Los súbditos del León Rojo / Carlos Bustos

Hoy abandono los treinta, por no decir que los pierdo irremediablemente. Nunca más volveré a tener treinta y un años, como Roger Bacon, el famoso Doctor Mirabilis, quien a tan tierna edad ya había construido varios autómatas en la Edad Media, entre ellos una paloma que podía volar; ni tampoco tendré treinta y tres años de nuevo, como el Salvador, que duró un día en la cruz y tres en el reino de los muertos antes de ascender a los cielos; o treinta y cinco como el hombre que subió a la torre del centro de Toronto a disparar contra todo aquel que pasara por allí.
     Cuando miro el reloj me siento como uno de aquellos mandarines, imperturbables ante la fealdad de una de sus concubinas, o, en este caso, ante las horas que faltan para que mis treinta y nueve años se vuelvan cuarenta. No faltará quien diga que estoy en la medianía de la vida, como si fuera seguro que viviré hasta los ochenta, cuando las predicciones genéticas afirman que me iré con un infarto a los sesenta. Pero no es el envejecer lo que me aterra, sino hacerlo habiendo sido yo; es decir: predecible, lineal, atrapado por obvias razones en la telaraña de la rutina. Soy un hombre que ha llevado una vida irreal, rodeado de los libros que ha traducido o restaurado a lo largo de veinte años. Añorando que la aventura o lo imposible puedan sacudirlo con un golpe inesperado. Que al forzar la ley de la probabilidad se fragmente al menos un poco y pueda degustar de esa paradoja que conforma lo inusual, lo extraño.
     Desde muy joven he optado por una defensa pasiva contra el mundo, un mero pretexto para justificar una existencia anodina. Esta suerte de inmovilidad es la que te permite sentarte en silencio mientras esperas dócilmente a que las cosas se resuelvan por sí solas. Lo cual nunca sucede.
     Es necesario que sepan todo esto, ya que a escasas horas de la frontera de los cuarenta ocurrió el hecho capital de mi vida. Tuve una visitación.
     Sucedió esta mañana. Llegó a mi estudio una camioneta Lincoln Navigator color arena, de la cual bajaron el chofer y un hombre maduro, gastado, de ojos verdes empañados.
     Desde mi ventana observé cómo el chofer lo ayudó a subir los tres escalones hacia la entrada, por lo que deduje que al hombre le quedaba poca visión. Fueron recibidos por mi dibujante y enseguida pasaron a mi oficina. Se sentaron frente a mí, sin decir palabra. El chofer sostenía una valija gris; era un joven de sonrisa fácil que enseguida me cayó bien. El otro hombre parecía estudiarme, pero como yo ignoraba qué tanto podía ver, decidí no adelantar conjeturas equivocadas. Tenía un rostro largo y triste como el del Quijote y una barba canosa que no desentonaba en nada con la del caballero andante. Se presentó como Saretta; no recuerdo si dijo Alberto o Alfonso, y en el tono de su voz descubrí su pasado argentino. Le pregunté cómo podía ayudarlo y él dijo, escrutándome con su mirada nubosa:
     —Necesito que me ayude a perder un libro, señor Everest. Es un libro extraño.    
     —Restaurar libros es mi especialidad, no extraviarlos. Pero si usted me explica…
     Saretta no movía ni un músculo de su cuerpo, muy recto en su silla, remojándose los labios finos y pálidos. Sus ojos verdes parecían ir perdiendo color conforme los miraba, siempre húmedos, con los párpados hinchados. Por fin indicó a su chofer, con autoridad tranquila:
     —Dame el libro.
     Saretta me mostró un libro de piel. No parecía tener más de cien páginas, y mostraba sobre la pasta dura un cristal cóncavo aprisionado en un aro de metal. Las manos de Saretta temblaban de emoción. De pronto, se deshizo de él arrojándolo a mi escritorio con repulsión.
