Mi marido no se encuentra en casa / (fragmento)

Merav Halperin

 

Ya es suficiente
Murió.
     Tiene que haber muerto. El teléfono sonó a las seis de la mañana. A una hora en la que no puede ser nada bueno. Cuando vi el número de Eddy, el tipejo tan raro que lleva el asilo de mi mamá, estaba completamente segura: debe de estar muerta.
     «La voy a echar de aquí», me lanza Eddy en cuanto contesto. «A fin de mes empacaremos todas sus cosas y las pondremos fuera del portón. Y a ella también. No le voy a dar más oportunidades. Tú bien sabes cuántas le he dado ya». La retahíla de insultos que una vez le lanzó al cocinero ruso, incluyendo algunos detalles muy específicos de la profesión de la madre del cocinero, la vez que huyó de la casa y la encontraron bailando en bata en una boda de desconocidos, las muchas veces que presionó el botón de emergencia nada más para pedir un té, su intento para que aquel hombre completamente confundido que estaba sentado en su mesa firmara un testamento falso, todo eso pasó por mi mente como una película de terror que avanzara rápidamente.
     «¿Qué quieres decir con “echarla de aquí”?», traté de protestar a través de los vapores del sueño. «¿De qué se trata? ¿Un curso de aviación? Estás hablando de una mujer de ochenta años».
     Eddy bufó. «¡Ja! Esta señora le robó el marido a Rebecca Zimmerman», dijo triunfante, como si acabara de mostrar la carta secreta que decide un juego. Sentí que el cielo se desplomaba sobre mí. Justo lo que ahora necesitaba, que esta viejita loca redescubriera el amor. ¿Qué no habían sido suficientes sus tres últimos rounds? Y con el marido senil de Rebecca Zimmerman, nada menos. La familia de Rebecca es dueña de la mitad del país, incluyendo el Banco Star, mi mejor cliente.
     Lo primero que se me vino a la cabeza fue hablarle a Emmanuel y dejar que resolviera el problema. Dos segundos después, recordé que nos habíamos separado, y una ola familiar de autocompasión se abatió sobre mí. Cerré los ojos y recité el triple mantra que había adoptado hacía siete meses, después de que Emmanuel, con ojos caídos, había mascullado que me dejaba. Y por una tipa siete años mayor que yo:
     No voy a sentir lástima de mí.
     No voy a hablar de esa puta vieja suya delante de los niños.
     Nunca me le acercaré de nuevo a un hombre.
     Nada de sexo, de relaciones, de relaciones platónicas, de relaciones no platónicas, nada de vida conyugal ni de media vida conyugal. Nada. Cuelgo las botas y renuncio. Hice lo que me tocaba.
     Ya es suficiente.

