Muchos saludos / Antonio Tabucchi

¿Y A QUIÉN le mandaría las postales? Pensó en esto y se dijo si no sería necesario hacer una lista, porque luego uno llega a los lugares y lo olvida. Tomó un pedazo de papel del escritorio, se sentó y comenzó a escribir nombres y direcciones. Encendió un cigarrillo. Escribía un nombre, lo pensaba, lanzaba una bocanada de humo y luego escribía otro nombre. Cuando hubo terminado, volvió a copiar los nombres en una agenda y arrancó la hoja de papel. Puso la agenda sobre las camisas, en la maleta que aún seguía abierta. Miró a su alrededor, recorrió la habitación con los ojos, como si tratara de recordar si no había olvidado algo, porque el viaje sería largo. Luego se acordó de las postales que había comprado en una galería de arte y que había dejado en el entrepaño del librero. Se puso a mirarlas una por una, para ver si tenían que ver con el viaje que se aprestaba a realizar. No mucho, se dijo, no tienen que ver mucho, ¿qué tiene que ver una postal de la región de Las Marcas si la mando desde Sudamérica? Pero luego pensó que los bonitos serían los timbres que les pegaría, por ejemplo: en Perú compraría timbres postales con imágenes de loros, de seguro que en ese país había timbres con loros; y también con el rostro de divinidades precolombinas, máscaras sonrientes e indescifrables, todas de oro y esmalte. En una ocasión había visto una exposición en Palazzo Reale, de seguro también esos objetos aparecían en los timbres. Más bien la idea lo divirtió, porque las sosas postales ilustradas, ésas que son para los turistas, son muy feas, siempre con colores chillones, un poco falsas, y además todas son iguales, así vengan de México o de Alemania. Era mucho más original de esta manera: una postal en donde está escrito «desde Ascoli» y que, sin embargo, ha sido enviada desde Oaxaca o desde Yucatán o desde Chapultepec (¿así se dice?); nombres de algunos de los lugares a los que viajaría.
    A los que hubiera ido con Isabel, si ella todavía estuviese. Pero Isabel ya no estaba, se había marchado antes. Habían estado planeando este viaje durante 15 años, pero no era un viaje que se pudiera realizar a pie, especialmente personas con una profesión como la de ellos. Se necesitaba tiempo, disponibilidad y dinero, cosas, todas éstas, que no tenían antes. Ahora las tenían todas, pero Isabel ya no estaba. Por lo tanto, se dirigió hacia el escritorio, tomó una fotografía de Isabel y la colocó sobre la maleta, junto a la agenda y las postales. Era una fotografía en la que aparecían los dos, abrazados, en la Plaza de San Marcos en Venecia, con una bandada de palomas y los rostros sonrientes y un poco imbéciles, como cuando se mira al objetivo. ¿Éramos felices?, pensó. Y recordó perfectamente la frase que Isabel le había susurrado al oído en el vaporetto, apretándole una mano: «Por ahora no podemos ir a Sudamérica, pero por lo menos estamos en Venecia».
    Son graciosas las fotografías tomadas horizontalmente: Isabel y él aparecían entre las palomas, con San Marcos abajo, y miraban el techo. Le molestaba que los ojos de esa fotografía mirasen hacia el techo, por eso la puso de cabeza y dijo: «Isabel, te llevo conmigo, también tú harás este viaje, iremos a un montón de lugares, México, Colombia, Perú, y nos divertiremos y escribiré postales, y las firmaré por los dos; también pondré tu nombre, será exactamente como si tú estuvieses conmigo, mejor aún, estarás conmigo, porque tú sabes que siempre te llevo conmigo: que te llevo dentro».
    Repasó brevemente las cosas que aún le quedaban por hacer; las últimas cosas, pensó con la sensación de quien no regresará jamás. Y entonces, repentinamente, supo con certeza que jamás regresaría; que jamás, estando en esa casa, en la que había pasado casi toda su vida, había deseado estar en lugares exóticos de misteriosos nombres, como Yucatán u Oaxaca. Cerró la llave del gas, la llave de paso del agua, bajó los interruptores de la luz, bajó las persianas. Al asomarse a las ventanas se percató de que hacía un calor terrible. ¡Claro, era el 15 de agosto! Y pensó que había elegido un día ideal para marcharse, un día en el que todos están de vacaciones y atiborran las playas, todos lejos, todos fuera de la ciudad, apretujándose como hormigas con tal de conquistar un confeti de arena.

