Memoria y universalidad / Josu Landa

LA NOCIÓN DE MEMORIA lleva implícitas, por lo menos, las de tiempo, espacio, experiencia individual, experiencia colectiva y vida.
    Lo vio muy bien Simónides de Ceos, a quien se le atribuye la invención de la mnemotecnia, cinco o seis siglos antes de nuestra era. Su legendario reconocimiento de las víctimas de un terremoto, tras recordar con exactitud las posiciones que ocupaban en el banquete del que lo sacaron a tiempo Cástor y Pólux, dio pie a la idea de la memoria como receptáculo de imágenes, es decir, objetos que, pese a su inmaterialidad, se ciñen a la metafórica del tiempo y del espacio y, en tanto que experiencias —esto es, frutos de las complejas actividades de la subjetividad—, cifran su sentido en la vida.
    Siglos después, en sus muy celebradas disquisiciones sobre el asunto, en algunos de los capítulos del libro X de sus Confesiones, Agustín de
Hipona reelaborará esa idea de la memoria como territorio de la vida, paralelo al de la vida presente (es decir, «real» y cotidiana): «llego a los anchurosos espacios y a los vastos palacios de la memoria, donde se encuentran los tesoros de las innumerables imágenes acarreadas por la percepción de toda suerte de objetos».1
    De múltiples maneras, esa visión de la memoria como facultad que enlaza ámbitos de vida paralelos remite a la poderosa idea socrático-platónica de la anámnesis (reminiscencia) y la correlativa teoría de las formas: recordar no es sólo poder echar mano de las imágenes guardadas en un reservorio, sino la condición para encontrar en lo vivido, en un topos donde se asienta la realidad absoluta, el sentido de lo que se vive en el presente y lo que habrá de vivirse en el futuro.
    A su modo, ese esquema de vida referencial vivida, que sustenta la vida actual en movimiento, abierta a la posibilidad indeterminada, es el que opera también en la célebre segunda consideración «intempestiva» del joven Nietzsche, Sobre la utilidad y los perjuicios de la historia para la vida. 2 La singularidad del planteamiento nietzscheano estriba tal vez en la enfática autoconciencia de que el pasado, en sus modalidades de historia «monumental», «anticuaria» y «crítica», es siempre una interpretación, una elaboración discursiva necesaria para que los seres humanos podamos vivir. Por supuesto, en éste y todos los casos, hablar de historia es una manera de hablar de memoria.
    Sí: lo que a fin de cuentas se juega en todo esto es la vida. Conforme a una compleja y turbia dinámica de intereses e impulsos, resulta imposible vivir sin una reminiscencia de fondo —es decir, sin tener presente una construcción del pasado—, así como tampoco es posible existir sin meter la cabeza en las aguas del Leteo, esto es, sin estar abiertos al olvido y dispuestos a borrar muchas de las líneas que trazan el referido pasado. La elaboración de la memoria, entonces, es siempre un trenzado más o menos fino y armónico de remembranza e interesada desmemoria.
    De acuerdo con el autor de las consideraciones (mal llamadas) intempestivas, propendemos a concebir y fraguar una «historia monumental», porque necesitamos modelos que finquen la memoria de una grandeza que apuntale el sentido del presente. De ese modo, según observa Nietzsche, «lo que fuera capaz una vez de dar una dimensión y una realidad más hermosa al concepto de “hombre” ha de estar también eternamente presente, tiene que ser posible eternamente» (p. 53). Si lo grande ya fue posible antes, podrá volver a serlo después ad infinitum. Con lo cual —siempre según el pensador alemán— el género humano protesta contra el cambio constante y la transitoriedad de la existencia.
    También es provechosa para la vida la que Nietzsche cataloga como «historia anticuaria». Se trata de un modo de la memoria que opera «atando y vinculando estrechamente a la patria y sus costumbres tradicionales a las generaciones y pueblos más desfavorecidos, convirtiéndolos en sedentarios e impidiéndoles así vagar por tierras extrañas en su búsqueda de lo mejor»
