Fráncfort. Harem de libros / Giorgio Manganelli

 

* EL MOMENTO PRESENTE
El momento presente, en el que escribo, es difícil, pero el momento anterior al presente era catastrófico. Aquí en Fráncfort me dieron una máquina de escribir eléctrica, una máquina iracunda, calvinista, llena de tics nerviosos, probablemente en análisis con un psicoanalista anciano, de esos que utilizan pluma estilográfica. Luego de seis líneas tiré la toalla, habiendo escrito un número de puntuaciones, de x, y, & y paréntesis suficiente para una novela familiar con muchos homicidios y matrimonios. Ahora estoy escribiendo en una vieja Adler, apaciblemente sepulcral, y proyectada para escribir ensayos de Freud y poemas de Hölderlin, pero no la prosa de un inepto periodista mediterráneo que escribe con dos dedos.
    Justa retribución para un hombre que escribe y se atrevió a venir al templo de los hombres que editan, proyectan, inventan libros y los venden. Ayer en la noche, un crítico oscuro y levemente prenuclear me decía: «Un escritor no debería venir nunca a un lugar como éste». El tono que utilizó era el de un amante de los animales que no quiere llevar a las vacas en visita turística al matadero. Hoy, mientras escribo, está lloviendo, las puertas se abren solas y, a mi alrededor, amables alemanes hacen un uso prodigioso de verbos regulares y divisibles. También tengo la impresión de que mi máquina de escribir tiene ganas de escribir en una lengua diferente; y tengo que luchar para persuadirla de obedecer la honesta sintaxis italiana. Continuemos.

* EL DÍA ANTERIOR A LA CREACIÓN
Martes. Un amigo mío, director editorial, me dice: «Están montando los pabellones de la Feria, estas cosas no les interesan a los periodistas, pero quizá a ti sí». La invitación contenía una ambigua lisonja, pero yo la tomé al pie de la letra. Ese martes, en Fráncfort, hombres de todos los oficios, excepto uno, eran desalojados de los hoteles grandes, grandísimos, cercanos y lejanos. En la ciudad sólo había lugar para los editores, ayudantes de editores, técnicos de la industria editorial, killers a sueldo pagados por los editores, creadores de ideas literarias. Expulsados, valerosos ingenieros corrían hacia el aeropuerto, junto a técnicos de alimentos y estudiosos de las corbatas; mientras que de los aviones descendían hombres con gruesos lentes, trajes clásicos pero con un toque extra: ese toque era la literatura.
    En el área de la Feria, enorme, presidida por dos grandes tarimas, obreros tranquilos y apacibles atornillaban soportes de metal, mientras los hombres de los editores extraían libros de enormes cajas de metal. El primer pensamiento fue que finalmente asistía a la edificación de un castillo escocés lleno de fantasmas. Los fantasmas existían, pero aún no habían salido de su sueño; los libros fantasmas iban dejando sus depósitos, pero todavía estaban ateridos y taciturnos y resignados: así los veía yo cuando los iban acomodando en los anaqueles; a veces eran libros falsos, las tapas con veinte páginas, pero también los libros verdaderos se negaban a estar allí, los habían llevado para existir del miércoles en adelante. Para aquellos que, como yo, desde siempre han adolecido de una dulce demencia libresca, aquel espectáculo todavía era más grandioso, una suerte de ensayo general de la Creación. Los libros eran los receptáculos de las ideas puras, el Modelo del árbol, de la bestia, del hombre, de la mujer, del nacimiento y la muerte. Antes de que el Edén comenzara a funcionar quizá hubo un instante —un segundo, un milenio— durante el cual todo se detuvo, y Alguien, acaso, habrá examinado si el modelo de los animales y de los árboles era el adecuado, y adecuada la sede a la que habían sido destinados. Así, en un susurro de ángeles constructores iba disponiéndose el orden riguroso del mundo, el lugar de las ideas, la habitación de los libros, eso que tomaba el lugar del caos.