ERAN CASI las 13:00 horas, pero no tenía hambre. Aunque se había levantado a las 7:00 y sólo se había tomado un café. Su tren llegaría hasta las 14:30, disponía de mucho tiempo. De entre el ramillete de postales eligió una que decía «Isla de Robinson», y detrás de ella escribió: «Estamos en Timultopec, pequeña isla en la que Robinson pudo haber naufragado, felices como nunca antes. Suyos, Tadeo e Isabel». Escribió «Tadeo», un nombre con el que nadie lo llamaba, pero era su nombre de bautizo, le llegó así nomás. Y luego pensó a quién le mandaría esa postal. Pero para esto todavía había tiempo. Y luego tomó otra, en la que se veían unas torres, y atrás escribió: «Ésta es la cadena del Macchu Picchu, aquí el aire es muy transparente. Muchos saludos de Tadeo e Isabel». Luego tomó una azul, y detrás le escribió: «Este azul es lo que estamos viviendo, un cielo azul, una vida azul». Luego encontró una postal con una iglesia que se parecía a la de Santa Maria Novella y atrás le escribió: «Así es el barroco sudamericano, una copia de cuanto hay en Europa, pero más difuminado, más soñador. Besos de Tadeo e Isabel».
    Pensó si valía la pena llamar a un taxi, y si no era mejor tomar el autobús. La estación quedaba tan sólo a tres paradas y, dado el día, para poder conseguir un taxi quizá tendría que esperar en el teléfono sus buenos 20 minutos; no era precisamente un día para tomar taxis, no se veía ninguno en circulación, es más, ni siquiera se veía un automóvil, la ciudad estaba completamente desierta. Cerró la maleta con cuidado, extendiendo un pañuelo sobre la fotografía y sobre las postales. Miró otra vez a su alrededor. Emparejó las hojas de puertas y ventanas, se palpó el bolsillo posterior de los pantalones para verificar si llevaba la cartera y avanzó por el corredor hacia la entrada. Cuando ya estaba en la puerta bajó por un instante la maleta al piso y dijo en voz alta: «Hasta pronto, casa; mejor dicho, adiós».
    Bajo la marquesina de la parada del autobús, bajo la sombra, no se estaba tan mal, aun si alrededor se licuaba el asfalto creando falsos charcos. Pero había una ligera brisa que proporcionaba un mínimo de alivio. Cuando bajó frente a la estación temió que fuese a sentirse mal. Pero sólo se mareó un instante; y seguramente se debía a la oleada de calor que emanaba del pavimento y por la luz que enceguecía un poco, una luz sin sombras, porque el sol caía a plomo. El reloj de la estación marcaba las 14:00 horas. La entrada estaba desierta. Sólo había una ventanilla de venta de boletos abierta, compró el boleto y miró a su alrededor buscando un puesto de periódicos, pero el quiosco estaba cerrado. Después de todo, la maleta no pesaba. Para un viaje tan largo tan sólo llevaba lo estrictamente necesario; lo demás lo iría comprando en los países que fuera visitando, según la oportunidad y la necesidad. Dio una ojeada en la sala de espera de primera clase: también ésta estaba desierta. Indeciso, permaneció allí un instante, pero el bochorno era insoportable. Quizá el paso a desnivel está más fresco, se dijo, o la marquesina del andén, por lo menos allí hay un poco de aire. Lentamente atravesó el paso a desnivel, felicitándose por la ligereza de la maleta, y subió las escaleras del tercer andén. El andén estaba completamente desierto. Mejor dicho, toda la estación estaba completamente desierta, no había ningún pasajero. En una banca de cemento vio a un niñito con una bata blanca y un cajón de helados terciado en su espalda. También el niñito lo vio, y con cansancio, acomodándose mejor su cajón, fue a su encuentro. Cuando llegó hasta donde él estaba, le preguntó: «¿Quiere un helado, señor?». Él respondió que no, gracias, y el muchachito se quitó el gorro blanco limpiándose el sudor de la frente.
    —Hubiera sido mejor no haber venido hoy —dijo.   
    —¿No has vendido nada?
    —Tres cornetti y una cassata, a los pasajeros del tren de la una. Pero ahora, con excepción de su tren, ya no pasarán otros, hay una huelga de tres horas, que, sin embargo, no incluye a los rápidos. —Puso su cajón en el piso y sacó de su chaqueta un paquete de estampitas. Las dispuso sobre el borde de la banca y luego, dándoles un golpecito con el dorso de un dedo, comenzó a hacerlas volar desde abajo. Las que caían encimadas las recogía y las disponía en un montoncito aparte—. Éstas ganan —dijo, explicando el juego.
    —¿Cuántos años tienes? —preguntó el hombre.
    —Dentro de poco, trece —respondió el niñito—, es el segundo verano que vendo helados en la estación, mi padre tiene un quiosco en Piazza Santa Caterina.