(p. 62). En este caso, la elaboración de una imagen ad hoc del pasado apunta a fundar una identidad comunitaria, una de la condiciones que hacen posible la existencia de todo mortal. Sin comunidad de referencia no hay vida para nadie y, según la aguda mirada de quien reinventó a Zaratustra, una de las vertientes de la desmesura historicista típica del siglo XIX, la «historia anticuaria», encauzó esa exigencia existencial por los ramales de la vacua curiosidad erudita y de la legitimación conservadora de ciertas realidades políticas.
    Pero así como para vivir es imprescindible contar con modelos históricos de grandeza y con episodios prestigiados por una antigüedad refractaria a los efectos corrosivos del tiempo, también es ineludible tomar distancia del pasado y aun liberarse de él, en la medida de lo posible. Junto a la dinámica convergencia-divergencia entre reminiscencia y olvido, surge también la necesidad de emprender la revisión crítica de las construcciones de la memoria. Es lo que Nietzsche entiende como «historia crítica».
    Esta modalidad de la historia comporta una reacción vital, lo mismo contra las momificaciones de la memoria que contra la tendencia igualmente imperiosa a olvidar, pues «la misma vida que necesita el olvido exige también la destrucción temporal de este olvido».
    En realidad, la «historia crítica», en el sentido nietzscheano del término, expresa una actitud existencial más radical: una fuerza destinada a afrontar la conciencia y a potenciar el olvido de que «la vida y el hecho de la injusticia son una misma cosa» (p. 65). La historia monumental y la anticuaria cicatrizan las heridas infligidas por el tiempo. La historia crítica, por su parte, rompe y reaviva las llagas. Pero todas ellas, en dosis adecuadas y en una coexistencia apropiada, contribuyen a la existencia de los seres humanos en comunidad, en la medida en que ponen la memoria y el olvido al servicio de la vida, más allá de las pretensiones de la demasía historicista decimonónica.
    Si rememoro aquí estas agudezas nietzscheanas no es para asumirlas dogmáticamente, sino como una referencia fecunda en torno al universo de la memoria y debido a que, por ello mismo, pueden orientar nuestra reflexión sobre el tema en el presente. Ya adelanté líneas arriba cómo esa visión de la historia-memoria remite a un esquema que emerge con fuerza y densidad plástica en ciertos diálogos de Platón. Dicho esquema es el de la correspondencia entre la existencia presente y una realidad arquetípica, ontológica y cronológicamente anterior. El correlato necesario —para decirlo de otro modo— entre un modelo universal y eterno y sus avatares actuales.
    La asunción de ese esquema es lo que permite entender la célebre —y tan sorprendente, en nuestro tiempo— reivindicación aristotélica de la poesía, en detrimento de la historia. He aquí lo que dice el filósofo griego en su Poética: «El historiador y el poeta no difieren por el hecho de escribir en prosa o en verso [sino] en que el uno narra lo que sucedió y el otro lo que podría suceder. Por eso la poesía es algo más filosófico y serio que la historia; la una se refiere a lo universal; la otra, a lo particular».3 Si este pasaje pone de relieve una inversión de cara a los valores que rigen hoy en día —la supremacía de lo poético frente a la historiografía— no es porque se trate de la declaración de una preferencia personal, una boutade provocativa o una intuición caprichosa. Muy lejos de eso, lo que Aristóteles expresa ahí, en primer término, es su firme convicción teórica de la preponderancia de lo universal sobre lo particular y, en segundo lugar, su conciencia acerca de la mayor aptitud de la poesía para vérselas con la realidad absoluta, en comparación con el discurso histórico, que debe conformarse con registrar la espuma de lo que acontece en el mundo.
    Aristóteles ve en la poesía la actualización mimética de una realidad absoluta y, por ello mismo, universal, mientras que la historia rememora hechos contingentes. Se trata, pues, de la contraposición de dos formas de la memoria: una literalmente radical —porque remite a las raíces del ser— y la otra anecdótica, superficial. Al convertir en expresión artística «lo que podría suceder» y no lo que históricamente ha ocurrido, viene a decirnos el filósofo, el poeta pone en presente modos de ser y de actuar esenciales, universales, eternos. Conforme a la amplia idea que tienen los griegos de la poesía —todo saber hacer dirigido a producir obras bellas—, el buen poeta expresa un modelo total, ontológicamente pletórico, de vitalidad y perfección. De ahí la importancia de la raigal verdad poética para la vida. Es decir, de ahí la relevancia de la poesía trágica, de cara a las exigencias fundamentales de la existencia humana.