     —Éste es el libro de los siete súbditos del León Rojo. Necesito que me haga una copia fiel en todos sus detalles. Usted me dirá su precio y yo se lo pagaré sin reclamos. Pero hay una condición. Mientras digitaliza los interiores no debe detenerse a leer ninguna de sus páginas, por más que llamen su atención las palabras escritas allí. Y como sé que al prohibirle su lectura lo estimulo a que haga lo contrario, voy a describirle de qué se trata su contenido en espera de que eso merme su interés. Yo no creo que la ignorancia sea bendición; la ignorancia estimula a una curiosidad malsana, mal dirigida, por eso prefiero que sepa todo sobre este ejemplar. Muerto el gato, se acabó la curiosidad. Le voy a contar, señor Everest.
     »El volumen fue escrito en el siglo xii por Angélico Sebenvol, uno de los hombres más extraordinarios —y poco apreciados— de su época. Fue un estudioso de la ciencia, las matemáticas, la cartografía y la astronomía. Lo que interesa es que este hombre docto llevó siempre una existencia práctica, entregada al conocimiento. En algún momento, esta vida cambió. Sebenvol recibió una revelación, como lo registran sus diarios. En sueños tuvo la visión de un mapa que le era desconocido. Los sueños se repetían cada noche; entonces, Angélico comenzó a dibujar el mapa; cuando lo terminó cesaron los sueños. Poco después, cuando descifró las coordenadas en su totalidad, emprendió un viaje que duró trece años y trece días. A Sebenvol se le había permitido viajar al otro mundo, al mundo invisible de los infiernos.
     »Primero visitó los infiernos mansos al este y al sur; luego los peores infiernos, los del occidente y los del norte. Al final, cruzó el laberinto del León Rojo, el infierno más negro… y volvió. Angélico fue el primer explorador de lo imposible.
     »A su regreso, Sebenvol dedica los últimos años de su vida a escribir este libro, y lo hace con tal lucidez que no es posible que sea la obra de un loco. Es el resultado de un viajero que ha recorrido esas regiones que tienen el nombre de Luzbel, Satanás, Umo, y las describe con una tranquilidad que despierta desconcierto, enojo y a veces hasta repulsión. El demonio no existe aquí, afirma Angélico; el averno es la lucha del uno contra el otro. Un odio contra otro odio mayor, sin tregua ni final. Entonces llegamos a la tercera parte del libro, la que describe su travesía por el laberinto. Todo cambia aquí. Su prosa no abandona la aparente moderación con que está construida, pero subsiste algo debajo, un fondo invadido por las tinieblas más terribles e insospechadas. En el laberinto, Sebenvol encuentra a los súbditos del León Rojo. Los describe como siete llantos en la niebla viscosa, siete suspiros que congelan la orina en la vejiga, siete sueños malignos que pueden secar un cuerpo hasta convertirlo en pus viva dentro de un envoltorio fetal. Ellos lo arrastran por las estrechas paredes del laberinto, formadas por las almas de los mayores pecadores; enseguida se hunden en lo más profundo de los pasadizos intrincados, llenos de recovecos, ángulos imposibles, escaleras inversas, esquinas demenciales, hasta llegar al centro del laberinto, reino de aquel que llaman el León Rojo. Una vez allí, Angélico descubre que el ojo del infierno es un invierno constante y atemorizador. Los súbditos lo liberan a la orilla de un venero. El sabio se arrastra hasta sus aguas oscuras, bebe un poco, el sabor es fétido y el sabio termina vomitándolas sin piedad. Sebenvol advierte en ese momento una ausencia que lo congela; es incapaz de moverse o escapar del horror a lo que no ve pero presiente bajo la capa más profunda de su alma: la ausencia del soberano de ese inframundo. Los siete súbditos se le acercan, desenvolviéndose como retazos de tela putrefacta; le entregan una lente redonda, transparente como el agua más pura. Angélico la toma con ambas manos y el frío que le produce es inconcebible. De manera instintiva, observa a través de ella y descubre el más grande de los horrores: los siete súbditos, que él ve como sombras andrajosas o espíritus decadentes, por medio de la lente sobrenatural se le revelan como las partes de un ser gigantesco y prodigioso: dos piernas en misteriosa genuflexión, un amplio tórax rojizo, dos poderosos brazos, una cabeza que posee un brillo deslumbrante y sabio, y un ojo que lo mira todo, lo sabe todo, lo prevé todo. En ese instante, las partes se unen y ante su vista se alza majestuoso el León Rojo. Angélico Sebenvol, sin dejar de mirar por el cristal de la visión reconoce al Creador y a su reino, el paraíso celestial. El pobre sabio se sabe perdido: al haberse rendido ante la soberbia intelectual durante toda su vida, ha traicionado a su alma; por tal motivo no puede ver la gloria del cielo con sus propios ojos, no le pertenece más.