    —¿Y no es suficiente el quiosco de tu padre?
    —Eh, no, señor, somos tres hermanos, sabe, la vida cada día es más cara. —Luego cambió de tema y preguntó—: ¿Usted va a Roma?
    El hombre asintió y dejó pasar un poco de tiempo antes de responder.
    —Voy a Fiumicino —dijo—, al aeropuerto de Fiumicino.
    El muchacho tomó una estampita y la detuvo delicadamente entre el índice y el pulgar, como si fuese un avión de papel, imitando con los labios el ruido de un motor.
    —¿Cómo te llamas? —preguntó el hombre.
    —Tadeo. ¿Y usted?
    —Tadeo.
    —¡Qué chistoso! —dijo el muchacho—, nos llamamos igual, es difícil encontrar otros Tadeos, es un nombre poco común.
    —¿Y qué piensas hacer después?
    —¿Hacer después de qué?
    —Cuando seas grande.
    El muchacho lo pensó un momento. Sus ojos eran muy vivaces, se notaba que estaba echando a volar la imaginación. «Haré muchos viajes», dijo. «Iré a todas partes del mundo y allí trabajaré en muchos oficios, una cosa aquí, otra allá, siempre viajando».
    La campanilla de la estación comenzó a gorjear y el muchacho recogió sus estampitas. «Está por llegar el rápido», dijo, «debo prepararme para vender».
    Aún no había terminado de hablar con él cuando el altoparlante anunció el arribo del tren. «Que tenga buen viaje», dijo el niñito alejándose y acomodándose el cajón que traía terciado. Se apostó donde daba inicio el andén, evidentemente para recorrer el pasillo en sentido contrario a la marcha del tren y tener la posibilidad de vender algo más. En ese momento el tren apareció de entre la espesa cortina de calor que ocultaba los edificios de la periferia. El hombre tomó la maleta y se levantó.
    Era un tren muy largo, con esos vagones nuevos en los que no se puede bajar las ventanillas de los corredores; por lo tanto, algunos pasajeros iban hasta las portezuelas para comprar los helados. El hombre observó con placer que el niñito estaba haciendo un buen negocio. Los controladores que habían bajado al andén le echaron una ojeada, luego, uno de ellos chifló y las portezuelas volvieron a cerrarse. En un instante, el tren se alejó. El hombre lo miró desvanecerse en el ardiente aire ondulante, volvió a sentarse y abrió la maleta. El niñito fue a su encuentro metiendo las monedas en una cangurera que llevaba abrochada a la cintura.
    —¿Ya no se fue?
    —Ya ves.
    —¿Y Fiumicino? —preguntó el muchacho—. Perderá el avión.
    —Oh, ya habrá otros —respondió el hombre sonriendo. Sacó de la maleta el paquete de postales y se las mostró al muchacho—. Éstas son mis estampitas, ¿quieres echarles un vistazo?
    El muchacho las tomó y comenzó a mirarlas una por una. «Me gusta mucho ésta de la Isla de Elba», dijo, «también yo he estado allí. Y también ésta de Venecia, con todos estos pajaritos».
    —Son palomas —dijo el hombre—, Venecia está llena de palomas, las hay de todas las especies y colores, parecen loros de Perú.
    —¿De verdad? —preguntó el niñito, poco convencido—, ¿no me estará cuenteando?
    —No, no, es verdad. Mira ésta, toda amarilla, es de Ascoli, que es una ciudad toda amarilla y un poco dorada, llena de efectos de luz.
    —Hermosa —dijo el niñito, poco convencido, y luego preguntó—: ¿cuántas son?
    —Treinta.
    —Mire —dijo el niñito, asumiendo el aire de quien quiere cerrar un negocio—, ¿le gustaría hacer intercambio?
    El hombre se quedó muy pensativo.
    —Lo que trato de intercambiar son mis estampitas —dijo el muchacho.
    —Por la postal de los loros le doy un Maciste y dos Ferrari Fórmula Uno. Y además tengo dos cantantes.
    Tal parecía que el hombre lo pensaba por un instante; luego dijo: «Mira, te las regalo, total, a mí ya no me sirven». Las puso sobre el cajón de los helados, tomó la maleta y se dirigió hacia el paso a desnivel.
    Cuando comenzó a descender, el muchachito lo llamó. «Pero, no es justo…», gritó, «pero gracias, de veras, ¡gracias!».
    El hombre le hizo un ademán con la mano. «Muchos saludos», dijo para sus adentros.

TRADUCCIÓN DE MARÍA TERESA MENESES
 
 
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