    En último término, tanto la construcción ontológica como la anecdótica de la memoria remiten a una idea cíclica del tiempo. Parece imposible una verdadera concepción lineal del devenir. Al menos en sus aspectos más profundos, tal concepto no sería compatible con una idea estimable de memoria. La figuración judaica de la temporalidad, que se tiene como modelo de visión lineal, es a fin de cuentas tan circular como la griega, en la medida en que la redención mesiánica comporta la culminación de un ciclo, a la par de que restituye un origen edénico negado por la Caída.
    Tanto en la Promesa judaica, como en la anunciada Parusía cristiana, como en el adviento del Mahdi islámico y en expectaciones escatológicas semejantes, opera algo análogo al esquema griego de la determinación del presente real por un fundamento absoluto, ontológica y cronológicamente previo. De acuerdo con esa concepción de fondo, Platón, Aristóteles, Agustín, Nietz-sche…, por caso, asumen tácita o explícitamente que el signo del futuro está decidido por expresiones señeras de la vida en el pasado. Idea de muy antigua data en Occidente, a juzgar por las palabras de Giorgio Colli cuando advierte que ya para Epiménides de Cnosos —tenido por algunos como miembro del inveterado grupo de los Siete Sabios— «y para los griegos que alcanzaron el conocimiento el futuro entero está ya contenido en el pasado primigenio, de modo que la comprensión que se puede obtener sobre el futuro lejano depende de la visión del pasado divino que en él se manifiesta».4
    Aunque escasas y limitadas, las referencias anteriores bastan para ensayar la tesis de que, de cara a la vida, no hay futuro sin pasado ni pasado sin futuro. No se trata de un simple retruécano. En la figuración —a fin de cuentas voluntarista y vitalista— del tiempo, las nociones de pasado y de futuro aparecen como construcciones subsidiarias determinadas por la memoria, toda vez que en sí mismas son nada, remiten a no-realidades. La memoria es experiencia constantemente alimentada por la experiencia del presente, que a su vez es el nudo que amarra los momentos idos y los que están por venir. Eso es lo que permite hablar de pasado. Pero también es cierto que la elaboración mnemónica de lo que ya ha acontecido está vitalmente condicionada por las expectativas ante el futuro. En la raíz de ese entrelazamiento de vivencias está la antigua y radical intuición del sentido, la realidad indeterminada —por ello mismo inefable— que estructura y define los contornos de un mundo sometido al cambio, la corrupción y la muerte.
    El historicismo, en sus variantes más extremas, ha interpretado esa realidad de fondo en términos de temporalidad absoluta: ha sustancializado el tiempo y ha convertido a la historia en el gran agente de un plan de redención progresiva o abrupta de la humanidad. La historiografía ha devenido, así, el orden discursivo en el que toman cuerpo y forma los relatos, las elaboraciones que dan sentido, dignifican y legitiman ciertos poderes, intereses, impulsos, expectativas, necesidades… Ése es el contexto al que remiten las aquí aludidas consideraciones «contra la época» (unzeitgemäß) del joven Nietzsche, en pleno apogeo del historicismo.
    Las doctrinas historicistas se avienen, por lo demás, con los ideales políticos condensados en la figura del Estado-Nación. Recordar esto equivale a llamar la atención sobre esa figura como la referencia identitaria por excelencia en el presente. No hay modernidad política sin nacionalismo. Todas las estructuras de poder, en nuestro tiempo, concretan de alguna manera esta verdad y colocan la memoria en su ámbito de influencia ideológica. Una identidad que sólo puede concebirse en términos de «identidad nacional», comporta una memoria ad hoc, es decir, una construcción de un pasado modélico, apto para dar sentido al presente y al futuro.
