Mercado de Antigua, Guatemala / Marí­a Julia Magistratti

No hay peso en el aire

cuando se prenden los focos del mercado
y comienzan las frituras,
el pollo raquítico en su corrida por los charcos.
Las mujeres con los dedos en los bollos y el ojo
en todos los humos que poblarán la noche de las mesas de plástico.

Gotea una lluvia en los aleros de lonas vencidas
y el niño lustrabotas se pone más oscuro porque le ha venido el
[sueño, y se recuesta
sobre manos teñidas con betún.

Envuelta en telas de colores que no envejecen
está la niña de los ojos sin tamaño.
Mira a una anciana mover la harina, los frijoles, el cilantro;
destreza y alimento,
sólo en el trance del hambre
                                    se aprende a equilibrar el fuego.

Y más allá está el que iba a ser músico y, repentino, giró el dado
y está ahora ahí, encorvado sobre un tablero
donde se juega un partido de ajedrez con tapas de gaseosas.
Entre todos anda Cesia, trece años,
de su boca sale la palabra quetzal y es como si tuviera los huevos
[adentro.
Cesia se estira el pelo y sonríe.
Sus hermanos discuten en el idioma de sus antepasados
el precio del ángel de madera tallada, del caballo de colores, de la
[máscara voraz
y del santo de palo.
La hora del regreso la marca el regateo. Sin dinero no hay salida.

Pasa el viento entre los dientes de la señora que trafica telas de
[Santa Rita.
La que cuela de un bocado todo el maíz que creció en esta tierra,
la de la trenza más larga y negra.
La Gran Señora de los Mercados,
hundida en su pollera
patrona y esclava.
Cáscara viva de una diosa antigua y olvidada.
Si alguien la bendijera ahora
lloraría por primera vez.

En el mercado todos podemos caber
si es que un hombre llegue a saber alguna vez que puede morder
[un fruto
y transformarse en ese árbol enorme y frondoso
que siempre está a la vera de los tinglados,
con las raíces sobresalidas,
como tus falanges.

Un zarpazo de animal hay
sobre el tablón de la carnicería
donde los clientes,
hechizados de rojo,
sueñan con flechas y cuchillos
con el número del turno
como un colgajo en la mano.

Afuera del mercado
el mismo foco de luz en la periferia de las ciudades al anochecer.
Los mismos ómnibus destartalados que devuelven humanos
de sus labores al descanso;
la misma úlcera amenazada por las moscas en el hospital
y el goteo de los sueros con los que querríamos
lavarnos los ojos.

Es la hora de la olla.
La hora en la que se vuelve inútil mendigar.

La baraja va de mano en mano
sigue así, seguirá siempre,
llena de sueños sencillos
y maltratados.

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