* EL DÍA DE LA CREACIÓN
En Fráncfort, el miércoles es el día de la Creación; yo soy Adán y camino en el espacio interminable de los libros del mundo y del mundo de los libros. En el pabellón, a lo largo de las paredes, se colocan libros escritos en muchas inquietantes lenguas, decenas de libros que nunca, ni siquiera, comenzaré a leer. ¿Advirtió Adán la angustia de encontrarse en un lugar en el que había más fruta de la que necesitaban su hambre y su sed inocente? Yo estoy consciente de caminar en el corazón de un Edén, de alguna manera alterado, ya que aquí no veo plantas ni bosques, únicamente plantas asesinadas y transformadas en apacibles páginas cubiertas de tinta, densa como la sangre de Abel. Por lo tanto, ¿esto es el Edén o es su opuesto? ¿El matadero es el lugar de la vida, porque alimenta, o de la muerte, porque asesina? Ahora, este lugar me asusta: ¿pero ayer era tan inocente?
    Líneas rectas paralelas ocupan el espacio enorme del pabellón, con una voluntad firme de mantener bajo control lo extraño, lo antinatural, lo insidioso que siempre se esconde entre tapa y tapa de todos los libros, entre las vocales y las consonantes. Quizá no estoy en el Edén, quizá no estoy en el infierno. ¿En dónde estoy? Durante mi vida, desde la infancia, siempre practiqué el pecado de lujuria libresca. Amé los libros con amor pasional, polígamo, vicioso, incontinente, maniático. Seduje y violé libros. Abandoné libros en estado interesante. Asesiné libros por celos, a otros los elegí por odio a otros libros que no querían amarme. Y ahora estoy entre decenas de miles de libros, y no puedo más que decir: «He perdido». Estos libros no son míos, me ignoran, están ciegos cuando yo, su adorador, paso frente a esas pupilas sin fondo.
    Sé donde estoy. Yo, el lujurioso, he entrado en el harem, pero entré legítimamente y, por lo tanto, todos saben que estoy aquí, el vicioso, en el harem; y no me será concedido ni siquiera tocar el dedo chiquito del pie de las admirables e indiferentes criaturas que me rodean. El vicio de una vida es castigado, quizá podría volverme virtuoso, si verdaderamente lo quisiera, pero esta condición mía de eunuco en el harem de los libros, de vicioso casto, me seduce, me fascina.
    Acepto. Las favoritas, las sultanas, no me guardan la menor indulgencia y, por lo tanto, camino lentamente, venerante y herido, entre libros australianos, chinos, etíopes, franceses, finlandeses; libros fantasiosos, favoritas y sultanas que han viajado mil millas, kilos de kilómetros para venir a mostrarse, ¿ante quién?, no lo sé, pero no ante mí, sino ante hombres cautos, fríos, diligentes. En todos los stands donde se exponen los libros pecaminosos y secretos también descansan, taciturnos, misteriosos hombres y misteriosas mujeres: los hombres y las mujeres de los libros. No son los propietarios de ellos pero tienen una suerte de oscuro, testarudo y pervertido derecho sobre su destino. Los protegen y los exhiben. Los tocan con gracia y los venden.
    ¿Quiénes son? Su estilo es mesurado, a veces preocupado, las más de las veces afectuosamente distanciado. Es gente que posee un fuerte sentido de la realidad y que, por lo tanto, ofrece sueños encuadernados, pesadillas, juegos de palabras, filaterías, delirios y canciones. Ellos saben que existen hombres viciosos por doquier, y que también los hombres que no son en lo absoluto viciosos nunca renunciarán a las filaterías, a las insensatas invenciones que se fabrican con las palabras y que papel y tinta hacen duraderas. Le pregunté a un amigo editor si había venido a Fráncfort con su esposa. Me miró asombrado. «¿Acaso no sabías que en Fráncfort es moralmente imposible venir con la esposa? Aquí no hay lugar para los cónyuges, los afectos, las costumbres de la vida cotidiana». Es verdad: ese harem interminable no es que sea casto, sino asexuado. Aquí, los afectos se suspenden, hombres y mujeres imitan la idea primigenia del habitante del Edén, el lugar en el que el hombre y la mujer ignoraban que poseían un cuerpo: eso es, en este lugar no existen cuerpos, la calidad fantasmal del libro-idea-sultana intocable contagia a todos aquellos que los manejan, los miran, o sólo los desean. Estos hombres, estas mujeres, están sobrios de comida, tienden a la delgadez, quizá a lo geométrico, no se ríen, sonríen a menudo, una paralizada mueca bien dibujada en rostros atentos, son afables, no demasiado cordiales, una línea fría los asiste.