    La conversión histórica —e historicista— de la demasiado humana identidad comunitaria en identidad nacional opera como un arma de doble filo, surgida de la fragua ideológica de la Modernidad. Por una parte, ha potenciado como nunca el progreso material y técnico de los estados nacionales; pero, por otra, ha limitado de forma deletérea el sentido de una comunidad humana, con lo cual ha estimulado hasta cotas en extremo peligrosas la tensión inter-nacional, la voluntad de dominio, el belicismo, la destructividad global y la aniquilación de la diversidad ecológica, económica, antropológica… en el mundo. Y ello comporta consecuencias en el terreno de la memoria, toda vez que, en la retorta de los nacionalismos e internacionalismos, el pasado tiende por fuerza a figurarse como testimonio de poder avasallante y/o ansia de reparación sacrificial y sangrienta de hechos pretéritos interpretados como agravios de dimensión cósmica.
    Contra lo que sugieren las apariencias y proclaman la ideología y la propaganda, la modernidad política ha mermado la fuerza y los alcances de los ideales universalistas que se conocieron en otros tiempos. En concordancia con ello, las construcciones de las diversas memorias históricas están muy lejos de responder a una genuina voluntad de saber y atienden, más bien, al impulso de «apoderarse de un recuerdo tal como éste relumbra en un instante de peligro»,5 según entiende Walter Benjamin la articulación histórica del pasado, de manera analogable, por lo demás, con las ideas nietzscheanas acerca de las historias monumental, anticuaria y crítica.
    En el contexto de la política moderna y de los nacionalismos inherentes, las diversas expresiones de la memoria se articulan, en general, como barreras para una auténtica universalidad.
    Lo único verdaderamente universal es la comunidad de lo humano. Todas las personas compartimos una misma realidad de fondo, ontológica, aunque ésta se manifieste de modos muy diversos. Ésta fue la gran intuición a la que llegaron los sabios griegos a poco de derrumbarse la que operaba como referencia identitaria suprema: la polis, la ciudad-estado. El cosmopolitismo no es, pues, una versión arcaica del internacionalismo o de la globalización actuales. Tampoco es una actitud homologable al ecumenismo de ciertas religiones. Es, por el contrario, la conciencia de una comunión radical en el ser, que une a todos los hombres y mujeres, de todo tiempo y lugar, sin distingo de ninguna índole. Más acá de este logro ético y espiritual, sólo hallamos remedos bastante ramplones de supuesta universalidad.
    De acuerdo con ese ideal humano cósmico, universal, la memoria que de veras importa es la reminiscencia del ser. Demasiada memoria histórica va contra la vida y, finalmente, lo decisivo es esto: la vida, es decir, el presente, que anuda la plenitud de lo real. Con lo cual —no me escuece decirlo— apelo justo a la antiquísima intuición de la que son reflejos admirables ciertos pasajes de diálogos platónicos como Menón, Fedón, República, Fedro, Filebo, Timeo y otros.
Lo que acabo de afirmar puede sonar a exceso. Lo planteo, más bien, como provocación: las reconstrucciones de la memoria histórica que tenemos pendientes en nuestro tiempo, si realmente aspiramos a un mundo mejor, deberán procurar un justo medio entre las inevitables referencias de identidad personal y comunitaria y el imperativo humano de la universalidad.

 

1 San Agustín, Confesiones (trad., intr. y notas de Francisco Montes de Oca), Porrúa, col. «Sepan Cuantos…», núm. 142, 7ª ed., México, 1982, p. 158.
2 Empleo la edición de Germán Cano (Biblioteca Nueva, Madrid, 1999), de donde proceden todas las citas de Nietzsche que se reproducen en este texto.
3 Aristóteles, Poética (trad., intr. y notas de Ángel J. Cappelletti), Monte Ávila, Caracas ,1991, p. 11.
4 Giorgio Colli, La sabiduría griega, vol. ii (trad. de Dionisio Mínguez), Trotta, col. Estructuras y Procesos, serie Filosofía, Madrid, 2008, p. 16.
 
5 Walter Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos (trad. e intr. de Bolívar Echeverría), Ítaca / uacM, México, 2008, p. 40. 

 

 

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