Beso francés
Odio las relaciones. Odio especialmente el verbo emparejarse. Me da náuseas. Y también odio sentir náuseas. También la intimidad, la debilidad y el beso francés. No puedo recordar la última vez que le di a alguien un beso francés. Emmanuel y yo logramos pasar todos esos años con besos simples, esos piquitos secos y sin chiste. Nada de beso francés. ¿Qué éramos? ¿Unos perversos? Éramos marido y mujer.
     Al principio, nuestra relación no era para nada así. En nuestros primeros años juntos teníamos sexo a gran escala. Todos los días, dos veces al día, tres veces al día. En vez de salir, teníamos sexo. No íbamos a trabajar para estar juntos y tener sexo. Todo giraba alrededor del sexo. Incluso luego de la boda. Eso fue un gran error. Si yo hubiera sabido que Emmanuel esperaría un nivel tan alto para toda la vida, yo no me habría involucrado en eso desde un principio. Estoy cansada. Estoy abatida. No me apetece. Yo no le hago a eso. Me asquea. ¿Cómo que otra vez?
     Yo hubiera envuelto todo lo concerniente al sexo con ese papel marrón que usan en Home Depot. No con ese papel lujoso y brillante tan prometedor en el que yo generosa y voluntariamente se lo di. 
     Además, yo no debí haber usado la palabra sexo. Debí haber usado cogida. En verdad ni siquiera ésa. Tener coito. Sí, suena estéril y llano. «Pero si tuvimos coito ayer. ¿Quieres hacerlo de nuevo hoy?». Después de escuchar eso, él no querría. O quizá la peor expresión, «hacer el amor». ¿Quién se inclinaría a tener sexo después de escuchar ese par de palabras, «hacer el amor»? Mejor hacer cualquier otra cosa, no el amor.
     Desde el momento en que Michelle nació, perdí toda pasión por Emmanuel. No pude verlo más como un objeto sexual. Se volvió ese pobre imbécil que le limpiaba la popó a la bebé, que le daba la mamila, la mecía hasta dormirla en su hombro y jugaba con ella al gugú gagá para provocarle unas risillas. Mientras él hacía eso, yo lavaba la ropa, los trastes, limpiaba los clósets, levantaba los juguetes, hacía de comer y me exprimía la leche. De lo único que de verdad tenía ganas era de dormir, o de suicidarme. No pensaba en el sexo de la misma manera en que no pensaba en mecánica cuántica o en lo que Zoroastro había dicho. Solamente desapareció de mi vida. Se esfumó. La primera vez que Emmanuel quiso tener sexo conmigo después del nacimiento de Michelle, me dio pánico. No pude entender qué quería de mí. ¿Qué tenía que ver el sexo con nuestra relación?

