En los últimos años, desde que percibo un sueldo más en forma, el insomnio aparece con más frecuencia. Nunca he tenido más de tres episodios en una semana, pero casi siempre sucede en domingo. Se me ha formado una religiosa idea laboral de la semana. El lunes siempre es el comienzo del futuro verdadero. La esperanza, decía Joseph Brodsky, es un buen desayuno, pero una mala cena. Me duermo pensando en terminar, en comenzar ahora sí, en hacer todo aquello que he pospuesto en la semana que termina. Cada semana es lo mismo. Un dejar pasar. Un no hacer. Un estira y afloja.
Está escrita, según Lichtenberg, la historia de los hombres despiertos, hace falta escribir la historia de los hombres durmiendo.
No sé en dónde estuvieron todo este tiempo, en qué momento su casa se fue apoderando del sonido de mi ventana, cuándo apareció su perro, en dónde se perdían las voces de los niños —cuándo nacieron, a qué escuelas fueron—, en qué dimensión se fue dilatando su vida. Los había visto varias veces, sobre todo a las hermanas. Una despachaba en la tienda de mi calle y la otra fue mi capacitadora cuando fui secretario de casilla en las elecciones. Les calculo, a las dos, más de treinta años. También sabía que tenían un hermano, porque era usual verlo platicando con la vecina de enfrente de mi casa. Casi siempre estaban al filo de la puerta de ella. Los veía cada noche, cuando llegaba de la universidad. Eran una especie de faro nocturno, de volver a lo conocido. Creo que no llegaron a ser pareja. Ahora que lo pienso, no reparaba mucho en ellos; eran, más bien, algo constante. Una especie de luz nocturna. Lo habitual siempre es lo más desconocido.
Arthur Koestler, por su parte, escribió la historia de los sonámbulos, de los caminantes dormidos que ven las estrellas durante la madrugada.
Los vi de lejos, casi a todos, antes de saber que eran familia, que vivían en la misma casa, que su vida ocurrió —¿paralela, perpendicularmente?— justo atrás, un piso abajo, de mi cuarto.
También está ese libro de Albert Béguin sobre el alma romántica y el sueño. No sé si exista una historia minuciosa, una especie de almanaque sobre los hombres insomnes.
También está la más vieja de la casa, la más callada, la madre-abuela, a la que no había visto nunca. En la calle, es la única que me devuelve el saludo, que de alguna forma me reconoce.
Los insomnios de Charles Simic comenzaron a los doce años. No podía dormir porque pensaba en una chica de su escuela. El problema de Simic no es tanto dormirse sino el hecho de despertarse varias veces durante la noche. Llega un momento en que ya no puede conciliar el sueño. Simic no da vueltas en la cama, ni traga saliva ni mueve la lengua innumerables veces. Ni se para cada quince minutos al baño. Trata de perder contra el insomnio sin fisuras. El insomnio, cuando aparece, siempre gana. Para él, el insomnio es femenino. La insomnia. Su única mujer constante. Aunque justo cuando amanezca, esa mujer, de nuevo, lo abandone en la cama. La fidelidad del insomnio es caprichosa, traidora.
El insomnio nunca llega cuando se le necesita.
El insomnio termina cuando uno se rinde. Cuando nos damos cuenta de que no podremos dormir esa noche. A veces, esa aceptación traerá consigo, dentro de una hora o dos, o tres, el sueño, pero el día por venir estará perdido. El insomnio nos enseña por la fuerza a rendirnos. El cuerpo, al otro día, será todo eso que no podrá hacer. El dolor de cabeza, las ojeras, el cuerpo pesado.
Los días, después del insomnio, comienzan rotos.
Escuché su mudanza, su desplazamiento, más bien, de abajo hacia arriba, de la primera planta a la segunda. Les costó trabajo subir la cama, un ropero que imaginé muy pesado. Eran casi las doce de la noche y se oían risas cansadas, estaban entusiasmados, su casa adquiría una nueva dimensión. Estaba el hermano, y otros hombres. También estaban las voces. Mi ventana, con ellos, también adquirió una nueva dimensión.
El primer insomnio se nos va perdiendo en aquellas noches en que la ilusión y la angustia eran complementos de la espera. En que los recuerdos se traslucen entre sí. Es indudable, escribía Macedonio Fernández, que los comienzos totales no existen, o que no inician cuando se les inventa; que el mundo, tal vez, ha nacido antiguo. Nosotros también nacemos viejos. Y vamos inventando comienzos totales, creyendo que inauguramos el mundo. Decimos el primer insomnio, el primer recuerdo. Domesticamos el pasado ante la idea de la memoria.
Pensé que el insomnio era culpa de su perro, aunque éste dejó de ladrar durante la noche muy pronto. Los perros también se acostumbran. Luego pensé que la culpa era de su entusiasmo, de ese fervor por lo nuevo que los hacía platicar hasta muy noche. Pero su casa se fue callando con los días. Quería olvidar en ellos, tramposamente, los viejos insomnios, la absurda costumbre de dar vueltas en la cama, de levantarme e ir al baño, de pensar una y otra vez en todo lo que no podría hacer al otro día, de pensar que el segundo siguiente será, ahora sí, el momento bueno, el instante en que comenzaremos a dormir de una vez.
