde debe correr para salvarse. El mundo se detiene, no hay tiempo, no hay espacio, sólo miedo. Entonces aparece, la bestia es sólo una zarigüeya que anidó bajo un sarcófago egipcio y en este momento cruza el espacio cargando a sus crías

                                después de un rato de buscar comida, se dirige a un pasillo largo donde cientos de monedas pertenecientes a una cultura rica y próspera duermen, cruza una sala, luego otra, y otro pasillo, y otro donde un hombre que alguna vez se sintió inmortal la mira con desprecio desde su caballo. Una escalera por donde corre un arroyo de aguas límpidas le corta el paso, la zarigüeya se desvía hacia el otro lado, el que está seco, donde han surgido helechos y una escultura de una ninfa descabezada trata de huir. El animal desciende con lentitud, su cargamento es pesado y valioso, llega a una sala inmensa, el techo de cristal se ha desplomado aplastando a una serie de esculturas metálicas que, quizá, en algún momento, fueron

                                 rojas o amarillas o plateadas…

                          de una de las vigas que sostenían los vidrios cuelga un extraño aparato que no deja de moverse con el viento. Es tan perfecto aun en su decrepitud, tan exacto, tan balanceado que podría dejar a cualquiera con la boca abierta, pero de eso ya ninguno de quienes pasan por el lugar se percata, ni el ciervo, ni la zarigüeya, ni las aves que fabricaron sus nidos en las salientes y que hacen un hermoso escándalo en las mañanas.

                                 hace muchos años alguien hubiera dicho:

                             qué hermoso Calder, mira cómo contrasta con el Miró del fondo y cómo logra distorsionar los rayos de luz…

                                        pero no, toda esa gente exquisita, para quienes cada uno de esos artistas realizaron sus obras, que pagaron sumas estratosféricas por una caja de cartón o una toalla sucia enmarcada en dorado, ya no están. La zarigüeya atrapa un escarabajo y lo come con fruición, luego se tira en una esquina para que sus crías puedan alimentarse de su leche. Arriba, sobre esa pared, un Cristo alargado y azul asciende a un cielo que ha desaparecido, lo mismo que el ciervo que ha vuelto al bosque, primitivo, al verdadero, al que no tiene paredes

                                   alrededor de este edifico hay muchos otros, parecidos pero diferentes. Algunos se conservan mejor que otros que son apenas cimientos y anuncios:

                                                     Mus o de Arte                  áneo

                            el miedo de cualquier ser humano a morir no era tanto por dejar de estar, sino porque nadie lo recordará y eso, precisamente, ha pasado. Y es algo tan triste que cualquiera podría ponerse a llorar, pero ya no hay ningún cualquiera para llorar. Nadie para recordar. La memoria es una palabra que nadie entiende porque no hay nadie.   

                               Pero ¿quién narra esta historia?

                                ¿y quién la lee

                                si todos estamos muertos?

                           ¿cómo es que el arte, aun sin artistas y sin almas

que lo admiren y lo compren, sigue existiendo?

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