La Aristócrata
Nunca regresó. Desde el momento en que se volvió el padre de mis hijos, perdí cualquier atracción hacia él. No tengo idea de cómo me embaracé la segunda vez. Creo que tuvimos sexo en algún momento durante los dos años luego del nacimiento de Michelle. Bueno, no, no tuvimos sexo. El sexo lo hubiera recordado. Probablemente tuvimos coito.
     Desde ese momento, todo se complicó aún más. Él siempre quería y yo nunca. Hacía todo lo que podía para evitar esa pesada carga. Durante esos dos últimos años con él, yo odiaba el sexo totalmente. Simplemente era todo mecánico, tedioso y falso. Esperábamos a que los niños se durmieran, entonces Emmanuel se metía a bañar, pero yo no, porque eso nunca lo molestó, y luego nos metíamos a la cama. En ese momento mi estómago estaba tan lleno de nudos y mi cuerpo tan frígido, que no importaba lo que él hiciera, la única emoción que sentí fue el deseo de que ya terminara. De alguna manera, creo, era como una violación, pero sin la violencia ni el miedo. Pero yo jugaba el juego. Claro que lo jugaba. Soy una persona racional y tenía dos metas: dormirme y estar tranquila y en paz durante las siguientes dos semanas.
     Cuando todo terminaba, suspiraba de alivio, pero, unos segundos después, un gran pesar me invadía. A veces las lágrimas rasaban mis ojos, pero me las secaba en secreto, me olvidaba de todo y me quedaba dormida.
     Durante el sexo, siempre esperaba que uno de los niños despertara para que viniera a rescatarme. O que un ladrón irrumpiera. O que de repente se declarara la guerra. O que temblara. ¡O quizá un tsunami! O que su mamá llamara. Estaba tan pegado a sus faldas que le contestaba hasta en momentos como ése. La mayor parte del tiempo yo no la soportaba; sin embargo, en esas ocasiones en que su llamada lograba detener ese asalto bisemanal, yo verdaderamente adoraba el suelo que ella pisaba.
     La verdad es que la mamá de Emmanuel tampoco me soportaba. Pensaba que yo era pretenciosa y arrogante. La primera vez que me vio me puso «La Aristócrata» sin que yo me diera cuenta. Eso sucedió un sábado en la tarde, cuando Emmanuel me llevó a la casa de sus papás en Haifa. Estaba yo tan nerviosa, que lo único que pude hacer fue quedarme sentadita en el filo del sofá, sin soltar una sola palabra. Su mamá, Bella Shapira, revoloteaba alrededor mío sin tregua. Prácticamente me obligó a comer. En ningún momento cesó su parloteo, diciéndome toda clase de cosas maravillosas sobre su Emmanuel, el genio. Amontonó las viandas más deliciosas en la mesa, frente a mí, y es día en que todavía me sigo arrepintiendo de no haberlas devorado, como cuando después lo hacía, después de casarnos y la visitábamos los días de fiesta.
     El día después de la primera visita, le llamó a Emmanuel. «Bueno…», preguntó. «Así que qué piensa tu Señorita Aristócrata de nosotros». Desde entonces, Emmanuel no perdía la oportunidad de usar el epíteto de Bella Shapira. Bella Shapira, maravillosa madre, magnífica abuela, terrible esposa y pavorosa suegra.
     Estoy segurísima de que, conforme fueron pasando los años, Emmanuel tampoco sentía realmente ninguna atracción por mí, pero el Viagra que uno de sus irresponsables cuates le dio hizo de las suyas, y se convirtió en un persistente participante en nuestro ritual sexual. Éste es, probablemente, un excelente momento para dirigirme al Sr. Viagra, o a quien haya sido el idiota que inventó esta inútil píldora: ¿quién te lo pidió?, ¿qué tenía de terrible lo anterior?
     A lo largo de la historia humana, las mujeres sabían que llegaría el día en que sus maridos ya no podrían levantársela, y que las dejarían en paz a ellas. Su libido decaería, evitaría el sexo, y a la mujer le evitarían esa terrible faena. Era un gran arreglo. Sabías que había una luz al final del túnel y que tu envejecido esposo te dejaría un día en paz finalmente y te liberaría de tener que decir mentiras, inventar excusas, dolores de cabeza o dar paseos por el parque para escaparte de la tortura. Pero entonces llegó Viagra, y esta salvación se interpuso en el camino. Ahora, hasta los hombres de setenta, ochenta, noventa años —hasta quizá mayores, con un pie en la tumba—, pueden continuar. Así que le pregunto, señor Viagra: ¿por qué? Ciertamente sabes ahora que es imposible sentirse atraída por el mismo tipo por treinta o cuarenta años. Eso no sucede. No me importa lo que escriben en las columnas sobre sexo y lo que te dicen los consejeros de parejas. ¿Por qué tuviste que interferir con las perfectamente buenas leyes de la naturaleza? ¿Por qué no consultaste con nosotras las mujeres antes de que inventaras esta totalmente innecesaria píldora energética? ¿Tan siquiera le consultaste a tu esposa sobre lo que pensaba de esta repugnante creación? Me encantaría escuchar lo que ella tendría que decir, esa ninfómana.

Lentes oscuros
Hay muchas otras cosas que también odio: odio la manera en que los años se aceleran como locos hacía los cincuenta años. Odio los años de adolescencia de mis hijos. Odio los carbohidratos de cualquier tipo. Y particularmente odio el término divorciada. No importa de qué manera lo veas, la divorciada será alguien que está o muy contenta o demasiado triste, y que desesperadamente quiere conocer a un nuevo tipo que arreglará todo. Como si eso fuera posible. 
     Viuda, por otro lado, es una palabra que amo. Definitivamente puedo verme en el papel de una viuda con clase. Vestida elegantemente de negro Ralph Lauren y ocultándome con modestia tras unos lentes oscuros de Saint Laurent, me puedo ver aceptando de buena gana las condolencias ante la recién cavada tumba de mi querido, pobre, fallecido Emmanuel, que dejó este mundo después de sufrir tan terrible agonía.
     También odio a Eddy y su maldito asilo. Especialmente ahora, cuando me han forzado a lidiar con ese monstruo que dejé a su cuidado hace dos años en lugar de poder ir a mi oficina para hacer la única cosa para la que soy buena: mi trabajo.

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