    ¿Asesinos? ¿Operadores de un asesino? ¿Y quién está detrás de ellos? ¿Quiénes son los editores de los que tanto se habla, como en otros tiempos del unicornio y del Ave Fénix? A veces uno los logra ver de refilón. Yo los admiro. Fabrican objetos absurdos e indispensables. Pero nadie puede saber, año con año, si este año esos objetos seguirán siendo indispensables. ¿El sexo? ¿El amor conyugal o el burdel? ¿El esplendor cromático de la locura o la tierna continuidad de la vida cotidiana? ¿Un poco de Dios? ¿Mucho del diablo? ¿Los egipcios? ¿Las flores en el balcón? ¿Las perversiones de las jirafas? ¿El Tíbet? ¿El sótano perfecto? ¿Cómo casarse o cómo divorciarse? Quizá la gente querrá reír, quizá querrá llorar, quizá querrá pensar, quizá no querrá pensar en nada. Los gustos del público son impredecibles y tiránicos; el lector es un animal que se enamora y se desenamora, y nadie hace estadísticas sobre el amor y desamor. El lector también es un animal despectivo e iracundo, y el desprecio trastorna las estadísticas.
    Los editores son animales que tienden a la adivinación, como las tortugas chinas sobre cuyo caparazón grabado con jeroglíficos, desde siempre, están marcadas las hendiduras proféticas del destino. Pero el editor, agresivo pero también levemente masoquista, está obligado a recabar los augurios para la lectura de su duro caparazón. El editor lleva marcados, en la piel de la espalda, los indicios del futuro, y tiene que leerse a sí mismo, debe usarse a sí mismo como intérprete del mundo. Ciertamente, puede tratar de sugerirle alguna cosa al mundo, pero al mundo no le gusta ser amaestrado y se rebela con furor ante los intentos de educarlo.
    Caminando por los corredores de la Feria cada tanto el paso se acorta, como si me fuera pegando con una especie de engrudo. A mi modo de ver, son las pingües mermeladas de ideas que se desbordan de las vitrinas, de los mostradores de los editores impacientes y fantásticos. Los hombres de los editores piensan, conversan, discuten, contratan, acuden a decenas de citas, van a los cocktails, cenan a horas imposibles y de todos modos se arruinan la existencia. Ya que también ellos son tocados por la magia y por la madera antigua e incurable que suda de las páginas, incluso de las ficticias tapas de los libros que jamás serán publicados. Luego de unas horas de paciente caminata se experimenta una especie de saciedad mental, como si uno hubiera saciado su hambre mirando por largo rato la publicidad policroma de una marca de salchichas, esa salchicha ilusoria e ilusionista que hizo odiosa la comida, y quizá uno renunciará a alimentarse; solamente, cada día, mirará la salchicha perfectamente dibujada. Permítaseme ser públicamente privado. En un cierto momento, algo diferente a la mórbida materia de las ideas, de los oráculos, de los proyectos, algo acre y vivo me ha tocado. Pasaba frente al stand de Islandia, y allí me detuve. No era un stand sino una esquina, una minúscula esquina recortada dentro del stand de un cierto país escandinavo, y en esa esquina estaban tres ciudadanos islandeses, que viven en el umbral del Polo. No hace mucho tiempo estuve en Islandia, viajé entre las maravillas que un ser humano puede hacer, y ante mí estaba un librito con un nombre: Akureyri. Es una ciudad del norte de Islandia en la que estuve, y vi la gélida agua, olí el fuerte alquitrán de los pesqueros, y descubrí el solitario sopor de un lago desolado y perfecto. Ese olor fuerte de un nombre era más fuerte que el olor de los libros fantasma; y luego llevé a mis amigos a ver esa esquina islandesa, como si yo pudiera enseñarles ese olor áspero y trastornador.
    Mentiría si dijera que la magia islandesa me salvó por completo del vicio, que hizo de mí un hombre libre y a salvo. Y aquí estoy: mírenme, estoy hablando con un brillante y fantasioso editor, y mis oídos escuchan distraídos lo que dicen mis labios; mis oídos se sobresaltan, si no fueran disciplinados darían indicio de consternación. Mis labios apenas terminaron de decir: «¿Bizancio? A mi modo de ver, tiene porvenir». En ese momento entendí que la Feria —admirable ambigüedad de la palabra—, la Feria de Fráncfort me había devorado.

TRADUCCIÓN DE MARÍA TERESA MENESES

 

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