(Florencia, 1941-Milán, 2021). Autor de Cómo ordenar una biblioteca
(Anagrama, 2021).
Era una noche de finales de primavera, suave. Estábamos sentados en torno a una mesa de piedra, bajo una pérgola. No muy lejos, el lago de Garda. En esos días leía los recuerdos de infancia de Pável Florenski, intitulados A mis hijos. Me habían impresionado ciertas historias, ciertos detalles de sus primerísimos años transcurridos en la estepa allende el Cáucaso. Josephine, veintiún años, y Tancredi, doce años, me escuchaban, divertidos pero también para complacerme. Historias demasiado remotas, pensé. Luego, me preguntaron acerca de lo que yo recordaba de mis primerísimos años. Les mencioné algo, pero de inmediato me di cuenta de que sonaba igual de remoto. Después de todo, ¿qué diferencia podría haber, a sus ojos, entre la Florencia en tiempos de la guerra en la que creció y, por ejemplo, la estepa de allende el Cáucaso de Florenski, a finales del siglo xix? No mucha. Todo pertenecía a esa edad incierta y nebulosa que se extendía a partir de unos años antes de su nacimiento.
«Escuchaba llegar el verano desde la avenida». Mi primer libro de memorias comencé a escribirlo en Florencia, cuando tenía doce años. Se abría con esa frase sobre el verano, que se refería a la edad fabulosa en la que tenía cinco o seis años. La consonancia inicial la daba el cambio en el sonido de un tranvía, a medida que se acercaba la nueva estación.
Era el 19, que en ese entonces transitaba por el centro de la avenida Regina Margherita, antes que la vía tomara el nombre republicano y de resistencia de Spartaco Lavagnini. El sonido cambiante de los tranvías concordaba, por las noches, con las cuchillas de luz que atravesaban la oscuridad en rayas paralelas: solitarios vehículos cruzando la avenida. Luego pasamos al lugar donde culminó el verano. Una campiña soleada y radiante. Se trataba de Castellina in Chianti, donde mis padres habían alquilado una villa. Y en ese punto me tropecé con el primer obstáculo espinoso para aquellos que escriben una narración: los nombres. No quería que apareciesen los nombres reales. Traté de inventar algo que sonara plausiblemente toscano. Pero no llegué muy lejos.
Al final, las páginas sobre Castellina, que llegaría a escribir sólo en una mínima parte, se titularían Castillo. En ellas, mi primer recuerdo tiene que ver con las ratas nocturnas. Amplias habitaciones, llenas de sombra, semivacías. Junto a mi cama había un ropero imponente y sombrío, de madera oscura. Despierto en la noche, escuchaba un ruido tenaz, que no se parecía a nada y provenía del ropero. Eran ratas que roían las frazadas guardadas adentro. Por la mañana, dije con el tono de aquel que confirma: «En el ropero hay ratones». Al principio no me creyeron. Pensaban que eran fantasías de niño, Pero pronto también ellos se dieron cuenta y se produjo una gran conmoción. Hicieron venir a una costurera, que era sordomuda, para mitigar el desastre. Miró las frazadas roídas y dijo: «Naierre, naierre», que en su lenguaje significaba: «Cortar, cortar». Luego todo, poco a poco, volvió a la calma.
Después de ese primer intento, inmediatamente interrumpido, la idea de escribir sobre mí mismo se había disipado hasta hoy, después de casi setenta años. Escribir siempre estaría conectado con la exploración de algo lejano, incluso como lenguaje, que sentía que era más urgente que cualquier otra cosa a mi alrededor, incluido yo. El único italiano sobre el que escribí un libro apareció tarde y fue un pintor, Tiepolo, y no era un maestro de la lengua italiana. Lo que está más cerca de nosotros busca un camino tortuoso para poder mostrarse.
Traducción del italiano de María Teresa Meneses.
Tomado de Memè Scianca, Piccola Biblioteca Adelphi, Milán, 2021.