     »Ahora que lo ha visto todo, Sebenvol intuye que debe marcharse. Como el León sabe lo que sucederá antes de que pase y no ha hecho ningún movimiento para detenerlo, Angélico se guarda la piedra en un bolsillo de sus ropajes y echa a correr buscando la salida del laberinto. La locura parece apoderarse de él. Lo que por medio del cristal vio como un reino de libertad y pureza, ahora vuelve a ser un mundo de tinieblas, de gritos interminables y muros que parecen cerrarse sobre de él. Angélico no puede más. Se derrumba sin encontrar el modo de escapar. La desesperación podría haberlo consumido, pero, ante todo, él es un hombre de ciencia, de lógica impenetrable. Alza el rostro hacia un abismo que parece engullir el mínimo rastro de luz, de vida. Sebenvol mira a través del lente espectral y se encuentra con un cielo azul medusa donde las estrellas y constelaciones se arremolinan hasta el delirio. Sebenvol se alza triunfante; ha encontrado la respuesta: de todo laberinto se sale por arriba. Así es como logra volver a casa, donde lleva una vida sencilla, casi monacal, hasta su muerte. Pero nos ha dejado su legado: este libro blanco de los mundos imposibles».
     Estiré una mano para abrir el libro por la mitad. Una parte de mí permanecía incrédula, la otra parte deseaba con toda el alma que al menos algún extracto de la historia fuera cierto. Saretta se limitó a mirarme con sus ojos núbiles. Al repasar las páginas observé que todas las hojas estaban en un idioma desconocido, más bien en una escritura secreta. Soportando el asombro, me di cuenta de que las letras se volvían escurridizas ante mis ojos profanos, como si fueran seres vivos. Con enorme esfuerzo, dejé caer la pasta haciéndome el desinteresado. Tuve miedo de mostrar mis emociones alteradas y de que el anciano pensara que estaba confiando el trabajo a la persona equivocada. Saretta se inclinó sobre el escritorio y dijo en tono confidencial:
     —Para leerlo tiene que utilizar el cristal de la portada —divulgó las instrucciones de forma maliciosa, tentadora—, tal y como si fuera un lente de aumento que parece invocar las palabras desde el más allá. Así es como lo he leído, señor Everest.
     No pude evitar mirarlo, suspicaz. Él reconoció mi gesto enseguida y rectificó de modo burlón.
     —Sí, aunque no lo crea, Everest, lo he leído. No crea que me gusta jugar al ciego. Antes de hacerlo mi vista era perfectamente normal, ni siquiera usaba lentes. Ahora apenas distingo el amarillo y algunas sombras. Por tal motivo, le suplico que no intente leerlo, ni siquiera un párrafo, ni una palabra. Digitalícelo, ármelo y entréguemelo a la brevedad. El falso irá al sótano de la Biblioteca Nacional donde lo encontré, mientras que al verdadero lo haré perdedizo para que no pueda provocar más daño. No crea que soy un santo o un mártir. Lo que en verdad me interesa es que nadie, aparte de nosotros, tenga acceso al ejemplar genuino. Verá usted, es poderoso; se puede sentir la fuerza que emana de él. Yo ya estoy viejo y no tendré tiempo suficiente para descifrar sus misterios, pero alguien más, con la fortaleza y el ánimo pueden lograrlo… ¿y qué sucedería entonces? Mejor no enterarse. Haga lo que le pido, señor Everest.