Esa diferencia radical entre decir insomnio y desvelo.
Vivimos en un minúsculo departamento hasta que cumplí los siete años. Recuerdo que dormíamos, los cuatro, en una habitación donde había dos camas matrimoniales juntas. Mi hermano y yo en una y mis padres en la otra. Era un cuarto-cama. Apenas había un ligero espacio por donde se podía caminar. Durante esos años, y los que siguieron hasta que terminé la primaria, mis padres decidieron que la hora para dormir era a las nueve de la noche. No tengo ningún recuerdo de algo parecido a un baño, tampoco me acuerdo de los clósets o de los muebles de la alacena, pero de ese departamento tengo la imagen nítida de la luz de la sala durante las noches. La oscuridad del cuarto terminaba con mis padres conversando en el cuarto contiguo, con el sonido de la tele prendida, con mi hermano durmiendo justo al lado mío. Dormir es un acto de confianza.
Charles Simic, al igual que Joyce, Mark Twain y Juan Carlos Onetti, escribe en la cama.
A veces, alguien, aún no identifico quién, se queda lavando entrada la noche, pero no pasa de la una y media. Ya ni siquiera pienso en exigir un levantamiento completo del muro de separación entre su casa y la nuestra. Son tres mujeres y dos niños. No sé si el hermano mayor vive todavía ahí, hace mucho que no lo veo. El perro casi siempre deja de ladrar entre las doce y la una de la madrugada.
La vela encendida con que Lichtenberg escribía hasta muy noche.
En el viejo departamento, durante las madrugadas, en ocasiones me dolían las plantas de los pies. Me despertaba llorando para levantar a mi madre, pero mi llanto era silencioso. Quería, y no, despertarla. Más bien, creo que yo deseaba que ella se diera cuenta de mi dolor. Pero eso no pasaba, así que hacía ruidos cada vez más obvios. Cuando ella por fin despertaba, se ponía alcohol en las manos y me daba un ligero masaje en la planta de los pies. Luego me llevaba a la sala y me prendía la tele. Me quedaba ahí sentado mirando el televisor, viendo infomerciales. En ese entonces el futuro no existía, no dormir era sólo estar despierto.
La hermana que fue mi capacitadora de casilla no me saluda. Finge que no me reconoce. Me la he encontrado varias veces de frente y siempre me evita la mirada. ¿Qué habrá pasado con el hermano?
Mi miedo más grande, durante los insomnios, es qué pasaría si me olvidara de cómo dormir. Algo así como tomar conciencia de la respiración y de pronto olvidar cómo respirar. Qué pasaría si me quedara sin estar nunca tranquilo, pensando que cada segundo que viene es el segundo bueno, ese que nos apaga por completo.
Esas voces hacían que no me quedara solo del todo. Que tuviera conmigo ese molesto ruido de la vida. El miedo, el hartazgo y la imposibilidad comenzaban cuando su casa se apagaba. Cuando ya no había ruido, cuando eran las tres de la mañana y me quedaba, de nuevo, ahí, conmigo, contra mí.
Están, por ejemplo, los desvelos infantiles de la espera, del nuevo día de clases, de cuando los padres salen juntos y llegan tarde, el desvelo eterno de la Noche de Reyes. En la preparatoria me quedaba leyendo hasta tarde. Como iba muy cansado a clases, fui dejando la lectura para los fines de semana. Extraño esa vieja sensación de entusiasmo, de querer leer todo el tiempo. Me he vuelto un lector infrecuente.
Durante mucho tiempo, escribe Vila-Matas pensando en Proust, me acosté por escrito.
A veces puedo escuchar las patrullas a lo lejos, el motor solitario de algún carro, cuando los perros de la colonia se sincronizan y ladran. También se escucha el puntual silbato del velador. Cuando más aguanto, y más me hundo, comienzo a escuchar los latidos de mi corazón. Me acuerdo de John Cage cuando cuenta que se metió en una cámara anecoica para aislar los sonidos del mundo, y cuando pensó que ya no escuchaba nada empezó a escuchar su corazón.
Un latido, otro latido.
No hay oficio más solitario que el de velador.
Las pastillas para el sueño no sirven para descansar. Te tiran en la cama, pero no puedes descansar. El sueño perdido, el reposo y la restauración fisiológica que sucede durante el sueño, no se recupera nunca.
Me acuerdo de la historia de la Bella Durmiente.
La esperanza del insomnio, dice Pablo Fernández Christlieb, no es esperar el día sino aprovechar la noche.
La chica de enfrente, con la que el hermano desaparecido se quedaba hasta muy entrada la noche, ahora es abogada. Mi padre me ha contado que trabaja en un juzgado del Distrito Federal. A veces coincido con ella cuando llegamos pasadas la diez de la noche. Ya no es un faro nocturno. Nos saludamos a la distancia. Un hombre, otro hombre, la lleva en su automóvil a la puerta de su casa.