Mis ojos cafés y sus ojos verdes empañados se encontraron entre la distancia que nos separaba. Le acusé sin quererlo:
     —Usted observó este mundo a través del cristal y vio algo terrible, algo de lo que no quiere que nadie más se entere.
     Saretta se levantó de su asiento con ayuda del chofer. Sus pasos eran erráticos, como si de pronto los años le hubieran caído encima con fuerza demoledora. Al pasar junto a mí se detuvo. Su voz, igual a un viento apagado, dijo:
     —La salvación y la perdición son individuales, señor Everest. Buenos días.
     Me despedí, mientras observaba a Saretta abandonar mi estudio. No sabía qué pensar, o si había algo qué pensar. Después de un momento, me puse a trabajar en el libro blanco. Pasaron las horas y así es como llegamos a este momento, a escasas horas en que habré de dejar los treinta y volverme un cuarentón.
     Le he dado permiso a mi dibujante de irse temprano. Me ha dado un tímido abrazo acompañado de un «Feliz cumpleaños» muy poco efusivo y ha salido cerrando la puerta con seguro, como le he indicado. Estoy solo ahora, como siempre lo he estado, rodeado de libros, manuscritos y grimorios repletos de fórmulas mágicas. Y sin embargo nunca había sentido la curiosidad de seguir o formular uno de estos hechizos. El libro me importa poco. Lo que vale la pena es el cristal de la visión, como lo ha llamado Saretta. Lo tengo sobre mi escritorio, a escasos centímetros de mí. Este cubo de cristal me atrae. Siento la energía que emana de sus entrañas, pero a diferencia de mi cliente no me interesa descubrir si este mundo es el infierno u otro lugar de perdición. Me interesa… algo más.

 

Faltan cuatro minutos para la medianoche. Tomo el cristal y me dirijo al clóset de suministros, donde hay un espejo de cuerpo entero. Al abrir la puerta busco a tientas el interruptor. La luz se abate de manera poderosa desde el techo. Me encuentro con mi imagen, que surge desde el fondo del espejo.
     Faltan dos minutos. Me reviso y mi reflejo hace lo mismo. La cara de ambos no puede ocultar un gesto de tristeza, de frustración; hemos sido asiduos compañeros por demasiados años, estamos cansados de encontrarnos con la misma máscara de soledad y aburrimiento.
     Faltan treinta segundos. Sopeso la piedra que descansa en la palma de mi mano, todavía no termino de coger el valor suficiente, vacilo como de costumbre. El miedo que siento, que me ha detenido como un muro con recovecos donde me he ocultado a lo largo de mi vida, se alza de nuevo ante mí. Las doce. El misterio que siempre había esperado reposa envuelto en los pliegues de mi mano; lo imprevisto, lo inusual, todo está a mi alcance si no vacilo. Abro el puño, levanto la piedra de la visión y a través de sus fisuras miro mi perfil en el espejo. Descubro mi rostro velado por un polvo oscuro y crujiente. Lo veo inmóvil, somnoliento, casi ausente de vida. La bruma se despeja y como un grito surge la terrible verdad: soy un parte de aquel que Saretta llama el León Rojo; soy una pequeña astilla, más bien, un rasguño en el iris de su ojo. Un pequeño defecto, que no es defecto, porque es su voluntad que esté allí. Un velo terso comienza a envolverme. El ojo del León se cierra milenariamente.
     Estoy seguro de que mañana mi ayudante encontrará la puerta abierta y el clóset lleno con mi ausencia. Mirará dentro de la cáscara de oscuridad que recubre sus paredes, sin encontrar a nadie, sin descubrirme, ya que en este instante la luz de mi corazón se apaga, mientras yo me hundo en un sueño de piedra.

 

 

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